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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (23 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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—Si lo hace, será como enseñar un trapo rojo a un toro del Punjab —dijo ese maldito pesimista—. Y entonces ellos estarán seguros de que quiere invadirles. Además, su amiga le prometió al khalsa una guerra en noviembre… se enfadarán mucho si no la tienen.

—¡Pues si la tienen se van a enterar!

—Usted sabe eso, pero ellos no. —Se volvió en la silla para mirar hacia atrás a la larga procesión desfilando por el polvoriento camino de Amritsar, haciendo pantalla con la mano sobre los ojos, y cuando habló de nuevo fue en
pastho
—: Vea,
huzoor
, en el Punjab tenemos los dos grandes ingredientes del mal: un ejército suelto por el país y una lengua de mujer suelta en casa. Las dos cosas juntas, ¿quién sabe lo que pueden conseguir?

Le dije con bastante acritud que se guardara sus comentarios de mal agüero para él; si hay algo que no soporto es a los agoreros alterando mi paz de espíritu, especialmente cuando son tipos suspicaces que saben lo que dicen. Saben, yo empezaba a preguntarme si él lo sabía, ya que entonces, después de los terrores y transportes de mis primeras semanas en Lahore, hubo un largo período de tiempo en el cual no ocurrió nada en absoluto. Yo hablaba cada día de la herencia de Soochet, y aquello era condenadamente aburrido. El Acta de Herencias de 1833 no es un artículo de la
Police Gazette
, y después de semanas de escuchar la charla sin sustancia de un imbécil con aliento a ajo y anteojos de acero sobre el preciso significado de «universum ius» y «seisin», yo estaba aburrido hasta un punto tal que incluso le escribí a Elspeth.
Barra choop
, realmente.

Pero si no hubo ni una señal de la tempestad anunciada por Jassa, no faltaron los rumores. Cuando pasó el
Dasahra
y octubre dejó paso a noviembre, los bazares se llenaron de rumores acerca de que los británicos se estaban concentrando en el río, y Dinanath, precisamente, dijo públicamente que la Compañía se estaba preparando para anexionar territorio
sij
en la orilla sur del Satley; también se dijo que él había comentado que «la maharaní deseaba la guerra para defender el honor nacional». Bueno, ya habíamos oído aquello antes; la última palabra fue que ella se había trasladado de Amritsar a Shalamar, y se lo estaba pasando en grande por las noches con Lal. Yo me sorprendí de que él mantuviera el tipo todavía; sin duda Rai y el Python le iban sustituyendo a ratos.

Más tarde, en noviembre, empezaron a pasar cosas que hicieron que yo, suspicaz, me pusiera en guardia. El khalsa empezó a reagruparse en Maian Mir, Lal fue confirmado como visir y Tej como comandante en jefe. Ambos hicieron proclamas incendiarias, todo fuego y furor, y los generales dirigentes hicieron votos en el Granth, jurando inmortal lealtad al joven Dalip con las manos sobre la tumba de Runjeet. Pueden estar seguros de que yo no vi nada de eso; con o sin inmunidad diplomática, yo me mantenía bien a cubierto, pero Jassa fue testigo presencial y me informó, mostrando más animación y alegría ante cada nueva alarma, maldito sea.

—Sólo están esperando a que los astrólogos señalen un día —dijo—. Incluso la orden de ataque está preparada… Tej Singh irá a Firozpur con cuarenta y dos mil soldados de infantería, mientras Lal cruza por el norte con veinte mil
gorracharra
. Sí señor, están preparados y listos para empezar.

No queriendo creerle, yo señalé que estratégicamente la posición no era peor que hacía dos meses.

—Pero ya no queda ni una rupia en la mezquita de las Perlas y no hay con qué pagarles. Se lo digo: o avanzan o explotarán. Espero que Gough esté listo. ¿Qué dice Broadfoot?

Aquello era lo más inquietante de todo, porque hacía dos semanas que yo no recibía ni una línea de Simla. Yo mandaba mensajes cifrados sin parar, hasta que a la segunda epístola de los Tesalonicenses se le arrugaron las hojas, sin recibir respuesta. No se lo dije a Jassa, pero le recordé que la palabra final era de Jeendan; ella había convencido a los khalsa para retrasarlo, y podía hacerlo otra vez.

—Apuesto diez rupias a que no puede —dijo él—. Una vez los astrólogos se decidan, ella no podrá manejar ya durante más tiempo la situación. Si las estrellas dicen «adelante», está obligada a darles sus cabezas… ¡Y que Dios ayude a Firozpur!

Perdió la apuesta. «Instruiré a los astrólogos», había dicho ella, y debió de hacerlo, porque cuando aquellos hombres sabios hicieron un
dekko
a los planetas, no pudieron sacar nada en limpio. Finalmente, admitieron que el día propicio era bastante obvio, pero desgraciadamente había sido la semana anterior y ellos no se habían dado cuenta, maldita sea. Los
panches
no lo aceptaban e insistían en que encontraran otra fecha, y se pusieron muy pesados; los astrólogos conferenciaron y admitieron que había un día bastante adecuado al cabo de dos semanas, por lo que podían ver a aquella distancia. Tampoco eso resultó adecuado, y los soldados estuvieron a punto de estrangularlos, ante lo cual los astrólogos se asustaron y dijeron que el día adecuado era el día siguiente, sin duda alguna; no sabían cómo demonios no se habían dado cuenta antes. Por entonces su reputación estaba bastante baja, y aunque se ordenó a los
gorra charra
que salieran de Lahore, Lallos llevó sólo a una pequeña distancia de Shalamar antes de correr de vuelta a la ciudad y a los brazos de Jeendan, que una vez más residía en el fuerte. Tej envió la infantería por divisiones pero se quedó en casa, y la marcha se hacía cada vez más lenta, según informó Jassa.

Yo dejé escapar un suspiro de alivio; estaba claro que Jeendan mantendría su palabra. Ahora que ella había vuelto y se encontraba bajo el mismo techo, consideré e instantáneamente descarté la idea de tratar de tener unas palabras con ella. Lo peor que podía pasar era que se extendieran por el bazar y el campamento rumores de que había estado conversando en privado con un oficial británico. Así que me quedé allí componiendo un mensaje cifrado para Broadfoot, describiendo la confusión creada por los astrólogos y cómo el khalsa iba dando vueltas en círculo sin sus dos generales líderes. «En todo esto —acababa yo— pienso que podemos ver la fina mano de cierta dama punjabí.» Entonces escribíamos elegantes cartas, nosotros los políticos. A veces demasiado elegantes para nuestro propio bien.

Envié aquello por las Escrituras, y sugerí a Jassa que sondease a Gardner, que había vuelto con Jeendan, para averiguar el estado de la cuestión, pero mi fiel ordenanza se resistió, señalando que él era el último hombre en el mundo en quien confiaría Gardner, «y si a ese celoso hijo de perra se le ocurre la idea de que yo estoy metiendo la nariz por ahí, puede hacerme daño. Oh, sí, claro, es amigo de Broadfoot… pero es Dalip quien le da de comer… y Mai Jeendan. No lo olvide. Y si llega la guerra, no podrá estar de nuestra parte».

Yo no estaba muy seguro de aquello, pero no había nada que hacer sino esperar, esperar noticias de las intenciones del khalsa y de Broadfoot. Pasaron tres días y luego una semana, durante la cual Lahore hervía de rumores: los khalsa estaban avanzando, los británicos nos invadían, Goolab Singh se había declarado primero a favor de unos y luego de otros, el rajá de Nabla había anunciado que él era la undécima encarnación de Visnú y estaba convocando a la guerra santa para echar a los extranjeros de la India… Todo el cotilleo usual, que se contradecía tan pronto como surgía, y yo no podía hacer nada sino hablar del testamento de Soochet de día y caminar impaciente por mi balcón por las noches, viendo como el cielo del crepúsculo se volvía rojo y luego púrpura, la noche llena de estrellas caía sobre el patio de la fuente y se oía el distante murmullo de la gran ciudad, esperando, como yo, la paz o la guerra.

Era un trabajo extenuante para los nervios y muy solitario. Y entonces, a la séptima noche, cuando acababa de meterme en la cama, adivinen quién se desliza en mi habitación sin anunciarse: Mangla. Noticias por fin, pensé yo, y le estaba preguntando mientras encendía la lámpara, pero la única respuesta que ella me dio fue hacer pucheros con aire 'de reproche, quitarse el vestido y saltar al lecho junto a mí.

—Después de seis semanas no he venido a hablar de política —dijo, frotando sus pechos contra mi cara—. ¡Ah, prueba esto,
bahadur…
y come lo que quieras! ¿Me has echado de menos?

—¿Eh? ¡Ah, sí, un montón! —dije yo, dando un educado bocado—. Pero espera, ¿qué noticias hay? ¿Tienes un mensaje de tu ama? ¿Qué está haciendo ella?

—Esto…, y esto…, y esto… —dijo ella, acariciándome muy ocupada—. Con Lal Singh. Atacando su virilidad, pero si ha sido vencido por sorpresa o se ha resistido, ¿quién lo sabe? ¿Estás celoso de él? ¿Soy una sustituta tan mala?

—¡Oh, no, claro que no! Estáte quieta, ¿quieres? ¿Qué está pasando, por el amor de Dios? Oigo decir que el khalsa avanza, al momento siguiente que la orden ha sido anulada… ¿Hay paz o hay guerra? Ella juró que me avisaría… ¡eh, no te apartes! Tengo que enterarme, ¿no lo comprendes? Para poder informar…

—¿Importa eso —murmuró la pequeña zorrita caliente—, en este momento…?, ¿importa todo eso realmente?

Tenía razón, por supuesto: hay un momento para cada cosa. Así que durante una hora ella me liberó del tedio de mi trabajo y me recordó que la vida no es sólo política, como decía el viejo Runjeet antes de expirar deliciosamente. Yo estaba al borde de la muerte también, porque desde mi prolongado asalto con Jeendan no había visto unas faldas salvo las de mis doncellas, y ésas no valía la pena levantarlas.

Después, sin embargo, estando echados debajo del
punkah
, holgazaneando y bebiendo, no pude sacarle ni una sola noticia. A todas mis preguntas ella se encogía de hombros y decía que no lo sabía… Los khalsa estaban todavía sujetos por la correa, pero lo que pensaba hacer Jeendan nadie podía decirlo. Yo no la creía; ella debía de tener algún mensaje para mí.

—Pues no me ha dicho nada, ¿sabes? —dijo Mangla, mordisqueando mi oreja—, creo que hablamos demasiado de Jeendan, y tú has dejado de pensar en ella, lo sé. Todos los hombres hacen lo mismo. Es demasiado codiciosa de su placer. Así que no tiene amantes, sólo parejas de cama. Incluso Lal Singh la toma sólo por miedo y ambición. Pero yo —dijo la muy desvergonzada, rozando mis labios con los suyos— tengo verdaderos amantes, porque me deleito en dar placer tanto como en recibirlo… especialmente con mi
bahadur
inglés. ¿No es así?

Tenía razón de nuevo. Yo había probado ya suficiente realeza punjabí para el resto de mi vida, y ella había puesto el dedo en la llaga. Fornicar con Jeendan era como hacer al amor a una máquina de vapor. Pero aun así, yo tenía que saber lo que pasaba por su retorcida mente india, y cuando Mangla continuó protestando ignorancia me enfurecí y juré que si no me decía la verdad se la sacaría a la fuerza… Ante lo cual palmoteó y se ofreció a recibir mis correazos.

Así transcurrió la noche, nos divertimos mucho, con una única interrupción en la que Mangla se quejó de la fría corriente del ventilador. Grité al
punkahwallah
que tuviera cuidado, pero con la puerta cerrada no me oyó, así que la abrí, acompañando mi acto con una maldición. No era el anciano habitual, sino otro idiota… A todos les pasa igual, se duermen enseguida cuando quieres un poco de aire fresco y te hielan con una corriente helada de madrugada. Azoté a aquel bruto y volví en busca de un poco más de cultura de Cachemira. Era un trabajo agotador. Cuando me desperté era ya media mañana. Mangla se había ido y había un mensaje cifrado de Broadfoot esperando en la epístola segunda a los Tesalonicenses.

Así que Jassa tenía razón. Era ella el correo secreto. Vaya con la pequeña gatita, mezclando negocios con placer, según parecía. Me pregunté si se trataría de ella, como recordarán, aquel primer día cuando varias personas tuvieron la oportunidad de acercarse a mi mesilla de noche. Bien pensado, ella era la intermediaria perfecta. Podía ir y venir por el palacio a su antojo, una esclava que era la mujer más rica de Lahore. Era fácil para ella sobornar y dirigir a otros correos, uno de los cuales debía de haberla suplido mientras se encontraba fuera, en Amritsar. ¿Cómo demonios la habría reclutado Broadfoot? Mi respeto por mi jefe siempre era elevado, pero aquello lo doblaba, se lo aseguro.

Y eso me vino muy bien, porque si algo podía hacer tambalear mi fe era justamente el contenido de aquel mensaje cifrado. Cuando lo descodifiqué me senté a mirar el papel durante unos minutos, y luego lo volví a examinar con atención, para estar seguro de haber leído bien. No había error: era auténtico, y el sudor cubrió mi piel mientras lo leía por décima vez:

Muy urgente para Número Uno solo. La primera noche después de recibir esto, irá disfrazado con traje nativo al cabaret de los soldados franceses, entre el Shah Boorj y la puerta Buttee. Use las señales y espere un mensaje de Bibi Kalil. No le diga nada a su ordenanza.

Ni un «suyo afectísimo» ni «atentamente». Eso era todo.

El problema del servicio de inteligencia es que ya no distinguen la verdad de la mentira. Hasta los miembros del Parlamento
saben
cuándo están mintiendo, que es la mayoría de las veces, pero gente como Broadfoot simplemente no es consciente de sus propias mentiras. Todo lo hacen por el bien del servicio, así que tiene que ser verdad, y eso hace que sea muy difícil para los tipos sinceros como yo saber cuándo están mintiendo más que un charlatán de feria. Yo ya me temí lo peor cuando me dijeron: «No tendrá que disfrazarse ni hacer nada desesperado». ¡No, hombre, claro que no! Francamente, es más seguro tratar con abogados.

Y ahora ya estaba, mis peores temores convertidos en realidad. Flashy iba a ser enviado al campo enemigo…, recién afeitado y sin una vía de escape ni una mano amiga que le diera la bendición. Venga, dirán ustedes, ¿qué problema hay? Se trata sólo de acudir disfrazado a una cita, ¿verdad? Sí…, ¿y qué más? ¿Quién demonios era esa Bibi Kalil? El nombre podía ser de cualquier tipo de persona, desde una princesa a una alcahueta… ¿Qué horrores podían esperarme junto a ella, cumpliendo el mandato de Broadfoot? Pronto lo averiguaría.

El disfraz era lo de menos. Yo tenía un
poshteen
en mi equipaje, y había reunido unos cuantos cachivaches desde que llegué a Lahore: botas persas,
pyjamys
y bandas para los días más cálidos, y cosas por el estilo. Mi propia camisa iría bien, una vez la hubiera pisoteado un poco, e improvisé un
puggaree
con un par de toallas. Normalmente se lo habría pedido prestado todo a Jassa, pero tenía que mantenerlo en secreto con él. Eso fue algo que me resultó muy extraño en el mensaje cifrado: la última frase era innecesaria, porque la palabra «solo» al principio significaba que todo aquello era secreto y sólo para mí. Al parecer George estaba «asegurándose el secreto», como él mismo hubiera dicho.

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