Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Hubo gruñidos entre la muchedumbre, pero nadie se atrevió a decir nada contra los todopoderosos militares… Y ocurrió una cosa asombrosa. Una de las mujeres se levantó entre las llamas y empezó a maldecirles. Todavía puedo verla: una joven encantadora, alta, toda vestida de blanco y oro, con sangre en la cara porque le habían arrancado el aro de la nariz, sujetándose el velo por debajo de la barbilla con una mano y la otra levantada mientras les lanzaba una maldición total, prediciendo que la raza de los
sijs
sería exterminada antes de un año, sus mujeres se quedarían viudas y su tierra sería conquistada y devastada…, pues las
suttees
, como saben, se supone que tienen el don de la profecía. Uno de los expoliadores saltó a la pira y la golpeó con la culata de su mosquete, y ella cayó en el fuego donde las otras cuatro estaban sentadas tranquilamente mientras las llamas subían y crepitaban en torno a ellas. Ninguna dejó escapar un solo gemido.
[81]
Vi todo aquello desde el muro. El humo negro ascendía mezclándose con las nubes bajo el crepúsculo escarlata. Me fui con una rabia hirviendo en mi pecho que nunca había sentido por nadie salvo por mí mismo. «Sí, dejemos que haya una guerra (manteniéndome yo fuera de ella, claro está) para aplastar a estos locos asesinos de mujeres y acabar con sus abominaciones. Creo que soy como Alick Gardner: no soporto la crueldad con las mujeres hermosas, ni con las demás personas tampoco», pensé.
La maldición de esa valiente niña llenó de supersticioso terror a la multitud, pero tuvo un efecto más importante todavía: inculcó el temor de Dios en el khalsa, y aquello moldeó su destino en un momento crítico. Porque después de la muerte de Jawaheer se quedaron indecisos y divididos. Los agitadores clamaban por una guerra inmediata contra nosotros, y los elementos más leales, que se habían sentido desanimados por la arenga de Jeendan en Maian Mir, insistían en que no se podía hacer nada hasta que hubieran hecho las paces con ella, la regente de su rey legítimo. El problema era que firmar la paz representaba rendirse a aquellos que habían tramado el asesinato de Jawaheer, y eran una camarilla poderosa. Así que el debate arreció entre ellos, y mientras Jeendan obtenía la admiración general rehusando aceptar la existencia del khalsa y llorando cada día ante la tumba de Jawaheer, cubierta con un tupido velo y encorvada por el dolor, despertando compasión por su piedad. Se extendió el rumor incluso de que había dejado la bebida y la fornicación: un portento que reducía al khalsa al estado de estupefacta maravilla.
Al final ellos reaccionaron, y en respuesta a sus llamadas de audiencia, ella les convocó no al
durbar
, sino al patio bajo el Summum Boorj, recibiéndolos en frío silencio allí sentada, velada y envuelta en sus ropas de duelo. Dinanath anunció sus condiciones, que sonaban extraordinariamente severas: total sumisión a su voluntad y entrega inmediata de los asesinos. De hecho, sin embargo, formaban parte de una elaborada farsa manejada por Mangla. Ella y Lal Singh y otros cortesanos fueron hechos prisioneros por el khalsa en el momento del asesinato, pero liberados poco después, y desde entonces habían estado conspirando frenéticamente con Dinanath y los
panches
, arreglando un compromiso.
Éste consistía en lo siguiente: el khalsa se sometía a Jeendan, le entregaba a unos pocos prisioneros como prenda y prometía entregar a Pirthee Suingh y los otros cabecillas de la conspiración (que ya habían partido a las colinas, por previo acuerdo), tan pronto como los cogieran. Mientras tanto, ¿podría ella perdonar por caridad a su leal khalsa, que mostraba tan buena voluntad, y se decidiría a hacer la guerra a los malditos británicos en un futuro próximo? Por su parte, ellos le juraban indeclinable lealtad como Reina Regente y Madre de Todos los
Sijs
. A esto ella replicó a través de Dinanath que aunque todo aquello no era enteramente satisfactorio, aceptaba graciosamente su sumisión y liberaba a los prisioneros en prenda como gesto de magnanimidad. (Sensación y leales vítores.) Ahora tenían que darle un poco de tiempo para completar su duelo y recuperarse del espantoso golpe de la muerte de su hermano; más tarde, ella podría recibirles en el
durbar
para discutir cuestiones como la guerra y el nombramiento de un nuevo visir.
Era el tipo de arreglo para salvar la cara que cada día se hace en Westminster y en los consejos parroquiales, y nadie queda decepcionado excepto el público, y no todos.
Ustedes se preguntarán dónde demonios estaba Flashy durante todos estos estremecedores acontecimientos. La respuesta es que habiendo reprimido el impulso de robar un caballo y salir cabalgando como un loco hacia el Satley, yo estaba entre bastidores, haciendo lo que supuestamente había ido a hacer a Lahore, es decir, negociar la herencia de Soochet. Esto significaba sentarme en una agradable y aireada habitación durante varias horas al día, escuchando interminables informes de venerables funcionarios del gobierno que citaban precedentes de la ley británica y punjabí, la Biblia, el Corán, el
Times
y la
Bombay Gazette
. Eran los tipos más aburridos que se puedan encontrar en el mundo, les encantaba divagar, sin excepción, y no me pedían nada sino una simple inclinación de cabeza de vez en cuando y una orden a mi babu de que tomase nota de este o aquel punto. Aquello les hacía felices y bastaba para dar pie a otra perorata de una hora. Ninguna de ellas, sin embargo, avanzó la causa ni una coma, pero como los contribuyentes del Punjab les pagaban sus salarios y a mí me parecía muy bien estar allí sentado bajo el
punkah
bebiendo brandy con soda, todo transcurría de la mejor manera posible en el mejor servicio civil posible. Podría durar aquello hasta hoy… ¡Dios mío, es posible que ellos sigan allí todavía!
En mi tiempo libre estaba muy ocupado, sin embargo, sobre todo escribiendo mensajes cifrados a Broadfoot y poniéndolos en la segunda epístola a los Tesalonicenses, de donde desaparecían a misteriosa velocidad. No sabía todavía quién podía ser el mensajero (o la mensajera), pero la verdad es que era un servicio de lo más eficiente a Simla, de ida y vuelta. Al cabo de una semana de escribir sobre Jassa recibí una nota en mi Biblia que decía, entre otras cosas, lo siguiente: «Número 2, A2», lo que significaba que, a pesar de su pintoresco pasado, mi ordenanza era de confianza hasta el segundo grado, lo que significaba sólo un escalón por debajo de Broadfoot y sus ayudantes, incluyéndome a mí mismo. No le conté esto a Jassa, pero cambié unas rápidas palabras con Gardner para darle la buena noticia. Él gruñó: «Broadfoot debe de estar más loco de lo que yo pensaba», y se fue. ¡Qué bruto más despechado!
En cuanto al resto, las comunicaciones de Broadfoot se limitaban a un «Adelante, Flash». Las noticias oficiales de la India Británica, a través del
vakil
, eran que Calcuta deploraba la prematura muerte del visir Jawaheery confiaba en que su sucesor tuviera más suerte. Éste venía a ser en resumen el contenido, junto con la piadosa esperanza de que el Punjab viviera ahora un período de tranquilidad bajo el maharajá Dalip, único gobernante a quien el poder británico reconocía. El mensaje estaba claro: mataos los unos a los otros tanto como os dé la gana, pero intentad deponer a Dalip y caeremos sobre vosotros, con caballería, infantería y artillería.
Así estaban las cosas, y el tema del momento era: ¿daría vía libre Jeendan, por su propia seguridad y la de Dalip, a los deseos de guerra del khalsa y les dejaría avanzar a través del Satley? Yo no podía imaginar por nada del mundo por qué iba a hacer tal cosa, a pesar de que casi se lo había prometido; ella parecía muy capaz de tratar con ellos, a diferencia de su hermano, que no lo había conseguido, dividiéndolos y manteniéndolos en vilo. Si podía sujetar sus riendas y al mismo tiempo llevar con mano firme el gobierno del país, no podía imaginar para qué le iba a interesar a ella una guerra.
El tiempo lo diría. Un asunto más urgente empezó a molestarme cuando a la primera semana le siguió la segunda. Lal Singh me había asegurado que Jeendan estaba ansiosa de conocerme mejor, política y personalmente, pero no había recibido ni una maldita señal en casi quince días, y estaba impaciente. Cuando los horrores de aquellos dos primeros días pasaron, el recuerdo de los placeres se hizo más vívido, y me sentía invadido por tiernos recuerdos de aquella pequeña zorra pintarrajeada frotándose contra mí en la habitación del
durbar
, mostrándose provocativamente ante sus tropas en Maian Mir. Aquellos recuerdos eran bastante cautivadores, y alimentaban una pasión que yo sabía por experiencia que podría ser satisfecha sólo por la dama en cuestión, y no por otra. Soy un alma fiel a mi manera, y cuando un nuevo enredo me atrae más que de costumbre, como me había pasado con algunos en años anteriores, me consagraba bastante a ellos. Yo le había hecho los honores a Mangla (y repetí el tratamiento cuando vino de incógnito tres noches después) pero aquél era un trabajo cotidiano, que no hizo nada por satisfacer mi apetito romántico de poner a Jeendan de nuevo en marcha, y cuanto antes mejor.
No puedo evitar estos ocasionales encaprichamientos, pero tampoco los poetas… Son gente bastante lujuriosa esos versificadores. En mi caso, sin embargo, tengo que confesar que he sido siempre particularmente susceptible a las cabezas coronadas: emperatrices, reinas, grandes duquesas y cosas por el estilo, y me he encontrado con unas cuantas. Me atrevería a decir que los ornamentos y los lujos tienen algo que ver con ello, y saber que el tesoro puede hacerse cargo de todas las facturas. Pero eso no es todo, seguro. Si yo fuera un filósofo alemán, sin duda reflexionaría sobre la sujeción del Superhombre a la Personificación de la Hembra Ideal, pero como no lo soy, sólo puedo concluir que soy un amante esnob. En cualquier caso, hay una especial satisfacción en relacionarse con la realeza, se lo aseguro, y cuando tienen el entrenamiento y las inclinaciones de Jeendan, miel sobre hojuelas.
Como la mayoría de las mujeres reales ocupadas, tenía la costumbre de mezclar el deber con el placer, y planeó nuestro siguiente encuentro para que combinase ambos, el día que abandonó el duelo para celebrar el
durbar
ansiosamente esperado con los
panches
del khalsa. Yo había almorzado en mis habitaciones y estaba preparándome para una tarde soñolienta con los wallahs de Soochet cuando se presentó Mangla por sorpresa. Al principio supuse que venía a practicar un poco más de lucha, pero me explicó que me habían convocado a audiencia real, y que debía seguirla en silencio y sin hacer preguntas. Sin mostrarme nada reacio, le dejé que me guiara y casi me sentí desilusionado cuando me llevó a una habitación infantil donde el pequeño Dalip, atendido por un par de niñeras, estaba haciendo una carnicería con sus soldados de juguete. Él saltó, radiante, al verme, y se detuvo en seco para recomponerse antes de avanzar, inclinándose solemnemente y extendiendo su mano.
—Tengo que agradecerle, Flashman
bahadur
—dijo— que me cuidara… aquella… tarde… —De repente empezó a sollozar, con la cabeza baja, y luego golpeó con los pies en el suelo y se secó las lágrimas—. Tengo que darle las gracias por cuidarme… —siguió, atragantándose, y miró a Mangla.
—… y por el gran servicio… —le apuntó ella.
—¡… Y por el gran servicio que me ha hecho a mí y a mi país! —lo dijo bastante bien, con la cabeza alta y los labios temblorosos—. Estaremos siempre en deuda con usted.
Salaam, bahadur
.
Yo sacudí su mano y dije que me sentía muy feliz de poder servirle, y él asintió gravemente, miró a un lado a las mujeres y murmuró:
—Estaba muy asustado…
—Bueno, pues no lo parecía, maharajá —dije yo, lo cual era la pura verdad—. Yo también estaba asustado.
—¿Sí? —exclamó, sorprendido—. ¡Tú eres un soldado!
—El soldado que no tiene miedo, es sólo medio soldado —dije yo—. ¿Y sabéis quién me dijo esto? El soldado más grande del mundo. Se llamaba Wellington; algún día sabréis más cosas de él.
Sacudió la cabeza maravillado al oír eso, y decidiendo que hacerle un poco la pelota no me iría mal, le pedí que me enseñara sus juguetes. Dio saltos de alegría, pero Mangla dijo que eso sería en otra ocasión, porque yo tenía asuntos importantes que resolver. Él dio una patada a su castillo y se puso a gimotear, pero mientras yo le saludaba con un
salaam
para irme, hizo algo de lo más extraño: corrió hacia mí y me rodeó el cuello con sus brazos, abrazándome y diciéndome adiós, antes de volver con sus niñeras. Mangla me miró con extrañeza mientras cerraba la puerta tras de nosotros, y me preguntó si tenía hijos. Le dije que no.
—Creo que ahora ya tiene uno —dijo.
Yo suponía que aquello era el final de la entrevista, pero ella me condujo a través de un laberinto de pasillos por el palacio hasta que casi me sentí perdido, y por su prisa y la forma furtiva en que se detenía un momento antes de cada esquina para echar un vistazo, yo pensé: «Ajá, así que vamos hacia un escondrijo secreto donde piensa hacer su santa voluntad conmigo». Mirando su lindo trasero menearse delante de mí no me importaba en absoluto, aunque hubiera preferido que se tratase de Jeendan, y cuando ella me introdujo en un pequeño
boudoir
, con colgaduras de seda rosa y un amplio diván, no perdí tiempo y cogí la oportunidad al vuelo. Ella se quedó pegada a mí por un momento y luego se soltó, haciéndome señas de que esperase. Levantó la cortina de una pequeña alcoba, oprimió un resorte y se deslizó un panel sin meter ruido para revelar una estrecha escalera que llevaba hacia abajo. Sonidos de voces distantes venían de algún lugar. Habiendo tenido alguna que otra experiencia con la arquitectura del lugar, yo dudé, pero ella me empujó hacia abajo con un dedo sobre los labios.
—No debemos hacer ningún ruido —susurró—. La maharaní está celebrando el
durbar
.
—Fantástico —dije yo, masajeándole el trasero con ambas manos—. Celebremos un
durbar
nosotros también, ¿de acuerdo?
—¡No, ahora no! —susurró ella, tratando de liberarse—. ¡Ah, no! Son órdenes de ella… Tienes que mirar y escuchar… ¡no, por favor!, no deben oírnos… Sígueme de cerca… y no hagas ningún ruido… —Bueno, ella estaba en una espléndida desventaja, así que la sujeté rápidamente y jugué con ella durante un rato, hasta que ella empezó a temblar y a morderse los labios, quejándose débilmente y diciendo que la soltara o nos oirían, y cuando la tuve casi a punto de caramelo y dispuesta a dejarse ir, la solté, recordándole que debíamos estarnos bien quietos y que ya le enseñaría yo a meterme en
boudoirs
con falsas esperanzas. Ella intentó recuperar el aliento, me dirigió una mirada que podía haber astillado un cristal y me guió silenciosamente hacia abajo.