Flashman y la montaña de la luz (14 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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—Espera a que te hayamos bañado —rió una de las huríes—. Harás que chille pidiendo misericordia.

Yo lo dudaba, pero les dije que adelante, y ellas me llevaron, una sujetándome a un lado y otra al otro, porque yo estaba todavía muy borracho. Detrás de las cortinas la habitación del
durbar
estaba vacía, y la gran araña apagada. Sólo unas pocas velas en las paredes desprendían unos pequeños círculos de luz en la oscuridad. Ellas me condujeron a lo largo de un pasillo oscuro, y luego bajamos un corto tramo de escaleras y entramos en una gran cámara de piedra y mármol como un baño turco. Sus paredes y alto techo estaban en profundas sombras, pero en el centro, rodeada por altas y esbeltas columnas, había una zona embaldosada con un baño que desprendía vapor del agua caliente. Había un brasero allí cerca, y unas toallas apiladas a mano, y alrededor jarras de aceites, jabones y champús. En conjunto, era una charca tan lujosa como uno pudiera desear. Pregunté si aquél era el baño de la maharaní.

—No de esta maharaní —dijo una—. Era el baño de lady Chaund Cour, que la paz la acompañe.

—Es mucho más bonito que el de nuestra ama —dijo la otra, acercándose furtivamente a mí—, y está reservado para aquellos a quienes ella quiere honrar —me acarició juguetonamente, y su compañera me quitó el vestido, chillando con admiración—.
¡Bahadur
, vaya! ¡Oh, afortunada Mai Jeendan!

«Sí, será muy afortunada si consigue algo de mí después de un baño con vosotras dos», pensé yo, admirándolas en mi embriaguez mientras ellas se quitaban los pequeños arcos, flechas, espadas de juguete, sus falditas plateadas y los sujetadores. Eran unas ninfas encantadoras, y hubo muchos jugueteos y risitas mientras nos metíamos en el baño. Éste tenía un metro de profundidad por dos de largo, medio lleno con agua caliente perfumada en la cual yo me quedé flotando perezosamente, dejando que lamiera mi exhausto cuerpo mientras una de las cachemiríes acunaba mi cabeza y suavemente me pasaba una esponja por la cara y el cabello, y la otra empezaba a trabajar con mis pies y luego con mis tobillos y pantorrillas. «Vais bien», pensé yo, y cerré los ojos, pensando qué deliciosos momentos tenía que haber pasado Haroun al-Raschid, y preguntándome cómo era posible que alguna vez se hubiera aburrido y ansiado la vida de un alegre carretero o el productivo trabajo de la granja al aire libre. Seguramente Flashy no habría salido disfrazado por las calles de Bagdad buscando aventuras, mientras hubiese en casa agua y jabón…

La ninfa de abajo estaba ahora enjabonando mis rodillas, y yo abrí los ojos, contemplando el techo en lo alto, con dibujos persas coloreados, un retrato en el centro de un tipo con el cuello tieso sentado debajo de una marquesina y mirando con aspecto dictatorial a un pelotón de wallahs barbudos suplicantes arrodillados. «Quién será ése —pensé yo—, ¿algún nabab
sij…
?» Y aquello me recordó los nombres que había memorizado con tanto esfuerzo de los documentos de Broadfoot: Heera Singh y Dehan Singh y Soochet Singh y Buggerlugs Singh y Chaund Cour y… ¿Chaund Cour? ¿Dónde había oído ese nombre recientemente? ¡Ah!, sólo hacía unos momentos, de las huríes: aquél era su baño… y de repente una pequeña inquietud que vagaba sin objetivo por mi mente llamó mi atención, mientras oía el remolineo del agua y me daba cuenta de que la chica había cesado de enjabonar mis rodillas y estaba saliendo rápidamente del baño… El baño de Chaund Cour…
¡Ghaund Gour, a quien habían aplastado mientras se bañaba!

Si la fulana que me estaba lavando el pelo se hubiera movido con menos rapidez, quizá yo no habría salido de allí. Pero cuando su compañera salió, ella me soltó la cabeza como si fuera un ladrillo ardiendo, y yo me hundí y salí flotando de nuevo, farfullando… La vi en el acto de auparse sobre las baldosas, y por el rabillo del ojo me di cuenta de que el gran retrato coloreado del techo empezaba a temblar, con un espantoso sonido rechinante. Por un instante me quedé helado, tieso en el agua, y sólo pudo ser el instinto lo que galvanizó mis fláccidos músculos, porque me aupé fuera del agua, me di la vuelta y me encaramé al borde del baño, agarrándome con la mano al tobillo de la chica. Aquella presa me salvó de caer hacia atrás, y me dio un punto de apoyo para alzarme hasta las baldosas, mientras ella era catapultada hacia atrás en el agua. Su grito de terror se perdió entre un ensordecedor chirrido que tronó como una avalancha, seguido por un espantoso golpe que pareció sacudir el edificio entero e hizo saltar las baldosas de su sitio ante mi propia cara. Yo rodé con un grito de terror, echado en las húmedas baldosas y mirando atrás con incredulidad.

Donde antes estaba el baño había ahora una extensión llana de piedra basta, llenando la cavidad como una gran mole y levantando las baldosas de alrededor. Desde aquel monstruoso cuadrado de roca serpenteaban unas grandes cadenas oxidadas, que golpeaban a un lado y otro en un agujero abierto en el techo decorado. La espuma rebosaba como una cortina de las estrechas fisuras entre la losa caída y los lados del baño, como una ola, y vi horrorizado cómo el agua que manaba se teñía de rosa al principio y luego de un espantoso color carmesí. Al otro lado del baño la segunda cachemirí se cubría apretándose contra una columna, con la boca abierta y gritando sin parar. Se volvió y corrió, con el agua resbalando de su cuerpo desnudo, y luego se detuvo en seco, y sus aullidos se convirtieron en un gemido de terror.

Tres hombres estaban de pie en las sombras de aquel lado, con cimitarras en las manos. Sólo llevaban unos pantalones
pyjamy
sueltos de color gris y unas grandes capuchas que cubrían sus caras. La chica se apartó de ellos, temblando y cubriéndose la cara; resbaló y cayó en las baldosas mojadas y trató de ponerse de pie mientras ellos se quedaban quietos como estatuas grises. Uno dio un paso hacia delante, levantando ligeramente su espada, ella saltó, chillando mientras se volvía corriendo, pero antes de que hubiera dado un paso la espada le atravesó la espalda y sobresalió como una espantosa aguja de plata entre sus pechos. Cayó hacia delante sin vida en el bloque de piedra. Entonces ellos corrieron rápidamente hacia mí en silencio sepulcral. Dos de los expertos asesinos se apartaron a los lados para cogerme por los flancos; entre tanto el tercero venía derecho a mí, con la espada chorreando sangre. Me volví para echar a correr, resbalé y caí cuan largo era.

La cobardía tiene sus ventajas. Yo estaría ya muerto desde hace mucho tiempo sin ella, porque me ha llevado a conseguir, movido por el ciego pánico, maniobras que ningún hombre sensato habría intentado siquiera. Un hombre valiente habría tratado de levantarse para echar a correr o se hubiera lanzado hacia el enemigo más cercano con las manos desnudas; sólo Flashy, tirado con el culo al aire encima de uno de los montoncitos de ropas desechadas por las chicas de Cachemira, fue capaz de agarrar aquel patético arco de hojalata, coger un dardo del carcaj, ponerlo en la cuerda y hacerlo volar hacia el
thug
que iba en cabeza mientras éste saltaba por encima del cadáver de la muchacha, blandiendo su cimitarra. Sólo era un frágil juguete, pero estaba muy tenso y aquella flecha pequeña debía de estar tan afilada como un cincel, porque se hundió en su torso y él se retorció aullando en el aire; la cimitarra cayó ante mí golpeando en las baldosas. Yo la recogí sabiendo que estaba acabado, pues uno de los hombres de los flancos se dirigía ya hacia mí, pero me las arreglé para devolverle la estocada y lanzarme a un lado, esperando sentir la espada de su compañero atravesándome la espalda. Hubo un chillido y el choque de los aceros detrás de mí mientras yo me echaba a un lado, rodaba y me levantaba, dando mandobles de ciego y pidiendo socorro a gritos como un idiota.

Tiempo perdido, porque la ayuda ya había llegado. El hombre del otro lado estaba tratando desesperadamente de parar con su cimitarra el ataque de un cuchillo Khyber que blandía un recién llegado alto vestido con una túnica, que es como oponer una escopeta de juguete a un rifle. Un golpe y la hoja de la cimitarra se rompió en pedazos, otro y el
thug
había caído con el cráneo partido… El hombre cuyo golpe yo había parado saltó hacia atrás y salió corriendo como una liebre, escondiéndose entre las sombras. El hombre de la túnica se volvió precipitadamente, dio una larga zancada y echó hacia atrás el brazo de la espada para coger impulso, lanzando luego su cuchillo Khyber. Éste giró en el aire y dio en la espalda del fugitivo, que se golpeó contra una columna, trepó unos centímetros por ella con aquel arma espantosa clavada en su cuerpo y luego se deslizó lentamente al suelo. Sólo veinte segundos antes me estaban lavando las rodillas.

El hombre de la túnica pasó junto a mí, recuperó su cuchillo y lanzó una maldición cuando la sangre le salpicó la chaqueta… Sólo entonces me di cuenta de que era un traje escarlata con el tartán del 79. Retrocedió, agachándose para lavar la hoja en el agua que resbalaba por encima de las baldosas, y examinó el lugar donde había estado el baño, la gran roca que lo llenaba ahora y las colgantes cadenas.

—Bueno, que me cuelguen —dijo—. Así es como se cargaron a la vieja lady Chaund Cour. No me sorprende que nunca encontrásemos el cuerpo… Creo que no debió de quedar mucho de ella con «eso» encima —se detuvo y me ladró—: ¿Está bien, señor? ¿Quiere quedarse ahí en pelotas hasta morirse de frío, o prefiere salir pitando antes de que venga el forense?

Las palabras eran inglesas, pero el acento era genuinamente norteamericano.

6

Como he visto a un galés con sombrero de copa dirigir un impi Zulú y yo mismo he cabalgado con una partida de indios apaches con pintura de guerra y taparrabos, creo que no debería de haber sentido ningún asombro por el hecho de que Gurdana Khan, el rudo montañés del Khyber, supiera hablar tan bien la lengua del Tío Sam: había algunos tipos muy extraños en aquella época, se lo aseguro. Pero las circunstancias eran extrañas, permítanme decirlo, y yo me quedé pasmado durante algunos segundos antes de ponerme la túnica. Reaccioné y vomité, en cambio él se quedó refunfuñando como un protestante ante los tres cuerpos encapuchados y el cadáver desnudo de la pobre putita de Cachemira rodeada de agua ensangrentada. Y aunque digo pobre puta… lo cierto es que había hecho todo lo posible para dejarme más plano que un lenguado. El hombre al que yo había disparado el dardo estaba revolcándose, en los estertores de la muerte.

—Dejémosle así —dijo Gurdana Khan—. ¡Maltratar a las mujeres es algo que no puedo soportar! Vámonos.

Se dirigió hacia una escalera escondida en las sombras del otro lado del baño, empujándome con impaciencia frente a él. Subimos y me guió a lo largo de kilómetros de pasadizos intrincados, ignorando mis incoherentes preguntas, luego a través de un amplio vestíbulo, por una sala de guardia donde había unos irregulares vestidos negros y al fin llegamos a una habitación espaciosa y confortable que parecía en todos los aspectos la guarida de un solterón de nuestro país, con grabados y trofeos en las paredes, estanterías con libros y butacas de fina piel. Yo estaba temblando de frío, por la conmoción y la sorpresa; él me hizo sentar, puso un chal por encima de mis piernas y sirvió dos tragos: whisky de malta, no se lo pierdan. Dejó a un lado su cuchillo Khyber y se quitó su
puggaree
. Era un
pathan
, a pesar de todo, con aquel cráneo rapado, la cara de halcón y la barba grisácea, aunque gruñó «
Slainte
»
[74]
mientras levantaba su vaso, colocando primero en su cuello aquel extraño collar de acero que había visto la tarde anterior… Dios mío, ¿habían pasado sólo doce horas? Acabó de beber y se me quedó mirando ceñudo como un director de colegio a un alumno descarriado.

—Ahora, dígame, señor Flashman… ¿dónde demonios estaba usted anoche? ¡Peinamos todo el palacio, incluso miramos debajo de su cama, maldita sea! Bien, ¿señor?

Todo aquello era absurdo… Todo lo que sabía era que alguien trataba de asesinarme, pero desde luego no aquel tipo tan irritable… ¡Así que me había expuesto a una muerte horrible colgado de las ventanas mientras él y su banda me buscaban para
protegerme
, maldita sea! Aparté el vaso de mis castañeteantes dientes.

—Yo… estaba fuera. Pero… ¿quién demonios es usted?

—¡Alexander Campbell Gardner! —exclamó—, antiguo instructor de artillería del khalsa, actualmente comandante de la guardia del maharajá y recientemente a su servicio… ¡Considérese afortunado!

—¡Pero usted es norteamericano!

—Eso es —me miró con unos ojos como taladros—. De Wisconsin.

Debí ofrecer el aspecto de una completa estupidez, porque él palmeó aquel objeto de hierro que llevaba en el cuello de nuevo, bebió su trago de whisky y graznó:

—¿Y bien, señor? Usted dejó caer esa palabra, como le había dicho Broadfoot que hiciera, en una emergencia. ¿Cuándo, pregunta? ¡Maldita sea, al pequeño maharajá, y luego al viejo Ram Singh! Llegó hasta mí, no importa cómo; y fui directamente a ayudarle, ¡y ni rastro de usted! ¡Lo siguiente que supe es que estaba usted jugando a hacer cositas feas con la maharaní! ¿Era ésa una conducta inteligente, señor, cuando usted sabía que Jawaheer Singh estaba a punto de cortarle la garganta? —vació su vaso, golpeó con el collar de hierro en la mesa y me lanzó una mirada iracunda—. ¿Cómo demonios sabía usted que le iba detrás, de todos modos?

Esta diatriba me había dejado perplejo.

—¡Pero si yo no lo sabía! Señor Gardner, estoy confuso…

—¡Coronel Gardner! Entonces, ¿por qué, por todos los demonios del infierno, hizo usted sonar la alarma? ¡Gritando Wisconsin a todas las personas que se encontraba, demonios!

—¿Eso hice? Debió de ser sin darme cuenta…

—¿Sin darse cuenta? ¡Maldita sea, señor Flashman!

—Pero usted no lo entiende… ¡Todo esto es una locura! ¿Por qué iba a querer matarme Jawaheer? ¡Ni siquiera me conoce… sólo le he visto una vez, y estaba tan borracho como una cuba! —un espantoso pensamiento me asaltó entonces—. Entonces, no fue su gente… sino la de la maharaní. ¡Sus esclavas! Ellas me llevaron a aquel condenado baño… ¡ellas sabían lo que iba a ocurrir! Ella tuvo que darles la orden…

—¡Cómo se atreve! —Eso fue lo que dijo, con las patillas hirsutas de furia—. Sugerir que ella pudiera… ¡Después de toda la… amabilidad que le ha mostrado! ¡Estaría bueno! Le digo que esas cachemiríes habían sido sobornadas y coaccionadas por Jawaheer y sólo por Jawaheer… ¡Ésos eran sus sicarios, enviados para silenciar a las chicas una vez que hubieran acabado con usted! ¿Cree usted que no les conozco? ¡La maharaní, vamos, ésta sí que es buena! —Estaba realmente indignado, de verdad—. No estoy diciendo —continuó— que ella sea el tipo de joven que uno llevaría a su casa a conocer a su madre… ¡pero insinuar eso, señor! ¡Con todas sus debilidades, de las cuales usted ya se ha aprovechado bastante, Mai Jeendan es una dama encantadora e inteligente y la mayor esperanza de este territorio dejado de la mano de Dios desde Runjeet Singh! ¡Tiene que recordar esto, por todos los demonios, si quiere que usted y yo sigamos siendo amigos!

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