Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Peshora Singh había sido el caballo favorito en la carrera al trono, de acuerdo con Nicolson. «Bueno, esto es la política», pensé. Me pregunté si aquello significaría un cambio de gobierno, porque Peshora había sido el ídolo del khalsa, y mientras su muerte parecía ser ya una noticia conocida, la manera en que había ocurrido parecía ponerles en un estado de gran agitación. Gritaban todos a la vez, y el
sij
alto tuvo que chillar de nuevo.
—Hemos enviado el
parwana
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a palacio. ¡Todos vosotros lo habéis aprobado! ¿Qué podemos hacer sino esperar?
—¿Esperar… mientras la serpiente Jawaheer asesina a otros hombres leales? —rugió una voz—. ¡Él es el asesino de Peshora, aunque se esconda allí, en el Kwabagh!
[59]
¡Dejad que le hagamos una visita y le haremos dormir de verdad!
Esto consiguió un extraordinario aplauso, pero otros gritaron que Jawaheer era la única esperanza, e inocente de la muerte de Peshora.
—¿Quién os ha sobornado para que digáis eso? —rugió el
rissaldar
-
major
, todo fuego—. ¿Os ha comprado Jawaheer con una cadena de oro,
boroowa
?
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¡O quizá Mai Jeendan ha bailado para vosotros, esa viciosa fornicadora!
Gritos de «¡Vergüenza!», «
Shabash
!»
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y el equivalente punjabí de «¡Señor presidente!», algunos señalando que la maharaní les había prometido quince rupias al mes para que atacaran a los bastardos cerdos ingleses (el espectador del
jampan
bajó su cortina discretamente en este punto) y Jawaheer era el tipo adecuado para dirigirles. Otro sugirió que Jawaheer quería la guerra sólo para apartar la furia del khalsa de su propia cabeza, y que la maharaní era una prostituta abominable de paternidad desconocida que últimamente le había cortado la nariz a un brahmán cuando éste rechazó sus depravaciones, de modo que así estaba la cosa. Un joven imberbe, ardiendo en ira por su lealtad, ofreció comerse las tripas de cualquiera que pusiera en duda el honor de aquella santa mujer, y la reunión estaba a punto de convertirse en un tumulto cuando un viejo general ricamente vestido, con cara de halcón y aspecto dominante, subió al estrado y les habló a las claras.
—¡Silencio! ¿Sois soldados o pescaderas? Ya habéis oído a Pirthee Singh… la
parwana
ha sido enviada, convocando a Jawaheer para que venga el 6 de Assin para responder por la muerte de Peshora o demostrar su inocencia. No hay nada más que decir, sino esto… —hizo una pausa, y se hubiera podido oír caer un alfiler mientras sus fríos ojos se paseaban por ellos—. Nosotros somos el khalsa, los puros, y nuestra lealtad no está con nadie sino con nuestro maharajá, Dalip Singh, ¡que Dios proteja su inocencia! ¡Nuestras espadas y nuestras vidas sólo le pertenecen a él! —Atronadores vítores, el viejo
rissaldar-major
derramaba lágrimas en aras de su lealtad—. En cuanto a lo de atacar a los británicos… eso lo decidirán los
panchayats
otro día. ¡Pero si lo hacemos, entonces yo, el general Maka Khan —se golpeó en el pecho—, atacaré porque el khalsa así lo desea, y no por las artimañas de una
cunchunee
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medio desnuda o por el capricho de un chulo borracho!
Con este resumen de los caracteres de los regentes concluyeron los asuntos del día, y yo me sentí aliviado mientras Sardul nos conducía a través de la soldadesca que se disgregaba. Observé que todas las miradas dirigidas en mi dirección eran más curiosas que hostiles; en realidad, uno o dos incluso me saludaron, y pueden estar seguros de que les respondí de lo más educadamente. Eso me animó, porque sugería que Broadfoot tenía razón, y que fueran cuales fuesen los cambios de gobierno que pudieran ocurrir (aun los más dramáticos, por lo que parecía) el extranjero Flashy sería respetado en el interior del recinto, a pesar de la opinión que tuvieran de su país.
Nos aproximamos a Lahore por uno de sus flancos, rodeando la ciudad principal, que es un sucio revoltijo de retorcidas callejuelas y pasadizos, y nos dirigimos hacia el lado norte, donde los edificios de la fortaleza y el palacio dominaban la ciudad. Lahore es un lugar impresionante, o lo era entonces, de más de kilómetro y medio de largo, rodeado por altos muros de nueve metros que dominaban un ancho foso y macizos terraplenes, ahora desaparecidos, según creo. En aquella época le impresionaban a uno el número y la magnificencia de sus puertas, y la extensión de la fortaleza y el palacio en la altura, con la gran torre semioctogonal, la Summum Boorj, alzándose como un dedo gigante junto a los baluartes del norte.
La torre apareció por encima de nosotros mientras entrábamos por el Rushnai o Puerta Brillante, pasando junto a verdaderos enjambres de obreros cubiertos de polvo que trabajaban en el mausoleo del viejo Runjeet y en el jardín de la corte. Hacia la derecha, una ancha escalinata conducía al Badshai Musjit, la gran mezquita triple que se decía era la mayor de toda la tierra —pero los de Samarcanda decían lo mismo de su mezquita— y a la izquierda estaba la puerta interior que conducía hacia la fortaleza, un lugar extraordinario, lleno de contradicciones, porque contenía no sólo el Palacio de los Sueños sino una fundición y un arsenal situados muy cerca, la espléndida Mezquita de las Perlas, usada como tesorería, y encima de una de las puertas una figura de la Virgen María, que se dice fue colocada por Shah Jehan para contentar a los comerciantes portugueses. Pero aún había algo más extraño: acababa de despedirme de la escolta de Sardul y mi
jampan
y era conducido a pie por un oficial vestido de amarillo perteneciente a la guardia de palacio, cuando vi una figura extraordinaria paseando en un repecho por encima de la puerta, bebiendo a grandes tragos de una enorme jarra y ladrando órdenes a un grupo de guardias que hacían maniobras con los cañones ligeros en el muro. Era un auténtico mercenario
pathan
, con bigote de acero y una nariz como un hacha, ¡pero iba vestido de pies a cabeza con
pugaree
,
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traje y
pyjamys
con el tartán rojo del regimiento 79 de los ¡Highlanders!
Bueno, una vez vi a un negro de Madagascar con un kilt del Black Watch, pero esto lo superaba todo. Y lo que era aún más curioso, llevaba un grueso collar de metal en una mano, y cada vez que bebía se lo colocaba en torno a la garganta como si temiese que el licor se le fuera a escapar por la nuez.
Me volví para señalarle aquello a Jassa y, maldita sea, había desaparecido. Nadie a la vista. Yo miré por todas partes y le pregunté al oficial adónde había ido, pero él no le había visto, así que al final me encontré entrando yo solo, con todos mis miedos anteriores volviendo de nuevo a todo galope.
Se preguntarán por qué, sólo porque mi ordenanza hubiera desaparecido. Sí, pero es que lo había hecho justo en el momento de entrar en la boca del lobo, por así decirlo, y toda la misión era muy misteriosa y arriesgada, y yo soy el molde del cobarde original inventado por Dios, ya saben. Me olía algo raro allí, en aquel amasijo de patios y pasadizos, con aquellos altos muros cerniéndose por encima de mí. Ni siquiera me fijé en las suntuosas habitaciones a las que me condujeron. Estaban en un piso superior del Palacio de los Sueños, dos salas elegantes y espaciosas unidas por un amplio arco de herradura, con mosaicos y murales persas, un balcón de mármol que daba a un recoleto patio con una fuente y una cama cubierta de sedas. Unos silenciosos porteadores me ayudaron a deshacer el equipaje y dos lindas doncellas se movían por allí, trayendo agua y toallas y té (ni siquiera pensé en darles una palmada en el trasero, lo cual indica lo muy aprensivo que estaba). Un viejo
punkah
-
wallah
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que estaba instalado en el pasillo proporcionaba una fresca brisa, cuando el tipo estaba despierto, lo cual sucedía raras veces. Por alguna razón, el lujo de aquel lugar me resultó siniestro, como si estuviera destinado a despertar mis miedos. Al menos había dos puertas, una en cada habitación. Me gusta saber que hay una vía de retirada.
Me lavé y me cambié de ropa, todavía extrañado por la ausencia de Jassa, y estaba a punto de echarme para calmar mis nervios cuando mis ojos se posaron en un libro en la mesilla de noche y me incorporé de un salto. Porque era una Biblia, colocada allí por una mano desconocida… por si yo había olvidado la mía, es de suponer.
«Broadfoot —pensé yo—, eres un hombre difícil para trabajar contigo, pero por Dios bendito que conoces tu trabajo.» Aquello me recordó mi deber; me encontré murmurando: «Wisconsin», y luego tarareándolo temblorosamente con la melodía de
My bonny is over the ocean
, y con el estímulo del momento saqué mi clave cifrada —
Crochet Castle
, la edición de 1831, por si les interesa— y empecé a escribirle a Broadfoot una nota de todo lo que había oído en Maian Mir. Acababa de completarla y la había insertado cuidadosamente en la epístola segunda a los Tesalonicenses y estaba considerando tristemente un versículo que decía «Rezad sin cesar», y pensando en el bien que me habría hecho aquello, cuando la puerta se abrió de repente, sonó un chillido que helaba la sangre, un enano loco manejando un brillante sable saltó a la habitación, y yo rodé por encima de la cama con un grito de terror, agarrando la pistola que estaba en mi maletín abierto, echándome al suelo para cubrir la entrada, con el dedo en el gatillo …
De pie en la puerta había un niño pequeño, que no tendría ni siete años, con una mano en su pequeño sable de juguete, la otra sobre la boca, los ojos brillando con deleite. Se me cayó la pistola y el pequeño monstruo casi graznó de alegría, palmoteando.
—¡Mangla! ¡Mangla, ven a ver! Venga, mujer… ¡es él, el asesino afgano! ¡Tiene una pistola, Mangla! ¡Me va a disparar! ¡Oh,
shabash, shabash
!
—¡Ya te voy a dar a ti
shabash
, pequeño hijo de puta! —rugí yo, e iba a agarrarlo cuando una mujer llegó corriendo hasta la puerta, cogiéndolo entre sus brazos, y yo me paré en seco. En primer lugar, la chica era preciosa… y además, el mocoso me miraba con indignación y chillaba:
—¡No! ¡No! ¡Me puedes disparar, pero no me puedes pegar! ¡Soy un maharajá!
Me he encontrado por sorpresa con la realeza unas cuantas veces en mi vida: cara a cara con mi gemelo, Carl Güstaf, en el calabozo del Jotunberg; temblando en mis harapos ante el basilisco negro de Ranavalona; sin habla cuando Lakshmibai me miraba gravemente desde su columpio; desnudo y atado en presencia de la futura emperatriz de China… y sólo tuve ojos para los personajes reales. Pero en el caso de Dalip Singh, señor del Punjab, mi atención fue toda para su protectora. Era una pequeña maravilla aquella Mangla, una verdadera belleza de Cachemira, con una piel cremosa y unas facciones perfectas, alta y bien formada como Hebe, los ojos enormes clavados en mí mientras sujetaba contra su pecho al afortunado chiquillo. Él no sabía lo afortunado que era, sin embargo, porque le pegó en la cara y gritó:
—¡Déjame, mujer! ¿Quién te ha permitido que te metas conmigo? ¡Suéltame!
Yo le hubiera dado una buena paliza a aquel mocoso, pero después de otra mirada inquisidora que me dirigió, ella le dejó y retrocedió un paso, ajustándose el velo con un pequeño retoque coqueto en la cabeza. Aun lleno todavía de pánico, pensé: «Ajá, otra que pone los ojitos tiernos a Flash». El desagradecido niño le dio un empujón, levantó los hombros y me dirigió una reverencia, con la mano sobre el corazón, condenadamente regio con su pequeño turbante con penacho y su traje dorado.
—Soy Dalip Singh. Tú eres Flahsman
bahadur
, el famoso soldado. ¡Déjame ver tu pistola!
Yo resistí el impulso de darle una zurra y me incliné a mi vez.
—Perdonadme, maharajá. No debí haberla sacado en vuestra presencia, pero me habéis cogido desprevenido.
—¡No, no lo he hecho! —gritó él, sonriendo—. ¡Te has movido como una cobra, demasiado rápido para la vista! Oh, ha estado muy bien, y debes de ser el soldado más valiente del mundo… ¡Y ahora, tu pistola!
—¡Maharajá, os olvidáis de vos mismo! —la voz de Mangla era aguda, y nada humilde en absoluto—. No habéis dado la bienvenida adecuada al sahib inglés… Es muy descortés presentaros así ante él, en lugar de recibirle en el
durbar
.
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¿Qué pensará de nosotros? —Es decir, qué pensará de mí, a juzgar por otra mirada de aquellos finos ojos de gacela. Yo le dediqué a ella una de mis atrevidas miradas y me apresuré a hacerle la pelota a él señorialmente.
—Su majestad me honra. Pero, ¿por qué no tomáis asiento, maharajá, y la dama también?
—¿Dama? —me miró y se echó a reír—. ¡Pero si es una esclava! ¿No es así, Mangla?
—De vuestra madre, maharajá —dijo ella fríamente—. No vuestra.
—¡Entonces vete con mi madre! —gritó el cachorro, sin mirarla a los ojos—. Quiero hablar con Flashman
bahadur
.
Se notaba que ella estaba deseando darle un cachete, pero al cabo de un rato le hizo un profundo
salaam
y me recorrió de arriba abajo, una mirada valorativa, que yo le devolví, admirando su gracioso porte mientras ella salía, ondulante, y el pequeño mocoso trataba de desarmarme. Le dije firmemente que un soldado nunca entrega su arma a nadie, pero que yo la sujetaría para que él la viera, si me mostraba su espada de la misma manera. Así lo hizo, y luego miró mi pistola,
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con la boca abierta.
—Cuando sea mayor —dijo—, seré un soldado del Sirkar, y tendré un arma como ésa.
Yo le pregunté por qué el ejército británico y no el khalsa, y él movió la cabeza.
—Los del khalsa son unos perros rebeldes. Además, los británicos son los mejores soldados del mundo, lo dice Zeenan Khan.
—¿Quién es Zeenan Khan?
—Uno de mis ayudantes. Fue soldado-del-flanco-primero-escuadrón-quinto-de-Bengala-Caballería-delGeneral-Sale-Sahib-en-Afganistán. —Lo soltó de corrido, tal como Zeenan debía de habérselo enseñado. Me señaló a mí—. Él te vio en Jalalabad, y me dijo cómo mataste a los musulmanes. Tiene sólo un brazo y ninguna
pinshun
.
«Ahora procuraremos que se le pague una pensión, con sus atrasos correspondientes —pensé yo—; un ex
sowar
de la Caballería de Bengala que tiene la confianza de un rey vale unos pocos billetes al mes.» Le pregunté si podía conocer a Zeenan Khan.