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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (5 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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—¡… y Calcuta me censura por ser altanero con la maharaní y los borrachos de su corte! No debo provocarles, dice Hardinge. ¡Provocarles yo! Vaya… mientras ellos nos lanzan ataques por sorpresa, ignoran mis cartas y seducen a nuestros cipayos. La mitad de las chicas de burdel en Ludhiana son agentes
sijs
, ofreciendo a nuestros
jawans
[20]
doble paga para desertar y unirse al khalsa.

—Doble para la infantería, seis veces más para los
sowars
[21]
—dijo Sale—. Tentador, ¿verdad?
[22]
¿Partida libre o por bandas, príncipe?

—Libre, por favor. Pero ¿consiguen que deserten nuestros soldados nativos?

—Bah, unos pocos —éste era Gough, con su pueblerino acento irlandés—. Piense que si alguna vez el khalsa nos ataca, Dios sabe cuántos saltarían a lo que ellos considerarían el caballo ganador o rehusarían luchar contra sus compañeros de diabluras.

Las bolas entrechocaron y el príncipe dijo:

—Pero los británicos serán siempre el lado ganador. Bueno, toda la India sabe que su ejército es invencible.

Hubo una larga pausa, y Broadfoot añadió:

—No desde lo de Afganistán. Fuimos allí como leones y volvimos como ovejas… La India tomó nota. ¿Quién sabe lo que seguiría a una invasión
sij
? ¿Una rebelión? Es posible; ¿Una revuelta general?

—¡Oh, vamos! —exclamó el príncipe—. ¡Una invasión
sij
sería repelida inmediatamente, seguro! ¿No es así, sir Hugh?

Nuevamente chocaron de bolas, y éste respondió:

—Veámoslo así. Si los cipayos se vuelven con el rabo entre las piernas…, lo cual no creo, me dejarían con nuestros regimientos británicos solos contra cien mil de los mejores luchadores de la India… entrenados por europeos, dense cuenta, armas modernas… ¿Cuántos de los suyos habrá por cada cañón nuestro, pueden decírmelo? ¿Dos? ¡Por el amor de Dios!, ¿vale la pena? Bueno, allá va —clic—. Maldita sea, me falla la vista. Como estaba diciendo, su alteza … no tendría que cometer muchos errores, ¿verdad que no?

—Pero si existe tal peligro… ¿por qué no atacan ahora el Punjab y cortan el peligro de raíz?

Otro largo silencio. Fue Broadfoot quien intervino:

—Romperíamos el tratado si lo hiciéramos…, y la conquista no es popular en Inglaterra, desde el Sindi.
[23]
No hay duda de que esto llegará hasta el final… Y Hardinge lo sabe, por más que diga que la India británica es ya lo bastante grande. Pero los
sijs
atacarán primero, ya lo ve, y sir Hugh tiene razón… éste es un momento de peligro. Ellos están al sur del Satley y nuestros propios cipayos pueden unirse a ellos. Si nosotros golpeamos primero, con tratado o sin él, y atajamos al khalsa en el Punjab, nuestra reputación crecería entre los cipayos, ellos no moverían ni un dedo y nosotros ganaríamos sin disparar un tiro. Tendríamos que quedarnos en un territorio que Londres no quiere… pero la India estaría a salvo de la invasión musulmana para siempre. Un bonito problema, un círculo vicioso, ¿verdad?

El príncipe dijo cachazudamente:

—Sir Henry Hardinge tiene un dilema, según parece.

—Por eso espera —replicó Sale—, con la débil esperanza de que el actual gobierno de Lahore restaure la estabilidad.

—Mientras me reprueban a mí y obstaculizan a sir Hugh, para que no «provoquemos» a Lahore —dijo Broadfoot—. Observación armada… eso es precisamente lo que necesitamos.

La señora Madison dio un suave ronquido y yo coloqué mi mano sobre su boca, tapándole la nariz.

—¿Qué es eso? —dijo una voz por encima de nuestras cabezas—. ¿Han oído eso?

Hubo un silencio, mientras yo temblaba con el corazón a punto de salírseme por la boca, y Sale dijo:

—Esos malditos
geckoes
.
[24]
Su turno, sir Hugh.

Por si aquello no hubiera sido bastante, la señora Madison, ahora ya despierta, puso sus labios junto a mi oído y preguntó: «¿Cuándo se irán? Tengo mucho frío». Hice silenciosas y frenéticas muecas, y ella incrustó su lengua en mi oído, así que me perdí la siguiente intervención. Pero había oído lo bastante para estar seguro de una cosa: no importa lo pacíficas que fueran las intenciones de Hardinge, la guerra era una apuesta segura. No quiero decir que Broadfoot estuviera listo para empezarla por su cuenta, pero habría saltado ante la oportunidad si los
sijs
le hubieran dado una… y lo mismo pasaría sin duda con la mayoría de la gente de nuestro ejército. Al fin y al cabo, ése es el trabajo de un soldado. Y por lo que parecía, el khalsa estaba dispuesto a obligarnos… y cuando lo hiciera, yo estaría en medio, a las órdenes de un general que dirigía la batalla no sólo desde el frente sino desde el mismo centro del maldito ejército enemigo, dada la oportunidad. Pero el príncipe hablaba de nuevo y yo afinaba el oído, tratando de ignorar a la señora Madison que se escondía debajo de mí, buscando calor, presumiblemente.

—¿Pero y si sir Henry no tiene razón? Seguramente habrá algún noble
sij
capaz de restaurar el orden y la tranquilidad… Esa maharaní, por ejemplo… ¿Chunda? ¿Jinda?

—Jeendan —dijo Broadfoot—. Es una
hoor
: —Tuvieron que traducírselo al príncipe, que se animó de inmediato.

—¿De verdad? Uno oye historias asombrosas. Dicen que es de una belleza incomparable y… ah… de un apetito insaciable

—¿Ha oído hablar de Mesalina? —preguntó Broadfoot—. Bueno, esta dama se dice que ha agotado a seis amantes en una sola noche.

—No lo creo —susurró la señora Madison.

Tampoco el príncipe lo creyó, evidentemente, porque gritó:

—¡Oh, los rumores escandalosos siempre exageran los hechos! ¿Seis en una sola noche?, ¡vaya! ¿Cómo pueden estar seguros de eso?

—Testigos presenciales —dijo Broadfoot rotundamente, y uno podía casi oír al príncipe parpadeando mientras su imaginación se desbocaba.

Alguien más se estaba sintiendo transportada: la señora Madison, posiblemente inspirada por toda esa desvergonzada cháchara, se estaba poniendo cachonda otra vez, ¡qué perra más irresponsable!, y mientras yo intentaba tranquilizarla, ella me provocaba con tanta insistencia que yo estaba seguro de que la oirían y la cara de ataúd de Havelock aparecería por debajo de la faldilla en cualquier momento. Pero ¿qué podía hacer yo, sino contener el aliento y cumplir tan silenciosamente como me fuera posible…? Es un asunto para caerse de espanto, se lo aseguro, en silencio sepulcral y temblando de miedo por temor a ser descubierto, y sin embargo es bastante placentero, al mismo tiempo. Perdí completamente el hilo de la conversación, y cuando acabamos, yo casi ahogado con la camisa metida en la boca, ellos guardaban ya los tacos y se retiraban, gracias a Dios. Y entonces oí:

—Un momento, Broadfoot —era Gough, que hablaba en voz baja—. ¿Cree que su alteza hablará?

Sólo podían estar los dos en la habitación.

—Seguro —repuso Broadfoot—. Lo contará por todas partes. No será nuevo para nadie, sin embargo. La mitad de la gente de este maldito país son espías y la otra mitad son agentes a comisión. Sé cuántos oídos tengo, y Lahore tiene dos veces más, de eso puede estar seguro.

—Es suficiente —dijo Gough—. Bueno… todo esto habrá acabado para Navidad, sin duda alguna. Y ahora… ¿qué es eso que me cuenta Sale acerca del joven Flashman?

Sólo Dios sabe cómo es posible que no oyeran la súbita convulsión debajo de la mesa, porque yo casi saqué la cabeza fuera, tal fue mi sobresalto.

—Tengo que hacerme con él, señor. He perdido a Leech, y Cust tendrá que tomar su lugar. No hay ningún otro político a la vista… Yo ya trabajé con Flashman en Afganistán. Es joven, pero se las arregló bien entre los
gilzai
, habla urdu, pashto y punjabí…

—Pare el carro —dijo Gough—. Sale le prometió que iría al estado mayor, y el chico se lo merece. Además es un soldado, no un escribiente. Si tiene que abrirse camino, lo hará como lo hizo en Jalalabad, entre los disparos calientes y el frío acero…

—¡Con todo respeto, sir Hugh! —exclamó Broadfoot, y yo podía imaginarme su encrespada barba roja—. Un político no es un escribiente. Recoger y seleccionar información…

—¡No me diga, mayor Broadfoot! Yo estaba luchando y al mismo tiempo recogiendo informaciones mientras su abuelo todavía no había abierto ni siquiera los ojos. Estamos hablando de una guerra…, ¡y una guerra necesita soldados, así que ya está bien!

Que Dios ayude a aquel pobre diablo, estaba hablando de mí.

—Pienso en lo mejor para el servicio, señor…

—Ah, ¿y yo no?, ¡maldita sea su insolencia escocesa! ¡Ah, demonios!, está haciendo que me acalore por nada. Venga, vamos a ver, George, yo soy un tipo comprensivo, abrigo esa esperanza, y esto es lo que haré. Flashman irá destinado al estado mayor… y no le dirá ni una palabra,
mallum
?
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Todo el ejército sabe que ha perdido a Leech, y que necesita otro político. Si a Flashman se le mete en la cabeza solicitar esa vacante (y habiendo sido ya político puede estar lo bastante loco como para cualquier cosa), entonces no me pondré en su camino. Pero sin obligarlo, que quede bien claro. ¿Está bien así?

—No, señor —dijo George—. ¿Qué joven oficial cambiaría el estado mayor por el servicio político?

—Muchos… holgazanes y petimetres de Hyde Park. No desprecie a su propia gente, ni al joven Flashman. Cumplirá con su deber como el que más. Bueno, George, ésta es mi última palabra. Ahora vamos a ofrecer nuestros respetos a lady Sale…

Si hubiera tenido energía suficiente, habría dado otro revolcón a la señora Madison, de puro y simple agradecimiento.

3

—Supongo —dijo Broadfoot—que no sabe nada de la ley de herencia y los derechos de las viudas.

—Absolutamente nada, George —contesté, animosamente—. Puedo citarle a mi padre en cuestiones de allanamiento de morada e invasión de propiedad ajena… y sé que un marido no puede poner las manos en el dinero de su mujer si el padre de ella no le deja. —El padre de Elspeth, el odioso Morrison, me había enseñado eso muy bien. Estaba podrido de dinero, aquella serpiente.

—Contenga la lengua —susurró Broadfoot—. Esto servirá para su educación —y empujó un par de polvorientos volúmenes que estaban sobre la mesa. Encima estaba un panfleto:
Acta de herencias
, 1833. Ésa fue mi reintroducción en el servicio político.

Ya ven, lo que había oído desde debajo de la mesa de billar de Sale eran los acordes de la salvación, y les diré por qué. Como norma, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo ante un trabajo político: deambular por ahí furtivamente vestido de negro, vivir a base de mijo y tripas de oveja, con más piojos que un perro callejero, empezar a silbar
Waltzing Matilda
en una mezquita muerto de miedo y acabar con la cabeza en la punta de un palo, como Burnes y MacNaghten… Ya había pasado por todo aquello, pero ahora iba a haber una guerra en toda regla, saben, y en mi ignorancia suponía que los políticos se retirarían a sus oficinas mientras los oficiales del estado mayor hacían recados ante la boca de los cañones. Afganistán había sido una de aquellas malditas excepciones donde nadie se encontraba a salvo, pero la campaña
sij
, me imaginé yo, sería algo diferente y sensato. ¡Qué idiota fui!
[26]

Así que, agradeciendo al destino que me condujera a tirarme a la señora Madison bajo el tapete verde, y tras cerciorarme de que Leech y Cust habían obtenido cómodos empleos, sin pérdida de tiempo corrí hacia Broadfoot, de forma aparentemente casual.

Grandes demostraciones de simpatía por ambas partes, aunque yo me quedé muy asombrado al ver cómo había cambiado él: el entusiasta gigante escocés de barba roja y gruesas gafas casi se había derrumbado. Me comunicó que tenía el hígado hecho cisco, razón por la cual había trasladado su oficina a Simla, donde los matasanos podían atenderle. También había sufrido una caída montando a caballo; vino con un bastón, jadeando a cada paso que daba.

Yo le compadecí y le conté mis propios problemas, maldiciendo la suerte que me había hecho aterrizar en el estado mayor de Gough («un perrito faldero, George, a eso me veo reducido, a guardar el sombrero de ese viejo chivo en las fiestas»), y volvimos a rememorar los viejos tiempos, cuando él y yo escapamos a Afridis por la carretera de Gandamack, divirtiéndonos de lo lindo. (Dios mío, las cosas que tuve que decir.) Era un pájaro de bajos vuelos, el viejo George. Me di cuenta de que él se maravillaba de aquella coincidencia, pero probablemente y después de todo acabó pensando que Gough me había lanzado alguna insinuación, porque me ofreció un puesto de ayudante inmediatamente.

Estábamos en el salón de Crags, en su bungalow en el monte Jacko, yo ojeaba sombríamente los libros de leyes y pensaba que aquél era el precio de la seguridad. Broadfoot, muy irritado, me decía que haría mejor en aprenderme bien todo su contenido, y se mostraba bastante estricto en ese sentido. Había otro cambio: era más duro que antes, y no sólo por su enfermedad. En Afganistán era un tipo rudo, contrario al gobierno, pero la autoridad le había revestido de una dignidad especial y se daba muchos aires como agente… Una vez, por ejemplo, le llamé mayor y él ni siquiera parpadeó. «Vaya —pensé yo—, no hay nadie en el mundo tan estirado como un escocés.» Para ser justo, tampoco parpadeó al llamarle «George», y fue bastante amable conmigo, entre réplicas bruscas y ladridos.

—Otro asunto —dijo—. ¿Le vio mucha gente en Umballa?

—No lo creo. ¿Qué pasa? No debo dinero…

—Cuantos menos nativos sepan que el soldado Flashman está por aquí, mejor —dijo—. ¿No ha llevado el uniforme desde que llegó? Bien. Mañana se afeitará el bigote y las patillas… hágalo usted mismo, nada de
nappy
-
wallah
[27]
y yo mismo le cortaré el pelo de una forma más civilizada… quizá con un poco de brillantina…

Había cogido una insolación, sin duda alguna.

—¡Pare el carro, George! Necesito un buen motivo para…

—¡La razón es que se lo digo yo, y eso basta! —refunfuñó él; tenía el hígado hecho migas, ya me daba cuenta. Y luego esbozó una amarga mueca—. Éste no es el tipo de
bandobast
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político al que estábamos acostumbrados; no vamos a jugar a Badú el Badmash esta vez. —Bueno, aquello ya era algo—. No, ahora será un auténtico civil de aquí en adelante, con traje de seda, cuello duro y sombrero de copa, cabalgando en un
jampan
con un
chota
-
wallah
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llevándole el portafolios. Como corresponde a un hombre de leyes, bien versado en derecho de viudedad —me estudió con ironía durante un largo rato, sin duda disfrutando de mi asombro—. Creo que haría mejor en echar un vistazo a su dosier —dijo, y se levantó, maldiciendo su pierna.

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