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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (4 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Se decía que era hijo del viejo Runjeet y de una bailarina llamada Jeendan a quien él había desposado poco antes de su muerte. Había quienes dudaban de aquella paternidad, sin embargo, ya que la famosa Jeendan era conocida por entretener a los chicos del pueblo de cuatro en cuatro, y el viejo Runjeet estaba ya bastante averiado cuando se casó con ella. Por otra parte, todos estaban de acuerdo en señalar que ella era una profesional muy competente, cuyos encantos podían excitar a un ídolo de piedra, así que el viejo Runjeet muy bien pudo haber cumplido antes de entregar su alma a Dios.

Así que ahora era la reina madre y regente junto con el borracho de su hermano, Jawaheer Singh, cuyo número favorito en las fiestas era vestirse de mujer y bailar con las bailarinas… Según todos los indicios, la corte de Lahore era una orgía continua. Jeendan se tiraba a todo hombre que se encontrara al paso, sus damas y caballeros acababan apilados unos encima de otros, no había nadie sobrio durante días y días, el tesoro se derrochaba como las olas del mar y todo el gobierno se deslizaba pendiente abajo hacia una lujosa ruina. Debo decir que todo esto podría parecer muy divertido, no así las habituales torturas, muertes y furiosas conspiraciones que aparentemente ocupaban a todo el mundo en sus momentos sobrios.

Y planeando como un genio por encima de toda aquella deliciosa corrupción estaba el khalsa, el ejército
sij
. Runjeet lo había creado, alquilando a mercenarios europeos de primera clase que lo convirtieron en una maquinaria formidable, entrenada, disciplinada, moderna, con una fuerza de 80.000 hombres: el ejército mejor equipado de la India, excluyendo la Compañía (eso esperábamos). Mientras vivió Runjeet todo fue bien, pero desde su muerte el khalsa aumentó su poder y no estuvo dispuesto a convertirse en marioneta de una sucesión de bribones, degenerados y borrachos que fueron entrando y saliendo del trono a trompicones. El khalsa desafió a sus oficiales y se gobernó a sí mismo por medio de comités de soldados llamados
panches
, uniéndose a la revuelta civil y al derramamiento de sangre cuando convenía, matando, saqueando y violando de forma disciplinada y apoyando al maharajá que les apeteciera en cada momento. Había una constante en los khalsa: odiaban a los británicos, y siempre estaban pidiendo que les dejaran enfrentarse a nosotros al sur del Satley.

Jeendan yJawaheer controlaban el ejército tal como habían hecho sus predecesores, con grandes sobornos mediante pagos y privilegios, pero al dilapidar tantos
lacs
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con sus depravaciones, incluso las fabulosas riquezas del Punjab estaban empezando a agotarse… ¿y qué pasaría luego? Durante años habíamos estado viendo cómo nuestro amortiguador del norte se disolvía en un baño de sangre y degradación, en el cual nosotros estábamos obligados por tratado a no intervenir; ahora la crisis había llegado. ¿Durante cuánto tiempo podrían Jawaheer y Jeendan mantener a los khalsa bajo control? ¿Podían impedir (o querían acaso) que se enfrentaran a nosotros con el botín de toda la India como premio? Si los khalsa nos invadían, ¿se mantendrían fieles nuestras tropas nativas? Y si no lo hacían… Nadie salvo unos pocos tipos previsores como Broadfoot se preocuparon, ni fueron capaces de predecir lo que ocurriría doce años después, en el motín.

Así es como estaban las cosas en agosto del 45,
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pero mis motivos de alarma, como de costumbre, eran enteramente egoístas. Encontrarme con Sale había frustrado mis esperanzas de ocultarme durante una temporadita: él dijo que iba a procurar que yo tuviera un lugar en el estado mayor de Gough, sonriéndome paternalmente mientras yo daba saltos con fingido entusiasmo y notaba un nudo en las tripas, porque sabía que estar a las órdenes del viejo Paddy sería un viaje sin retorno hacia la perdición si las cornetas empezaban a sonar. Gough era el comandante en jefe y un antiguo caballero irlandés que había luchado en más batallas que ningún otro hombre vivo, y siempre andaba buscando guerra. Sus tropas le adoraban (como a todos los lunáticos) y se le compadecía mucho en aquellos momentos en que se esforzaba por asegurar la frontera contra la tormenta que se avecinaba, lanzando maldiciones celtas en Calcuta contra aquel chico sensible, Hardinge, que siempre estaba advirtiéndole que no provocara a los
sijs
y revocando sus órdenes de movimientos de tropas.
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Pero yo no tenía escapatoria. Sale partía a toda prisa para volver a asumir sus deberes como intendente general en la frontera y allá iba junto a él el pobre Flashy, preguntándose cómo podía coger un sarampión o romperse una pierna. Mientras cabalgábamos hacia el norte yo me sentí mucho más seguro al ver la concentración de hombres y material a lo largo del Grand Trunk.
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Desde Meerut hacia arriba estaba atestado de regimientos británicos, infantería nativa, dragones, lanceros, compañías de caballería y cañones… «Los khalsa nunca se enfrentarán con esa muchedumbre —pensé—; estarían locos.» Lo cual era cierto, por supuesto. Pero yo entonces no conocía a los
sijs
, ni las increíbles mudanzas e intrigas que pueden hacer que un ejército se dirija al suicidio.

Gough no estaba en el cuartel general de Umballa, que alcanzamos a principios de septiembre; se había dirigido al norte, a Simla, donde vivía la mujer de Sale; allí nos fuimos directamente, para mi deleite. Había oído decir que aquél era un lugar estupendo para correrse una juerga y para darse a la buena vida en general, al menos eso suponía yo absurdamente.

A la sazón era un sitio delicioso,
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antes de que llegara la gente vulgar y los patanes de Kipling, una pequeña joya en una estación de montaña rodeada de picos nevados y pinares, con un aire que casi se podía beber y encantadores valles verdes como la frontera de Escocia… Uno de esos valles se llamaba Annandale, allí se podía hacer picnic y organizar excursiones muy agradables. Emily Eden lo había convertido en un lugar de recreo en los años treinta, y todavía había bonitas casas en las colinas y bungalows de piedra con grandes chimeneas donde uno podía bajar las cortinas y pensar que estaba de vuelta en Inglaterra. Estaban poniendo los cimientos de la iglesia por aquel entonces, en una loma junto al bazar, y planificando el campo de críquet; incluso las frutas y las flores eran como las de casa: recuerdo que aquella primera tarde tuvimos fresas y crema fresca, en casa de lady Sale.

La querida y cargante Florencia. Si por fortuna leen mi historia de Afganistán la conocerán, se trata de una vieja heroína, toda huesos, que galopó con el ejército en aquella retirada de pesadilla a través del paso de Kabul, donde una fuerza de 14.000 soldados se vio reducida casi a la nada por los francotiradores douranis y los cuchillos khyber. Ella, sin cerrar la boca durante todo el trayecto, no dejó de maldecir a la administración y amedrentar a los porteadores. Colin Mackenzie solía decir que no sabía qué era más terrorífico, si un
ghazi
saltando desde las rocas dando gritos de guerra o la nariz roja de lady Sale asomando por una tienda y preguntando por qué el agua que le habían llevado no estaba hirviendo. Ella no había cambiado nada, aparte del reúma del cual sólo obtenía alivio poniendo un pie encima de la mesa… Era muy desalentador tener su bota delante de la taza y una flaca espinilla cubierta de franela roja entre las pastas.
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—¡Flashman sigue mirándome el tobillo, Sale! —gritó—. Todos estos chicos son iguales. No ponga esos ojos de búho, joven… ¡Recuerdo muy bien cómo perseguía a la señora Parker en Kabul! ¿Pensaba que no me había dado cuenta? ¡Ja! ¡Todo el puesto militar lo sabía! Le vigilaré muy de cerca en Simla, se lo advierto. —Esto entre una arenga acerca de la incompetencia de Hardinge y una acerba reprimenda a su
khansamah
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por olvidarse el azúcar del café. Ya habrán adivinado que yo era uno de sus favoritos, y después del té me hizo revivir mis recuerdos afganos y cantarle
Bebe, cachorro, bebe
con mi potente voz de barítono mientras ella golpeaba las teclas. Mi interpretación se vio estropeada por un repentino falsete cuando recordé que la última vez que había cantado aquella alegre tonada fue en el tocador de la reina Ranavalona, con su negra majestad marcando el compás de una manera muy poco convencional.

Aquello me recordó que Simla era famosa por sus diversiones, y como los Sale daban aquella noche una cena a Gough y a algún príncipe comedor de coles que estaba de viaje por la India, pude excusarme, no sin que Florentia insinuase que debería volver a casa antes del amanecer. Bajé por la colina hasta la carretera de tierra que desde entonces se convirtió en el famoso Paseo, tomando el aire entre los paseantes, admirando la puesta de sol, los rododendros gigantes y las dos atracciones principales de Simla: cientos de juguetones monos y puñados de juguetonas mujeres. Las mujeres estaban libres y sin compromiso, mientras sus hombres se hallaban comprometidos lejos, por todo el país, y a fe mía que el botín era selecto: señoritas que no tenían nada que ver con la milicia, descaradas esposas de la infantería, yeguas de caballería y alegres viudas. Yo les dediqué tiernas miradas, y me fijé en una Juno cuarentona de ojitos alegres y gordezuelos labios, que me dirigió una nostálgica sonrisa antes de volverse hacia el hotel, donde por extraño capricho de la suerte acabé encontrándola en un rincón solitario de la terraza. Conversamos educadamente sobre el tiempo y sobre las últimas novelas francesas (ella encontraba emocionante
El judío errante
, creo recordar, en cambio yo prefería los
Mosqueteros
),
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ella tomó un exquisito sorbete y empezó a manosearme el muslo por debajo de la mesa.

Me gustan las mujeres que saben lo que quieren; la cuestión era: ¿dónde? y no podía pensar yo en un lugar más confortable que la habitación que me habían asignado en la parte posterior de la mansión de los Sale: los sirvientes indios tienen ojos en el culo, por supuesto, pero las paredes eran gruesas y con el crepúsculo acercándose bien podíamos deslizarnos por las ventanas francesas sin ser vistos. Estaba claro que el buen nombre de lady Sale había periclitado a finales de los años veinte, porque, según decía, aquello era muy divertido. Así que pudimos deslizarnos entre los arbustos del jardín de los Sale, manteniéndonos apartados de los portadores de
jampan
,
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de los huéspedes de la cena, que estaban agachados en la veranda frontal. Nos detuvimos para darnos un achuchón entre los cedros de la India antes de subir los escalones hacia la veranda lateral… y, ¡maldita sea!, había luz en mi habitación, y oí el ruido de un porteador aclarándose la garganta y arrastrando los pies dentro. Yo me detuve perplejo mientras mi encantadora compañera (una tal señora Madison, según creo) me mordisqueaba la oreja y me desabrochaba los botones. En aquel momento un oriental dobló la esquina de la casa, escupiendo a placer, y sin pensarlo yo la empujé rápidamente hasta la puerta más cercana a mí, cerrándola suavemente después.

Resultó ser la sala de billar, oscura, vacía y con olor a sacristía, y como mi pequeña conquista me había bajado ya los pantalones hasta los tobillos y estaba tratando de sondear mis interioridades, yo decidí que tendríamos que arreglárnoslas allí mismo. Los comensales estarían ocupados durante muchas horas todavía, y Gough no parecía un tipo aficionado a los billares, pero la precaución y la delicadeza impidieron nuestro galope en el suelo desnudo, y como había unas pequeñas cortinas entre las patas de la mesa…

No hay mucho espacio bajo una mesa de billar, como pueden suponer, pero después de un apretado y febril desnudamiento parcial, nos preparamos para jugar unas partidas. La señora Madison demostró ser una experta jugadora de billar, riendo maliciosamente mientras iba sacando los tacos, así que yo diría que las bolas tocaron todas las bandas debajo del cuadro y volvieron al centro antes de que yo pudiera tenerla bien atrapada por las troneras y fuera capaz de darle lo mejor de mí mismo. Cuando ella se desplomó con temblorosos gimoteos y yo recuperé el aliento, aquello me pareció bastante confortable, y nos dedicamos a susurrar y juguetear en la sofocante oscuridad, yo soñoliento y ella lanzando risitas y exclamando lo divertido que era aquello. Estaba yo empezando a considerar un nuevo encuentro cuando Sale decidió que le apetecía jugar al billar.

Pensé que aquello era el fin del mundo. La puerta se abrió, la luz brilló a través de las cortinas, los porteadores entraron para quitar la cubierta de la mesa y encender las lámparas, resonaron unos pesados pasos, voces de hombres entre risas y chirigotas, y el viejo Bob que gritaba:

—Por aquí, sir Hugh… su alteza. ¿Cómo vamos a jugar? ¿Por equipos o individualmente?

Sus piernas eran vagas sombras más allá de las cortinas mientras yo arrastraba a la señora Madison hacia el centro… ¡La muy tunanta estaba desternillándose de risa! Yo chisté en su oído, y los dos nos quedamos a medio vestir y temblando, ella con regocijo y yo con terror, mientras las charlas, las risas y el golpeteo de los tacos sonaban horriblemente encima de nuestras cabezas. ¡Vaya maldito enredo! Pero no había nada que hacer sino quedarse allí agazapados, rogando para que no se nos escapara un estornudo o nos diera un ataque de histeria.

Desde entonces he vivido experiencias similares: bajo un sofá en el que lord Cardigan estaba haciendo los honores a su segunda esposa, bajo el lecho con dosel de un presidente sudamericano (así fue como gané la orden de San Serafino en méritos a mi pureza y virtud) y en una espantosa ocasión en Rusia, en la que ser descubierto significaba una muerte segura. Pero lo más extraño es que, temblando como está uno, de pronto se encuentra escuchando como si le fuera la vida en ello. Yo estaba echado con un oído entre las tetas de la señora Madison y el otro escuchándolo todo… Vale la pena contarlo, porque eran cotilleos de la frontera de nuestros dirigentes, y esto les ayudará a entender lo que siguió.

En un momento dado supe quién estaba en la habitación: Gough, Sale y un dejo afectado de proxeneta que solamente podía pertenecer a la nobleza alemana, el gruñido de predicador del viejo Havelock el Sepulturero (¿quién hubiera pensado que él frecuentara salones con billares?) y el arrogante sonido gutural del escocés que anunció la presencia de mi viejo compinche de Afganistán, George Broadfoot, ahora ascendido a agente de la frontera noroeste
[19]
. Y estaba quejándose, como de costumbre.

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