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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (8 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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El propio ferry era una gran barcaza repleta de barqueros nativos, pero con un cañón ligero en la proa, manejado por dos cipayos.

—Es otra provocación —dijo Nicolson—. Tenemos sesenta de esas bañeras en el río, y los
sijs
sospechan que pretendemos usarlos como puente para la invasión. Nunca se sabe, un día de estos… ¡Ah, mire más allá! —Se hizo pantalla con la mano sobre los ojos, señalando con la fusta a la lejanía del crecido río; la niebla tapaba la orilla lejana, pero a través de ella pude ver una partida de hombres a caballo esperando, con las armas brillando al sol—. ¡Es su escolta, amigo mío! El
vakilha
dado palabra de que iba a acompañarle a Lahore en toda regla. Nada es demasiado bueno para un enviado con el aroma del dinero en torno a él. Bien, que tenga buena suerte. —Mientras nos alejábamos me saludó y gritó—: ¡Todo saldrá bien, ya lo verá!

No sé por qué recuerdo estas palabras y la imagen de aquel hombre con la enorme muchedumbre de negros charlando sin parar a su alrededor mientras sus ayudantes les daban bofetones y les empujaban hacia el campamento donde les alimentarían y cuidarían; era como un encargado de clase poniendo en fila a los estudiantes, riendo y jurando por turnos, con un
chico
subido a su hombro. Yo no habría tocado a esa sabandija ni por todo el oro del mundo. Aquel tipo era un asno amable y alegre que trabajaba veinte horas al día cuidando su frontera. Cuatro meses después obtuvo su recompensa: una bala. Me pregunto si alguien más se acordará de él.

La última vez que había cruzado el Satley fue cuatro años antes, cuando allí delante había un ejército británico y teníamos guarniciones todo el camino hacia Kabul. Ahora no había ningún amigo ante mí, nadie a quien recurrir excepto Jassa, el matón del Khyber, y nuestro grupo de porteadores. Ellos estaban allí sobre todo porque Broadfoot había dicho que yo debía entrar en Lahore en un
jampan
, para impresionar a los
sijs
con mi distinción. Gracias, George, pero yo me sentía muy poco importante mientras supervisaba la escolta que me esperaba (¿o mis captores?), y Jassa no hizo nada para levantarme el ánimo.


Gorracharra
—gruñó, y escupió—. Caballería irregular… esto es un insulto para usted,
huzoor
.
[43]
Tenían que haber sido hombres de palacio, caballería de la buena. ¡Quieren avergonzarnos esos cerdos hindúes!

Le dije de forma bastante abrupta que tuviera cuidado con sus modales, pero me di cuenta de lo que quería decir. Eran típicos irregulares nativos, espléndida caballería, sin duda, pero vestidos y armados de cualquier manera, con lanzas, arcos,
tulwars
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y armas de fuego antiguas, algunos con cotas de malla y cascos, otros con las piernas desnudas y todos ellos sonriendo de la forma más familiar. No era precisamente lo que se hubiera podido llamar una guardia de honor… Pero eso es lo que eran, como supe cuando su oficial, un guapo
sij
con espléndido traje de seda amarilla, se dirigió a mí por mi nombre… y por mi fama.

—Sardul Singh, a su servicio, Flashman
bahadur
[45]
> —gritó, con los blancos dientes reluciendo entre su barba—. Yo estaba junto a la puerta Turksalee cuando usted llegó desde Jalalabad, y todos los hombres vinieron a ver al Kush de los afganos —muy bien por Broadfoot y su idea de que afeitarme las patillas me ayudaría a pasar inadvertido. Era estupendo oír que me llamaban «Asesino de los afganos», aunque no era merecido—. Cuando supimos que venía con el libro y no con la espada (que esto sea un augurio de paz para nuestros pueblos) pedí mandar su escolta… y estos son voluntarios —señaló a su abigarrado escuadrón—. Hombres del Sirkar
[46]
en su época. Una escolta mejor para Lanza ensangrentada que la caballería khalsa.

Bueno, aquello estaba muy bien, así que le di las gracias, me quité mi visera ante sus sonrientes bandidos diciendo «
Salaam, bhai
»,
[47]
cosa que les complació enormemente. No perdí la ocasión de señalarle a Jassa lo equivocado que estaba, pero el muy cascarrabias se limitó a gruñir:

—El
sij
habla, la cobra escupe… ¿cuál es la diferencia? —algunas personas nunca están satisfechas.

Entre el Satley y Lahore hay ochenta kilómetros de terreno, el más tórrido, plano y miserable de la tierra, y yo supuse que lo íbamos a cubrir en una larga cabalgada de un solo día, pero Sardul dijo que debíamos pasar la noche en un
serai
[48]
a pocos kilómetros de la ciudad, porque allí había una cosa que quería enseñarme. Así lo hicimos, y después de cenar me condujo a través de un soto bajo al lugar más encantador que vi jamás en la India: allí, como una sorpresa después del calor y el polvo de la llanura, había un gran jardín, con pequeños palacetes y pabellones entre los árboles. Colgaban linternas de colores en la cálida oscuridad, unas corrientes de agua serpenteaban entre los prados de césped y los bancales de flores, el aire estaba embalsamado con el olor de las flores nocturnas, una suave música sonaba desde algún lugar escondido y por todas partes paseaban las parejas cogidas de las manos o enfrascadas en amorosa conversación bajo las ramas. El Palacio de Verano, que vi unos años más tarde en China era también muy hermoso, pero hay algo mágico en un jardín hindú que no se puede describir. Podríamos llamarlo paz perfecta, con aquella suave brisa haciendo susurrar las hojas y las luces parpadeando en la penumbra. Era un lugar donde Scheherazade podía haber contado sus interminables historias; incluso su nombre era como una caricia: Shalamar.
[49]

Pero no era aquello lo que Sardul quería enseñarme. Era algo muy diferente, y lo vimos a la mañana siguiente. Dejamos el
serai
al amanecer, pero en lugar de cabalgar hacia Lahore, que se veía a lo lejos, nos apartamos unos tres kilómetros de nuestro camino hacia la gran llanura de Maian Mir, donde Sardul me aseguró misteriosamente que me enseñaría la verdadera maravilla del Punjab. Conociendo la mente oriental, imaginé que era algo que despertaría el terror del visitante extranjero, y en efecto, así fue. Lo oímos mucho antes de verlo. Al principio una sorda descarga de artillería, luego el retumbar de confusos ruidos que se mezclaron con el barrito de los elefantes, el toque de trompetas y tambores y la música marcial y atronadora de miles de cascos haciendo temblar el suelo bajo nuestros pies. Sabía de qué se trataba antes de que saliéramos de entre los árboles y nos detuviéramos en un
bund
[50]
para contemplar aquel soberbio panorama. Era el orgullo del Punjab y el terror de la pacífica India: el famoso khalsa.

He conocido unos cuantos ejércitos paganos en mi vida. La Hueste Celestial de Taiping era más grande, la negra marea de las legiones de Cetewayo barriendo en Little Hand era seguramente más terrorífica, y ocupa un lugar especial en mis pesadillas aquel vasto bosque de tipis, de ocho kilómetros de ancho, que contemplé desde los farallones por encima de Little Big Horn… pero en el aspecto puramente militar no he visto nada fuera de Europa (y muy pocas cosas en ella) que igualara a esa gran formación disciplinada de hombres y bestias y metal de Maian Mir. Tan lejos como alcanzaba la vista, entre las líneas sin fin de tiendas y ondulantes estandartes, la amplia
maidan
[51]
estaba repleta de batallones de infantería desfilando, regimientos de caballería haciendo ejercicios y artillería en prácticas, y todos estaban uniformados y en perfecto orden, que era lo más sorprendente. Los ejércitos negros, marrones y amarillos en aquella época podían ser tan valerosos como cualquier otro, pero no tenían siglos de entrenamiento y movimientos tácticos metidos en la cabeza. Ni siquiera los zulúes, o los guardias hovas de Ranavalona. Y eso era lo más curioso del khalsa: era como Aldershot con turbantes. Era un verdadero ejército.
[52]

Deben tener esto presente cuando oigan a algún listillo perorando sobre nuestras guerras imperialistas, tachándolas de masacres unilaterales de pobres salvajes con garrotes abatidos por metralletas Gatling. Ah, sí, claro que hubo algunas, en Ulundi y Washita y también en Omdurman… pero muy a menudo los Snider y Martini y Brown Bess se enfrentaban diez a uno en terrenos donde las granadas y el fuego rápido no cuentan demasiado; el salvaje con su cerbatana, su arco o su
jezzail
[53]
detrás de una roca tiene una infernal ventaja: es su roca, ya saben.

De todos modos, nuestros detractores nunca mencionan ejércitos como el khalsa, armados hasta los dientes y estupendamente equipados. Así que, ¿cómo pudimos conservar la India? Ahora lo verán.

Aquella mañana en Maian Mir la confianza que yo había sentido, viendo nuestras fuerzas en el Grand Trunk se desvaneció como la niebla del Punjab. Pensaba en los insignificantes siete mil de Littler aislados en Firozpur, el resto de nuestras tropas diseminadas, esperando ser devoradas a bocados por este monstruo de cien mil cabezas.

Un puñado de vívidas imágenes se instaló en mi mente: un regimiento de lanceros
sijs
a la carga en perfecta formación, las puntas brillantes cayendo y levantándose como una sola; un batallón de infantería Jat con mostachos como cuernos de búfalo, figuras blancas con negras cartucheras moviéndose como mecanismos de relojería mientras evolucionaban a derecha e izquierda; la infantería ligera Dogra avanzando en orden de escaramuza, los turbantes azules repentinamente cerrados en una línea inmaculada, las puntas de las bayonetas clavándose en los sacos de arena al grito salvaje de «khalsaji!»; la artillería pesada arrastrada entre remolinos de polvo por grupos de elefantes mientras los artilleros preparaban las mechas, los proyectiles cargados, el ensordecedor rugido de la andanada… ¡y que me ahorquen si no saltaban todos los casquillos a una distancia de un kilómetro al unísono, por encima del suelo! Ni siquiera la visión de la artillería ligera cortando sus blancos a jirones con metralla era tan espantosa como la precisión de las baterías pesadas. Eran tan buenos como la Artillería Real… sí, y con mayor alcance.

Ellos fabricaban su propio material, desde los Brown Bess a los obuses, en la fundición de Lahore, a partir de diseños nuestros. Sólo una falta pude encontrar en sus artilleros y su infantería: el entrenamiento era perfecto, pero lento. Su caballería… bueno, estaba preparada para enfrentarse al propio Napoleón.

Sardul se preocupó de que yo viera bien todo aquello, para causar impresión a los
feringhees
.
[54]
Almorzamos con algunos de sus hombres de mayor rango, todos corteses hasta la exageración, y ni una sola palabra acerca de la probabilidad de que nuestros ejércitos estuviesen cortándose mutuamente la garganta por Navidad… Los
sijs
son muy formalistas, ya saben. No había ni un solo mercenario europeo a la vista, por cierto; habiendo construido un ejército, se habían retirado por la mejor de las razones: disgusto ante el estado del país, y reluctancia a encontrarse luchando contra John Company.

Vi otro aspecto del khalsa cuando salimos hacia Lahore después del mediodía, Flashy ahora galopando en su
jampan
, con sombrero blanco y matamoscas, muy elegante, y Jassa dando patadas a los traseros de los porteadores para animar nuestro progreso. Pasábamos a buena marcha junto a las tiendas de los cuarteles cuando vimos una multitud de soldados reunidos ante el pabellón principal, escuchando a algún
upper rojer
[55]
que hablaba en un estrado. Sardul tiró de las riendas para escuchar, y cuando le pregunté a Jassa qué podía significar aquello, él gruñó y escupió.

—¡Los
panchayats
! ¡Si el viejo Runjeet hubiera visto esto, se habría cortado la barba!

Así que aquellos eran los famosos comités militares del khalsa, de los cuales tanto había oído hablar. Ya saben, mientras su disciplina castrense era perfecta, la política khalsa la decidían los
panches
, donde Jack Jawan era tan bueno como su jefe, y todos votaban democráticamente. Esa no es manera de dirigir un ejército, yo estuve de acuerdo con Jassa. No me extrañaba que no hubieran cruzado el Satley todavía. La mezcla era asombrosa: cipayos de piernas desnudas, oficiales vestidos de seda roja,
akalis
[56]
de mirada orgullosa con azules turbantes picudos y doradas redecillas para la barba, un elegante y viejo
rissaldar
-
major
[57]
con blancas patillas de un pie de anchas,
sowar
irregulares con cascos de cola de langosta, mosqueteros Dogra de verde,
pathan
con largos fusiles… parecían reunirse todos los rangos, castas y razas apiñados en torno al que hablaba, un espléndido
sij
de casi dos metros de alto con un vestido plateado, gritando para hacerse oír.

—¡Todo lo que hemos oído de Attock es verdad! El joven Peshora está muerto, y Kashmiri Singh con él, mientras dormía, después de la caza, los han matado Chuttur Singh y Futteh Khan…

—¡Dinos algo que no sepamos! —aulló un entrometido, y el tipo alto levantó los brazos para acallar los gritos que siguieron.

—¡No sabéis cómo se ha hecho todo esto, de qué manera vergonzosa y con qué negra traición! El imam Shah estaba en Attock Fort… Que os lo cuente él.

Un robusto barquero con cota de malla y una bandolera de puñales con mangos de marfil en torno a las caderas subió al estrado de un salto y todos se callaron.

—¡Se hizo vilmente! —graznó—. Peshora Singh sabía que había llegado su hora, porque le habían puesto grilletes y le habían llevado ante el chacal, Chuttur Singh. Peshora le miró a los ojos y le pidió una espada. «Déjame morir como un soldado», dijo, pero Chuttur no quiso mirarle, sino que meneó la cabeza y murmuró una excusa. De nuevo el joven halcón pidió una espada. «Vosotros sois miles, yo estoy solo… ¡No puede haber sino un final, así que hazlo bien!» Chuttur suspiró, y lanzó un gemido y se volvió, agitando las manos. «¡Hazlo bien, cobarde!», gritó Peshora, pero ellos se lo llevaron. Todo esto lo vi yo. Le llevaron a la mazmorra de Kolboorj y como a un ladrón le estrangularon con sus cadenas, y lo arrojaron al río. Esto no lo vi. Me lo contaron. Que Dios seque mi lengua si miento.

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