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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (12 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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—Bueno, sí… ¿quiere reunirse con sus altezas? —ella se acercó, mirándome con curiosidad—. ¿Está usted bien,
bahadur
? ¡Pero si está temblando! ¿Está enfermo?

—¡Ni pizca! —dije—. Sólo daba una vuelta para tomar el aire de la noche… fresquito, ¿eh? —El instinto de borracho me decía que mantuviera en secreto mi aventura del balcón, al menos hasta que encontrara a alguna autoridad de mayor rango. Ella dijo que yo necesitaba algo para entrar en calor, y un lacayo que servía a los que estaban en la galería puso un vaso en mi mano. Con el brandy y el miedo me había quedado más reseco que la axila de un camello, así que me lo bebí de golpe, y otro más… vino tinto, seco, con un curioso toque burbujeante. Aquello me sentó de maravilla; «un poco más de esto—pensé—, y pueden traer ya a los negros aquí». Tomé otro trago, y Mangla me puso una mano en el brazo, sonriendo malévolamente.

—Es su tercera copa,
bahadur
. Tenga cuidado. Esto es… muy fuerte, y la noche no ha hecho más que empezar. Descanse un momento.

No le hice caso. Con el licor apoderándose de mí yo me sentía a salvo entre las luces y la música y aquella deleitosa hurí a mano. Deslicé un brazo en torno a su cintura mientras mirábamos a los bailarines; los invitados reclinados en los palcos alrededor tocaban palmas al compás de la música y lanzaban monedas; otros bebían y comían y estaban enfrascados en juegos amorosos. Parecía una fiesta muy animada y la mayoría de las mujeres iban tan poco vestidas como Mangla. Una encantadora negra, desnuda hasta la cintura, sujetaba a un juerguista que gritaba intentando andar erguido. Hubo risas excitadas y voces chillonas, y uno o dos de los palcos cerraron las cortinas discretamente… y ni un solo
pathan
a la vista.

—Sus altezas son felices —dijo Mangla—. Uno de ellos, al menos —una voz de hombre estaba gritando furiosamente a lo lejos, pero la música y la fiesta no se interrumpieron—. No tema, será bienvenido… venga y únase al entretenimiento.

«Estupendo —pensé yo—, nos entretendremos uno al otro en uno de esos reservados con cortinas», así que la dejé que me llevara hasta una escalera de caracol que daba a un espacio abierto a un lado de la sala, donde había unos bufés repletos de exquisita comida y bebida. La airada voz de hombre nos acompañó mientras bajábamos y luego apareció a la vista junto a las mesas: un tipo alto, bien formado, guapo, al atractivo estilo indio, con barba rizada y mostachos, un gran turbante enjoyado en la cabeza y sólo unos flojos pantalones de seda en el resto de su cuerpo. Se tambaleaba muy tieso, con un vaso en una mano y la otra en torno al cuello de la negra belleza que le había estado ayudando a caminar por la habitación. Ante él estaban de pie Dinanath y Azizudeen, ceñudos y furiosos mientras él les lanzaba improperios, tartamudeando borracho.

—¡Diles que se vayan al infierno! ¿Creen que el visir es una especie de
mujbi
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que correrá cuando ellos le llamen? ¡Que vengan ante mí, sí… y humildemente! ¡Despreciables khalsa! ¡Hijos de cerdos y lechuzas! ¿Creen que son ellos quienes gobiernan aquí?

—Lo creen —dijo bruscamente Azizudeen—. Persisten en esta locura y lo probarán.

—¡Traición! —aulló el otro, y le lanzó el vaso. Falló por muy poco, y el tipo se habría caído redondo al suelo si la puta negra no lo hubiera sujetado. Él, ebrio como estaba, se agarró a ella, con restos de saliva en la barba, gritando que él era el visir, que no se atreverían…

—¿Y quién va a detenerlos? —preguntó Azizudeen—. ¿Vuestra guardia de palacio… a quien el khalsa ha prometido eliminar a cañonazos si vos escapáis? ¡Intentadlo, príncipe, y encontraréis que vuestros guardias se han convertido en vuestros carceleros!

—¡Mentiroso! —aulló el otro, y, entre gritos y maldiciones, estalló en lágrimas, balbuceando lo bien que les había pagado, medio
lac
a un simple general, y que estaban junto a él mientras los británicos se comían vivos a los khalsa—. ¡Oh, sí, los británicos nos están atacando ahora mismo! —gritó—. ¿No saben eso los muy estúpidos?

—Saben que lo habéis dicho… pero no es verdad —replicó Dinanath severamente—. Príncipe, esto es una locura. Sabéis que debéis ir a ver al khalsa mañana para responder por la muerte de Peshora… si les habláis con franqueza, todo puede ir bien… —Se acercó más, hablando en voz baja y con seriedad, mientras el tipo gesticulaba y sollozaba … Entonces él perdió todo el interés y empezó a sobar y acariciar a su putita negra. Lo primero es lo primero, parecía ser su lema, y la manoseaba con tanto ardor que cayeron al suelo en un ebrio abrazo a los pies de la escalera, mientras Dinanath y Azizudeen se quedaban sin habla. El borracho levantó la cara de entre las tetas de la mujer un momento, balbuceando a Dinanath que no se atrevía a ir ante el khalsa, que ellos le harían alguna mala jugada, y luego volvió al tema que tenía entre manos, haciendo esfuerzos por subirse encima de ella con su gran turbante todo torcido.

Mangla y yo estábamos de pie sólo a unos pasos de ellos, y yo pensaba: «Bueno, esto no se ve muy a menudo en Windsor…». Lo más extraño era que nadie en la habitación del
durbar
estaba prestando la más mínima atención; mientras el borracho sobaba a su amiguita y gimoteaba y amenazaba a los dos consejeros, la danza estaba llegando al clímax, la banda tocaba a toda marcha, y los espectadores aplaudían. Yo miré a Mangla y ella se encogió de hombros.

—El rajá Jawaheer Singh, visir —dijo ella, indicando al pájaro del turbante—. ¿Quiere ser presentado?

Ahora él estaba luchando de nuevo para ponerse en pie, pidiendo bebida, y la chica negra sujetaba la copa mientras él bebía y babeaba. Azizudeen se volvió sobre sus talones con disgusto, y Dinanath le siguió a través de uno de los palcos. Jawaheer apartó la copa, se tambaleó y se agarró a una mesa para sujetarse, pidiéndoles que volvieran, y fue entonces cuando se fijó en nosotros. Me miró con los ojos como platos, estúpidamente, y empezó a andar.

—¡Mangla! —gritó—. ¡Mangla, perra! ¿Quién es ése?

—Es el enviado inglés, Flashman sahib —dijo ella fríamente.

Él me miró, parpadeando, y una astuta mirada apareció en sus ojos y lanzó una sonora carcajada, gritando que él tenía razón… Los ingleses habían llegado, como él decía.

—¡Mira, Dinanath! ¡Mira, Azizudeen! ¡Los británicos están aquí! —Se volvió en redondo, bamboleándose, y ondulando hacia ellos en una especie de loca danza, graznando con una risa chillona—. Soy un mentiroso, ¿eh? ¡Mirad… vuestro espía está aquí! —Dinanath y Azizudeen se habían vuelto en la entrada de uno de los palcos, y mientras Jawaheer hacía una pirueta y caía, y Mangla me llevaba a los pies de la escalera, vi a Dinanath rojo de rabia y vergüenza por aquel desprestigio ante un extranjero, ya saben. La danza y la música habían terminado, la gente levantaba la cabeza para mirar, y los sirvientes corrían para ayudar a Jawaheer, pero él los apartó, tambaleándose mientras me señalaba, a punto de caer.

—¡Espía británico! ¡Basura! Vendrán vuestros bandidos de la Compañía a atracarnos, ¿eh? ¡Bandidos,
wilayati
,
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sabandijas! —Me miró y luego miró a Dinanath—. ¡Ajá, los británicos vendrán, tendrán motivos para venir! —chilló, señalándome; ellos se lo llevaron precipitadamente, todavía gritando y riendo, Mangla dio unas palmadas, empezó de nuevo la música y la gente se volvió, murmurándose cosas al oído, lo mismo que hacemos en casa cuando el tío Percy tiene uno de sus malos momentos durante la sobremesa.

Me atrevería a decir que yo tendría que haberme sentido avergonzado, pero con un par de copas de brandy y vino mezclado en mi interior, todo me importaba un pimiento. Jawaheer era tal como lo pintaban los rumores, pero yo tenía preocupaciones más graves: de nuevo tenía sed, y empezaba a sentirme tan monstruosamente excitado que si lady Sale hubiera aparecido por allí, me habría parecido encantadora, con reuma y todo. Sin duda el curioso licor que me había hecho servir Mangla era responsable de ambas situaciones. Muy bien, ella tendría que apechugar con las consecuencias… y allí estaba, la pequeña provocadora lasciva, junto al palco donde Azizudeen y Dinanath habían estado hacía un momento. Me dirigí hacia ella haciendo eses, con malicioso placer, pero cuando me acercaba se oyó una voz de mujer que procedía de detrás de las cortinas.

—¿Es éste tu inglés? Déjame echarle un vistazo.

Yo me volví sorprendido… no sólo por las palabras, sino por la farfullante arrogancia del tono. Mangla dio un paso atrás y con un pequeño gesto de presentación, dijo: «Flashman sahib,
kunwari
»,
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y ese título me dio a entender que estaba en presencia de la notable maharaní Jeendan, la Venus india, la moderna Mesalina, la reina sin corona del Punjab.

En mis memorias he hecho algunas observaciones sobre la atracción del sexo femenino, y cómo raramente se trata de una cuestión de simple belleza. Hay mujeres de bandera como Elspeth, Lola o Yehonala, a las cuales tienes que llevarte entre los arbustos sin esperar un momento; también criaturas de una belleza clásica (Angie Burdett-Coutts, por ejemplo, o la emperatriz de Austria), tan excitantes como un plato de sopa frío, pero que apelan a los sentidos estéticos más básicos; esas chicas sencillas que podrían iniciar un tumulto en un monasterio. En cada caso, sea Afrodita o la gobernanta, la magia es diferente, pero siempre hay un encanto especial o una atracción singular muy difícil de definir. En Mai Jeendan, sin embargo, esto se notaba a la legua: era simplemente la fulana de aspecto más lascivo que yo había visto en mi vida.

Todo el mundo sabe que cuando una mujer joven con las proporciones de una estatua erótica hindú se encuentra reclinada medio desnuda y casi borracha y un robusto luchador la frota con aceite, es fácil sacar conclusiones. Pero a ésta podían haberla cubierto con tela de saco y colocarla en la fila delantera del coro de la iglesia y aun así la habrían tenido que expulsar de la ciudad por promover desórdenes públicos. Habrán oído hablar de personas voluptuosas cuyos vicios están retratados en su cara… en la mía, por ejemplo, pero yo ya paso de los ochenta. Ella no había cumplido aún los treinta, y sin embargo la lujuria estaba marcada en cada línea de su rostro: la belleza, un día perfecta, era ya carnosa, las encantadoras curvas del labio y la nariz espesadas por el alcohol y el placer como la máscara pintada de un ángel depravado… ¡Dios, era muy atractiva! Parecía como esos sensuales retratos de Jezabel y Dalila que algunos artistas de temas religiosos pintan con tanto entusiasmo; Arnold podía haber sacado sermones sobre ella para toda su vida. Sus ojos eran grandes y sensuales, ligeramente saltones, con una expresión ausente, satisfecha, que podía deberse a la bebida o a las recientes atenciones del luchador —que me pareció que temblaba un poco— pero mientras me inclinaba sobre ella, se abrieron con una expresión que era o interés debido a la embriaguez o anhelante lujuria… lo cual en ella era lo mismo, en realidad.

Considerando lo bien dotada que estaba, era bastante menuda, de color café con leche y de huesos finos bajo su suave cojín de grasa… una
tung bibi
, como decían ellos, una «señora bien hecha». Como Mangla, iba vestida de bailarina, con un taparrabos de seda carmesí y un fino corpiño, pero en lugar de brazaletes sus brazos y sus piernas estaban enfundados en gasa sembrada de pequeñas gemas, y su cabello de un rojo oscuro estaba recogido en una redecilla enjoyada.

Al verla entonces, uno nunca hubiera imaginado que cuando no estaba embriagada por la bebida y los hombres Mai Jeendan fuera otra mujer completamente diferente; Broadfoot estaba equivocado al pensar que el libertinaje le había empañado la inteligencia. Ella era astuta, resuelta y cruel cuando era necesario; era también una consumada actriz y una perfecta imitadora, talentos desarrollados siendo el bufón mayor en los obscenos entretenimientos privados del viejo Runjeet.

Ahora, sin embargo, estaba demasiado lánguida por la bebida para hacer algo más que luchar para apoyarse en un codo, apartando a su masajista para verme mejor y examinarme lentamente de arriba abajo… Me recordaba cuando estuve en el mercado de esclavos en Madagascar y nadie me compró, ¡malditos! Aquella vez, por lo que se podía juzgar a través del alcohólico murmullo de la dama mientras se recostaba en sus cojines, haciendo señas con una rolliza mano hacia mí, el mercado estaba más animado.

—Tenías razón, Mangla… ¡es muy grande! —y se divirtió con una risita que denotaba su embriaguez y con un comentario poco delicado que no traduciré—. Bueno, hay que hacer que se sienta cómodo… Le quitaremos la ropa… Ven y siéntate aquí, junto a mí. Tú, vete… —esto al luchador, que hizo un
salaam
y se fue precipitadamente—. Tú también, Mangla… Deja caer las cortinas… quiero hablar con este gran inglés.

Y no de la herencia de Soochet, por la forma en que ahuecaba los cojines y me sonreía por encima del borde de su vaso. Había oído que se entusiasmaba con facilidad, pero éste era un exceso de informalidad. Yo estaba dispuesto a todo, aunque ella estuviera tan borracha como el cerdo de Taffy y se echara la mayor parte de la bebida encima de la ropa… Si algún asno les dice que no hay nada más desagradable que una belleza con unas copas de más, sólo puedo decir que siempre resulta más interesante que una institutriz sobria. Yo me preguntaba si debía ofrecerme para ayudarla a cambiarse la ropa mojada cuando Mangla apareció ante mí, pidiendo un trapo, así que me retiré, con educación, y me encontré acompañado muy amablemente por un alto y joven noble con una resplandeciente sonrisa, que me dedicó un pequeño discursito, dándome la bienvenida a la corte de Lahore y confiando en que tuviera una placentera estancia.

Su nombre era Lal Singh, y le di muy buena puntuación en cuanto a estilo. Después de todo, era el amante principal de Jeendan, y allí estaba su amante maldiciendo como Sowerberry Hagan y con su
déshabillé
empapado en presencia de un extraño a quien estaba a punto de llevar al huerto; yo no le vi alterado en absoluto mientras me felicitaba por mis hazañas afganas y me conducía a conversar con Tej Singh, el guerrero gordito que me visitó por la tarde, que apareció de repente sonriendo junto a él para decirme lo bien que me sentaba la túnica que me había regalado. Por aquel entonces yo empezaba a sentirme un poco confuso, habiendo sobrevivido a un complot para asesinarme —parecía que había pasado un siglo desde entonces—, empapado en licores fuertes y (sospechaba) afrodisíacos, conducido arriba y abajo por una esclava medio desnuda, verbalmente insultado en público por el visir del Punjab e indecentemente examinado por su hermana, la lasciva borracha. Ahora estaba discutiendo, de manera más o menos coherente, los méritos de los últimos cohetes Congreve con dos inteligentes militares, mientras a un metro de distancia la reina regente era secada por sus asistentes y protestaba en su embriaguez, y a mi espalda un grupito de tipos jóvenes con turbantes y pantalones anchos empezaban a bailar una vigorosa danza, mientras la orquesta tocaba a todo ritmo.

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