Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Así que lo que ocurrió bajo nuestras narices fue una condenada confusión, y aunque el caballo de White cayó, él fue de un lado a otro a pie como un gato salvaje, los de la Brigada Ligera cerrándose en torno a él, dando sablazos, y Gough erguido en sus estribos gritando:
—¡Lo conseguirás, Mick! ¡Es tu momento, chico! ¿Y quién —me gritaba a mí—son esos tipos, puede decírmelo?
Yo le comuniqué que eran los regulares del khalsa, no
gorracharra
, los regimientos Mouton y Foulke, seguro, y los de Gordon también, aunque no podía estar seguro.
—¡Entonces son los mejores! —exclamó él—. ¡Bueno, White les ha fastidiado bien, sí señor! ¡Ahora, tome este catalejo y hábleme de su infantería! ¡Al oeste, mire allí!
Así que mientras la confusión de la caballería se iba recomponiendo, los jinetes del khalsa se retiraban y nuestros chicos, la mitad desmontados, se daban la vuelta cojeando y volvían a formar de nuevo, yo supervisé aquella masa de regimientos de infantería con el corazón encogido, nombrándolos uno a uno: Allard, Court, Avitabile, Delust, Alvarine y el resto de divisiones. Los estandartes eran bastante fáciles de leer, y también aquellas torvas caras barbudas, malencaradas, que aparecían en mi catalejo. Podía incluso adivinar las hebillas de plata en las cananas negras, los penachos en los turbantes, y los botones de las casacas, blancos, rojos, verdes y azules, tal como los había visto en Maian Mir. ¿Cómo demonios habían llegado hasta aquí? ¿Habían perdido la paciencia los coroneles de Tej y le habían obligado a marchar al oír los cañonazos? Podía ser, y ahora que White había jugado su última carta, sólo podíamos esperar que avanzasen y nos tragasen. La victoria de Firozabad se había convertido en una trampa mortal…, y yo recordé las palabras de Gardner: «Calculan que pueden vencer a John Company». Y ahora John Company apenas podía seguir de pie con sus diezmados cuadros, sus bolsas y almacenes vacíos, los cañones silenciosos, la caballería maltrecha y, como única arma, las bayonetas.
En la llanura, súbitas llamaradas brotaban a lo largo de las baterías del khalsa como una tormenta eléctrica, seguida por el trueno de la descarga, el aullido de los disparos por encima de nuestras cabezas y un espantoso estruendo y griterío cuando éstos destrozaban nuestros cuadros. Se estaban asegurando, los muy bastardos, machacándonos a placer antes de enviar sus regimientos de infantería para destrozar lo que quedaba. De nuevo se levantaban nubes de polvo mientras la metralla y las balas silbaban a través de las trincheras. Podíamos quedarnos o correr. John Company decidió quedarse, Dios sabe por qué. En mi caso, me coloqué lo más cerca posible de Gough, detrás de él, demasiado asustado incluso para rezar… Y al final ésa resultó una posición mal elegida, como verán. Porque cuando el bombardeo alcanzó su punto álgido y los cuadros desaparecieron entre unas nubes rojas que avanzaban, y nuestro ejército se extinguía poco a poco, los hombres cayendo como bolos en una bolera y la sangre corriendo bajo nuestros cascos, sólo resonaba el heroico aullido de algún borrico: «¡Muramos, por la Reina!», y Flashy se preguntaba si se atrevería a salir corriendo bajo los ojos de su jefe, sabiendo ya que no tendría agallas para ello, e incluso me olvidaba completamente de mi herida al ver las salvas mortales pasando junto a nosotros… De repente Gough espoleó a su caballo, mirando a derecha e izquierda a su ejército a la deriva. El viejo estaba sollozando, ¡se lo juro! Entonces se quitó el sombrero y le oí murmurar:
—¡Yo nunca he sido vencido, y nunca lo seré! ¡Al oeste, Flashman, sígame!
Y espoleó a su caballo y corrió hacia la llanura.
«Tírate sobre tu espada ensangrentada si quieres, Paddy», pensé yo, y me disponía a mantenerme quieto o, mejor, buscar una posición a cubierto… pero Charley salió disparado como un rayo, mi caballo le siguió como un idiota y yo me agarré a la brida con la mano herida, casi desmayado de dolor, y me encontré corriendo en su persecución. Durante un momento pensé que el viejo se había vuelto loco y que iba a atacar al khalsa por su cuenta, pero cambió de dirección hacia la derecha, dirigiéndose al flanco del cuadro y mientras galopaba se alejaba de él y de repente tiró de las riendas y se levantó en los estribos con los brazos abiertos, y yo pensé: «Dios mío, esto es el fin».
Toda la India conocía la guerrera blanca de Gough, la famosa «guerrera de combate» que aquel viejo loco había hecho ondear orgullosamente ante sus enemigos durante cincuenta años, desde Sudáfrica y la península Ibérica a la frontera del noroeste. Ahora la usaba para atraer el fuego del ejército contra sí mismo (y los dos desgraciados jinetes que el egoísta viejo cerdo había arrastrado con él). Fue el truco más descerebrado y estúpido que se puedan imaginar… ¡pero, maldita sea, funcionó! Todavía puedo verle, sujetando los faldones de la guerrera y enseñando los dientes, con el cabello blanco flotando al viento, y la tierra explotando en torno a él, porque los cañoneros
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mordieron el anzuelo y nos bombardearon a placer. Y, por supuesto, no nos dieron… Traten de disparar sus baterías sobre tres hombres a caballo a mil metros, y verán lo que consiguen.
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Pero no se calculan las probabilidades matemáticas con un huracán de disparos silbando en torno a los oídos de uno. Yo espoleé a mi cabalgadura para que se acercara a él, y grité:
—¡Sir Hugh, tiene que retirarse! ¡El ejército no puede perderle a usted, señor! —lo cual fue una inspiración, si quieren, pero hizo detenerse a aquel idiota irlandés. Él gritó algo que no pude oír… y ocurrió el milagro. Y si no lo creen, léanlo en los libros.
De repente, el fuego se extinguió, ya través de la llanura sonaron las cornetas y los tambores, los grandes estandartes dorados se levantaron ante los rayos del sol poniente, y el khalsa empezó a moverse. Se movían en columnas, por regimientos, con una línea de infantería Jat dirigiéndolos, unas figuras de verde con las armas bajas… y de repente Charley West gritó:
—¡Mire, sir Hugh! ¡Nuestra caballería! ¡Dios mío… se están retirando!
«Demasiado tarde», pensé yo, aunque aquello me sorprendió, se lo confieso. Tenía razón: donde estábamos, quizás a doscientos metros por delante de nuestro flanco derecho, teníamos una clara visión de la espantosa ruina en que se había convertido nuestro ejército: docenas de cuadros destrozados de figuras rojas, con grandes huecos en sus filas, los estandartes del regimiento agitándose en el viento del atardecer, montones de cuerpos extendidos en los taludes, la llanura ante ellos salpicada de animales y muertos y moribundos, toda la espantosa escena envuelta en polvo y humo que se elevaba de los restos carbonizados.
Y la caballería, que se alejaba, trotaba hacia el sur, por entre el frente de nuestros cuadros de la izquierda, que estaban ligeramente desplazados hacia atrás con respecto a los de la derecha. Iban en columnas por batallones, lanceros nativos y Caballería Irregular, y luego el Tercero de la Brigada Ligera, con los cañones detrás de los equipos.
—¡No… no pueden estar huyendo! —gritó West—. Sir Hugh, ¿debo cabalgar hacia ellos, señor? ¡Debe de ser un error, ciertamente!
Gough les miraba como si hubiera visto un fantasma. Creo que era algo que él no había visto en medio siglo, eso de que la caballería abandonara a su suerte a la infantería. Pero sólo miró un momento.
—¡Tras ellos, West! ¡Tráelos de vuelta! —dijo bruscamente, y el loco Charley salió con la cabeza baja y los talones apretados, levantando una polvareda, mientras Gough volvía a mirar de nuevo hacia el khalsa.
Ahora ya estaban en la llanura, espléndidamente desplegados, la infantería en el centro con los cañones ligeros a intervalos entre ellos, la caballería en las alas. Gough me hizo una señal y empezamos a trotar de nueva hacia nuestras posiciones. Por primera vez vi a Hardinge, con un pequeño grupito de oficiales, frente a los cuadros de la derecha. Miraba por un catalejo y volvía la cabeza para gritar una orden. Los que se arrodillaban se levantaron, los hombres se acercaron entre sí, presentando armas, el sol moribundo brillando en la línea de bayonetas. Gough tiró de las riendas.
—Aquí es un lugar tan bueno como cualquier otro —dijo, y se hizo pantalla con la mano en los ojos para mirar la llanura—. Dios, es una bonita vista, ¿verdad? De las que alegran el corazón de un soldado, sí señor. Bueno, es mérito de ellos… y nuestro también. —Me hizo una señal—. Gracias, hijo mío —echó atrás el faldón de su guerrera y sacó el sable, soltándose la hebilla para dejar caer la vaina al suelo.
—Creo que todo ha terminado —dijo.
Miré por encima de mi hombro. Detrás de mí la llanura estaba abierta más allá de nuestro flanco derecho, con la selva a poco más de un kilómetro de distancia. Mi caballo no estaba herido, pero sería un idiota si esperaba allí dejando que me asesinara aquel monstruo que avanzaba inexorablemente hacia nosotros. Los sones de su música pagana llegaba ante ellos, y detrás el rítmico estruendo de cuarenta mil pies. De los cuadros venían los ásperos gritos de mando; yo dirigí otra mirada a la selva distante, apretando la brida con mi mano buena.
—¡Dios mío! —exclamó Gough, y miré culpablemente en torno. Y lo que vi tampoco era posible, pero… ahí estaba.
El khalsa se había detenido en su avance. El polvo formaba un torbellino ante la línea de avance de los Jats y éstos se volvían para mirar atrás al cuerpo principal, podíamos oír voces que chillaban órdenes, y la música moría en un gemido discordante. Los grandes estandartes parecieron temblar, todo el enorme ejército se estremeció como un rebaño, el redoble de un solo tambor se repetía de regimiento en regimiento, y fue como si una persiana veneciana se hubiese enrollado frente a la gran hueste… Las filas se volvían, levantando enormes nubes de polvo, y se apartaban. El khalsa estaba en plena retirada.
No se oía ni un murmullo de nuestros cuadros. En alguna parte detrás de mí un hombre rió, y una voz pidió silencio con malos modos. Es el único ruido que recuerdo, pero la verdad es que no presté demasiada atención. Sólo podía mirar con incrédulo asombro cómo veinte mil hombres de las mejores tropas nativas del mundo daban la espalda a un enemigo exhausto y sin esperanzas… Nos regalaban la victoria.
Gough estaba sentado en su caballo como una estatua, mirándoles. Pasó como un minuto antes de que tirara un poco de las riendas, volviendo su montura. Mientras caminaba y pasaba a mi lado hacia los cuadros, me hizo una señal y dijo:
—Vaya a que le miren esa mano, ¿me oye? Y cuando haya acabado, le agradecería que me devolviera mi pañuelo.
Así fue la batalla de Firozabad tal como yo la viví, la «Waterloo india», la batalla más sangrienta jamás librada en Oriente, y ciertamente la más extraña, y aunque otros relatos pueden no concordar con el mío (o entre sí) en algunos pequeños detalles, todos están de acuerdo en lo esencial. Tomamos Firozabad, a un coste terrible, en dos días de lucha, y llegamos al fin de nuestra resistencia cuando Tej Singh apareció a la vista con una fuerza aplastante, y luego volvió grupas cuando podía habérsenos merendado.
El gran interrogante es: ¿por qué lo hizo? Ustedes ya saben por qué, pues se lo he contado. Mantuvo su palabra con nosotros, y traicionó a su ejército y a su país. Aunque hay historiadores muy respetados que no lo creen, incluso hoy en día, algunos porque alegan que las pruebas no son suficientemente firmes, otros porque no creen que se consiguiera la victoria por otra cosa que por el puro y simple valor británico. Bueno, de acuerdo, éste jugó un papel, Dios sabe que sí, pero el hecho es que no habría bastado sin la traición de Tej.
Una de las cosas que confunde a los historiadores es que el propio Tej, que podía decir la verdad una vez fuera de la India cuando quisiera, contó muchas historias diferentes a partir de entonces. Aseguró a Henry Lawrence que no continuó con el ataque porque estaba seguro de que fracasaría; habiendo visto las pérdidas que habían sufrido en la toma de Firozabad, decidió que era una acción sin esperanzas atacar cuando nosotros la estábamos defendiendo. La misma historia le contó a Sandy Abbott. Bueno, así lo veo yo: conocía sus fuerzas, y sabía que estábamos en el último suspiro, así que esa excusa no nos sirve.
Otra mentira, repetida a Alick Gardner, era que estaba reuniendo fuerzas de reserva en aquel mismo momento. Si eso fue así, y él no estaba ni siquiera allí, ¿quién dio la orden de retirada al khalsa?
La verdad, según creo yo, es lo que me contó a mí muchos años después. Se habría quedado ante Firozpur hasta que el Satley se helase, si sus coroneles no le hubiesen obligado a marchar al campo de batalla… y una vez a la vista de Firozabad él se sentía muy angustiado, porque se daba cuenta de que la victoria era suya, sin discusión posible. Tuvo que tramar alguna excusa suficientemente buena para no aplastarnos, y Chance se la proporcionó, en el último momento, cuando nuestros cañones y nuestra caballería se retiraron de forma inexplicable, dejando a nuestra infantería más sola que la una.
—¡Ahora es tu momento, Tej! —gritó el khalsa—. ¡Di una palabra y el día es nuestro!
—¡Ni hablar! —exclamó el inteligente Tej—. ¡Esos tramposos bastardos no se están retirando, están dando la vuelta para cogernos por el flanco y la retaguardia! ¡De vuelta al Satley, chicos, yo os enseñaré el camino!
Yel khalsa hizo lo que le decían.
Bueno, ahora ya saben la razón. Los tres días de Moodkee y Firozabad habían ofrecido a sus tropas y oficiales un gran respeto por nosotros. No se daban cuenta del pobre estado en que nos encontrábamos, ni de que la retirada de nuestros caballos y artillería era de hecho un desastroso error.
Parecía
como si todo aquello tuviera algún siniestro propósito, tal como Tej estaba sugiriendo, y aunque sospechaban de su coraje y su carácter (con razón), también sabían que no era un mal soldado, y podía tener razón por una vez. Así que le obedecieron, y nos salvamos cuando en realidad nos podían haber masacrado.
Se preguntarán ustedes por qué nuestra caballería y nuestros cañones salieron corriendo de improviso, dando a Tej una excusa para retirarse. Bueno, aquello fue un regalo de los dioses. Les conté ya que Lumley, el ayudante general, había perdido la cabeza durante el primer día de lucha, y seguía diciendo que debíamos retirarnos en Firozpur. Pues bien; al segundo día, se le aflojaron de golpe todos los tornillos, se obsesionó con Firozpur y en el punto álgido de la batalla ordenó retirarse a nuestra caballería y nuestra artillería… en el nombre de Hardinge, por supuesto, así que allá se fueron, con aquel lunático metiéndoles prisa. Así es como fue… Mickey White, Tej Sing y Lumley, cada uno de ellos tuvo su pequeña participación, a su manera. La guerra es un asunto extraño.
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