Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
La escena final de la comedia tuvo lugar aquella noche antes de que yo me alejara. Lal estaba ansioso por enviarme directamente a Gough, para que le dijera lo buenos chicos que eran Lal y Tej al ofrecer el khalsa para su destrucción, pero yo no iba a hacerlo. Gough podía estar en cualquier parte en el este, más allá del horizonte, y yo no tenía ninguna intención de buscarlo por todo el país, que a esas horas estaría hirviendo de
gorracharra
. «Sería mucho mejor —dije— si yo cabalgaba un par de kilómetros hacia Firozpur.» Littler procuraría que Gough tuviera las buenas noticias a su debido tiempo (y Flashy podría tomarse un bien ganado descanso). Tej estuvo de acuerdo, y dijo que yo debía ir bajo la bandera de la paz, simulando llevar la petición final de rendición del visir a Littler. Lal dudó, pero Tej se emocionó cada vez más, señalando el riesgo de que yo tratara de introducirme a escondidas por las líneas de Littler sin ser visto.
—¿Y si le dispara un centinela? —chilló, meneando sus rechonchas manos—. ¡Entonces el
Jangi lat
nunca sabría nuestra buena voluntad hacia él, o los planes que hemos hecho para la destrucción de esos cerdos del khalsa! ¡Y nuestro querido amigo —que era yo— habría muerto en vano! ¡No hay que pensar siquiera en eso! —A cada momento me gustaba más el estilo de Tej Singh.
—¿Pero no sospecharán una traición los coroneles si ven que enviamos un correo a Littler sahib? —gritó Lal. El tipo se había derrumbado por entonces, y estaba exhausto en su lecho de seda, reprochándose su propia estupidez.
—¡Ni siquiera lo sabrán! —exclamó Tej—. Piénsalo… ¡una vez nuestro querido
bahadur
haya hablado con Littler sahib, nuestro crédito con el Sirkar estará asegurado! ¡Ocurra lo que ocurra, nuestra amistad quedará absolutamente clara!
Eso era lo más importante para él: quedar bien con Simla, le ocurriese lo que le ocurriese al khalsa. Incluso propuso que yo llevase un mensaje escrito, expresando la inquebrantable devoción de Lal al Sirkar; sería mucho más convincente que unas simples palabras. Eso horrorizó a Lal hasta tal punto que casi se escondió bajo las sábanas.
—¿Un mensaje escrito? ¿Estás loco? ¿Y si se pierde? ¿Vaya firmar acaso mi propia pena de muerte? —gesticuló con pasión—. ¡Escríbelo tú, si quieres! ¡Anuncia tu propia traición, pon tu firma! ¿Por qué no? Tú eres el comandante en jefe, pedazo de cerdo seboso…
—¡Y tú eres el visir! —replicó Tej—. Éste es un asunto de alta política y yo no soy más que un simple soldado. —Se encogió de hombros complaciente—. No tienes que decir nada de temas militares; una simple expresión de amistad bastará.
Lal dijo que antes se condenaría, y siguieron gruñendo y parloteando, mientras Lal se quejaba y arrugaba la ropa de la cama. Finalmente se rindió y escribió la nota siguiente a Nicolson, el político: «Yo he traicionado al khalsa. Conoces mi amistad por los británicos. Dime qué hacer».
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Se resistió a la hora de firmar, sin embargo, y después de más quejas y porfías, Tej se volvió hacia mí.
—Eso bastará. ¡Dígale a Nicolson sahib que es del visir!
—¡De los dos, gordo bastardo! —exclamó Lal—. ¡Acláreselo bien, Flashman
bahadur
! ¡De ambos! ¡Y dígale, en el nombre de Dios, que nosotros y la
bibi sahiba
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somos sus leales amigos, y que les rogamos que destrocen a estos
badmashes
y
burchas
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del khalsa, y nos liberen de todo este mal! ¡Dígaselo!
Así que de madrugada, un jinete
gorracharra
con la pata coja y una bandera blanca en la lanza cabalgaba de las líneas del khalsa a Firozpur, dejando atrás a dos generales
sijs
, uno gordo y asustado y otro con un ataque de histeria y un cojín apretado contra la cara, ambos conscientes de que habían cumplido con su deber, sin duda alguna. En cuanto a mí, cabalgué menos de un kilómetro y me senté bajo un espino para esperar al amanecer; en primer lugar, ahora que estaba tan cerca de casa, quería un momento para pensar la manera de obtener el mayor rendimiento posible de mi inesperada llegada con tan importantes noticias, y por otro lado, con bandera blanca o no, no me arriesgaba a recibir una bala de un cipayo nervioso a media luz. Estaba mortalmente cansado debido a la falta de sueño, el miedo y la angustia física, pero era un hombre feliz, se lo aseguro…, y mucho más feliz aún tres horas más tarde, cuando fui admitido por un centinela del 62 cuya petición de santo y seña fue música para mis oídos, y me dirigí cojeando penosamente a la presencia de Peter Nicolson, que me había visto atravesar el Satley hacía tres meses.
Al principio no me reconoció, y luego se puso en pie de golpe, sujetándome mientras yo me movía artísticamente, rechinando los dientes con valentía al sentir el agónico dolor de mi tobillo (que estaba ya mucho mejor, por cierto).
—¡Flashman!, ¿qué demonios está usted haciendo aquí? Pero hombre de Dios, está usted… ¿Está herido?
—¡Ah, no importa! —jadeé yo, dejándome caer en su catre—. Un pequeño recuerdo de una mazmorra del khalsa, no es nada. Vea, Peter, no hay tiempo que perder —le tendí la nota de Lal y le expliqué el meollo del asunto en pocas frases, insistiendo en que un jinete debía ir rápidamente a avisar a Gough y hacerle saber que los filisteos se iban a desplazar y estaban preparados para ser completamente derrotados. Y no añadí «cortesía del señor Flashman», porque era una conclusión que ellos solos podían sacar fácilmente.
Era un buen político, Nicolson: lo cogió todo enseguida, ladró a su ordenanza que trajera al coronel Van Cortlandt, me estrechó la mano encantado, dijo que apenas podía creerlo, pero que era lo mejor que había oído en toda su vida: yo, disfrazado, me había infiltrado en el khalsa había estado con Lal y Tej, les había hecho dividir sus fuerzas, y ahora venía con sus planes. Dios mío, nunca había oído nada semejante, etc., etc.
Jalalabad de nuevo, pensé yo muy contento, y mientras él salía gritando que un jinete debía ir directamente a Littler, que estaba fuera de reconocimiento, yo me incorporé para echarme un vistazo en el espejo encima de su lavabo. Dios, parecía el último superviviente de Fuerte Nadie… ¡Tremendo! Me recosté de nuevo en el catre y tuvieron que reanimarme con brandy cuando volvieron él y Van Cortlandt, llenos de preguntas. Yo volví en mí valientemente, y describí en detalle lo que les había dicho a Lal y Tej que hicieran. Van Cortlandt, de quien había oído decir que fue mercenario de Runjeet Singh y era un pájaro de cuidado, se limitó a asentir torvamente, mientras Nicolson se golpeaba la frente.
—¡Vaya pareja de desalmados! ¡Vender a sus propios camaradas, los muy cerdos! ¡Dios mío, eso es increíble!
—No, no lo es —dijo Van Cortlandt—. Coincide exactamente con nuestra información de que el
durbar
quiere que el khalsa sea destruido, por lo que yo sé de Lal Singh —me miró, frunciendo el ceño—. ¿Cuándo supo usted que estaban dispuestos a venderse? ¿Se acercaron a usted en Lahore?
Aquél era el momento para ensayar mi mueca de chico cansado, lanzando un pequeño gemido mientras movía la pierna. Le podía haber contado todo el espantoso cuento de cabo a rabo, y hacer que se le pusieran los pelos de punta, pero no era la forma adecuada de hacerlo, ya se lo imaginarán. Informal y lacónicamente, así tenía que contarlo, y dejando que su imaginación hiciera el resto. Sacudí la cabeza, con aire cansado.
—No, señor, yo me acerqué a ellos… sólo hace unas horas, en su campamento de ahí. Supe dos noches antes en Lahore que estaban dispuestos a convertirse en traidores…
—¿Quién se lo dijo? —pidió Van Cortlandt.
—Quizá sería mejor que todavía no se lo dijese, señor. —No iba a dejar que Gardner se llevase el mérito, cuando yo había hecho todo el condenado trabajo—. Pensé que era mejor ir a ver a Lal, y ver cómo estaban las cosas. Pero tuve un montón de problemas para salir de Lahore. El hecho es que si el viejo Goolab Singh no hubiera aparecido en una esquina…
—¡Goolab Singh! —gritó él, incrédulo.
—Pues sí, tuvimos que abrirnos paso, ¿saben?, pero él no está ya tan ágil como antes… y yo estaba averiado, por decirlo así, y… bueno, los bulldogs del khalsa me agarraron.
—¡Había dicho usted algo acerca de una mazmorra! —gritó Nicolson.
—¿Sí? Ah, bueno… —dije, displicente, y entonces me mordí el labio, y moví el pie—. No, no, no se preocupe, Peter. Dudo que esté roto. Sólo ayúdeme un poco… ¡Ah! —apreté los dientes, me recuperé y hablé rápidamente a Van Cortlandt—. Pero, vea, señor… lo que ocurrió en Lahore no importa. Ni cómo conseguí llegar hasta Lal. Lo que importa es lo que él y Tej están haciendo
ahora
, ¿no lo comprende? Debemos avisar a sir Hugh Gough…
—¡Lo haremos, no tema! —dijo Van Cortlandt, con aspecto comprensivo y emocionado—. Flashman… —dudó, asintió y me dio una palmada en el hombro—. Descanse, muchacho. Nicolson, debemos ver a Littler tan pronto como vuelva. Mande a dos jinetes… ¡este mensaje no se puede perder! Veamos ese mapa. Si Gough se está aproximando a Maulah, y los
sijs
han alcanzado Firozabad, se encontrarán en Moodkee… ¡en unas pocas horas! Bueno, ¡toquemos madera! Mientras tanto, joven Flashman, haremos que le miren esa pierna… ¡Oh, Dios mío, se ha quedado dormido!
Hubo una pausa.
—Suele pasar, cuando alguien ha pasado un mal trago —dijo Nicolson ansiosamente—. Dios sabe lo que le habrán hecho. Quiero decir, ¿cree usted que esos cerdos le habrán torturado? Bueno, él no nos lo ha contado, pero…
—No es el tipo de hombre que cuenta esas cosas, por lo que he oído de él—dijo Van Cortlandt—. Sale me dijo que después de lo del fuerte Piper no le pudieron sacar ni una palabra… acerca de sí mismo, quiero decir. Sólo acerca de… sus hombres. Cielos… ¡si es sólo un chaval!
—Broadfoot dice que es el hombre más valiente que ha conocido nunca —dijo Nicolson con emoción mal reprimida.
—Pues ya ve, ahí lo tiene. Vamos, tenemos que encontrar a Littler.
¿Ven lo que quiero decir? Aquello se había extendido por todo el campamento al cabo de una hora, y por todo el ejército poco después. El bueno de Flashy lo había conseguido otra vez, y, en esta ocasión, me dije a mí mismo: ¿no me merecía acaso su buena opinión, aunque hubiera hecho todo el camino aterrorizado? Me sentí muy virtuoso y representé encantado el papel de herido, tratando de mantenerme en pie y haciendo que ellos tuvieran que sujetarme cuando volvieron finalmente con Littler, un tipo muy tieso que parecía como si se hubiera tragado un atizador. Iba muy pulido con sus pantalones inmaculados, el mentón levantado y las manos detrás de la espalda mirándome con curiosidad. «Más cumplidos», pensé yo, hasta que habló con un tono frío y displicente.
—Veamos si entiendo esto. Dice usted que veinte mil jinetes
sijs
están desplazándose para atacar al comandante en jefe… y que eso se debe a una sugerencia suya. Ya veo —aspiró aire lentamente por su delgada nariz, y seguramente los ojos de una cobra hubieran mostrado una expresión más amable—. Usted, un oficial político sin experiencia, tomó a su cargo la dirección del curso de la guerra. ¿No creyó conveniente, aunque sabía que esos dos traidores estaban decididos a la derrota, pedir consejo al oficial superior más cercano… como yo mismo, para que sus acciones pudieran ser dirigidas por alguien con una experiencia militar menos limitada? —Hizo una pausa, con la boca cerrada herméticamente—. ¿Y bien, señor?
No sé lo que pensé, sólo lo que dije, una vez me hube recuperado de la conmoción al oír el helado sarcasmo de aquel hijo de perra.
Era tan inesperado que sólo pude exclamar:
—¡No había tiempo, señor! Lal Singh estaba desesperado… ¡Si no le hubiera dicho nada, Dios sabe lo que habría hecho! —Nicolson estaba de pie en silencio; Van Cortlandt tenía el ceño fruncido—. ¡Yo… yo actué como creí mejor, señor! —Podía haber estallado en lágrimas.
—Sí, claro —sonaba como un tajo con un sable—. ¿Y a partir de su vasta experiencia política, usted deduce que la desesperación del visir es… genuina, y que él va a seguir sus ingeniosas instrucciones? Por supuesto, él no podía estar engañándole… y quizá tomando otras disposiciones bastante diferentes con su ejército…
—Con mis respetos, señor —intervino Van Cortlandt—, estoy bastante seguro…
—¡Gracias, coronel Van Cortlandt! Reconozco su preocupación por un compañero oficial político. Sin embargo, ahora no me interesa su convicción, sino la del señor Flashman.
—¡Dios! Sí, estoy seguro.
—No blasfeme usted en mi presencia, señor. —La acerada voz no se elevó ni un ápice. Morosamente, continuó—: Bueno, debemos confiar en que tenga usted razón. ¿No es así? Debemos resignarnos al hecho de que el destino del ejército reside en la habilidad estratégica de un subalterno autosuficiente. Distinguido a su manera, no lo dudo —me dirigió una última y dura mirada—. Desgraciadamente, esa distinción no ha sido ganada en el mando de una formación más amplia que un simple pelotón de caballería.
Yo perdí la cabeza y los nervios también. No puedo explicarlo, porque soy una persona completamente incapaz de desafiar a la autoridad… quizá fue la socarrona voz y la desdeñosa mirada, o el contraste con la simpatía de Van Cortlandt y Nicolson, o el miedo y el dolor y el agotamiento de semanas de esfuerzos, o la simple y llana injusticia, cuando por una vez había hecho las cosas lo mejor que había podido y había cumplido con mi deber (aunque no tenía mucha elección, desde luego), ¡y ése era todo el agradecimiento que obtenía! Bueno, aquello ya pasaba de la raya, y yo me incorporé en la cama, casi sollozando de rabia e indignación.
—¡Demonios! —aullé—. ¡Muy bien,
señor
! ¿Qué debería haber hecho? ¿Aún no es demasiado tarde? ¡Dígame qué es lo que
usted
hubiera hecho y volveré cabalgando hasta Lal Singh en este mismo momento! ¡Debe de estar todavía escondiéndose en la cama, estoy seguro de ello, a menos de tres malditos kilómetros de aquí! Estará muy contento de cambiar sus órdenes, si sabe que provienen de usted…
señor
.
Yo sabía, aun con aquel ataque de cólera infantil, que no existía ni la más remota posibilidad de que él me tomara la palabra, por eso me limitaba a maldecir un poco, pueden estar seguros. Nicolson me sujetaba por el brazo, rogándome que me calmara, y Van Cortlandt murmuraba sus excusas.
Littler no movió ni un músculo. Esperó hasta que Nicolson me tranquilizó.