Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
—Imaginé que usted estaba apurado y necesitaba ayuda. Alick era la única esperanza… Quizá no sienta demasiada amistad por mí, pero cuando le dije que estaba bajo el mismo techo que Maka Khan y el
akali
, saltó enseguida. Pero no vino él en persona… No es bueno para él que le vean enfrentándose al khalsa, ¿verdad? Pero le dio instrucciones al
jemadar
y compañía, y salimos al galope. Yo espié la casa, pero no había ni señales de usted. Un par de centinelas haciendo guardia en el jardín solamente. Pero entonces le oí gritar desde la parte de atrás de la casa. Eché un vistazo por allí y encontré la ventana de la que parecían salir sus gritos… Vaya, usted se hace oír bastante bien, ¿no? Después, dos de los compañeros del
jemadar
eliminaron a los centinelas e hicieron guardia mientras él y yo nos deslizábamos hacia su ventana… y aquí está. Son muy capaces los chicos de Alick, no cometen errores. Pero, ¿qué demonios le llevó a usted a meterse en la boca del lobo… y qué le estaban haciendo?
No se lo conté. Los acontecimientos de aquella noche estaban todavía espantosamente confusos en mi mente, y me habían producido una fuerte reacción. Temblaba tanto que apenas podía mantenerme en la silla, quería vomitar y me dolía espantosamente el tobillo. Una vez más, cuando todo parecía estar bien, Lahore se había convertido en una pesadilla, con enemigos por todas partes. Lo único bueno de todo aquello era que al parecer no había escasez de personas de confianza dispuestas a sacarme de los apuros. ¡Dios bendiga a América…! Ellos se habían superado a sí mismos de nuevo, con gran riesgo para sí mismos, porque si el khalsa se olía que Gardner estaba ayudando a enemigos del Estado, se iba a encontrar en un verdadero aprieto.
—¡No tema por Alick! —exclamó Jassa—. Tiene siete vidas como los gatos y más espolones que un gallo viejo. Es el hombre de Dalip, y de Jeendan, buen colega de Broadfoot y agente de Goolab Singh en Lahore, y…
¡Goolab Singh! Ése era otro que se tomaba un interés inusual en el bienestar de Flashy. Yo empezaba a sentirme como una pelota de tenis lanzada de un lado a otro en un juego de dobles, con las costuras reventadas y asomando la estopa. Bueno, al diablo con todo, ya tenía bastante. Arreé al caballo y le pregunté a Jassa adónde nos dirigíamos. Me había dado cuenta de que íbamos a través de las callejuelas junto al muro sur, y una vez o dos bordeamos la propia muralla; habíamos pasado la gran puerta de Looharee y la batería de la Media Luna y nos encontrábamos al lado del Shah Alumee, lo cual significaba que nos dirigíamos hacia el este y no estábamos más cerca del fuerte que cuando empezamos a caminar. Y no es que me importara.
—¡No voy a volver allí, se lo aseguro! ¡Broadfoot puede entretenerse con estas cosas si quiere, y que le zurzan! ¡Este maldito lugar no es seguro…!
—Eso es lo que Gardner pensaba —dijo Jassa—. Él dice que usted debería seguir hacia territorio británico. ¿Sabe que ha empezado la guerra? Sí, señor, el khalsa ha atravesado el río por media docena de sitios entre Haree-ke-puttan y Firozpur… Ochenta mil caballos, infantería y artillería en un frente de cincuenta kilómetros. Dios sabe dónde estará Gough… A medio camino de Delhi con el rabo entre las piernas, si hay que creer lo que dicen en el bazar, pero lo dudo.
«Siete mil en Firozpur», pensaba yo. Bueno, Littler estaba acabado… Wheeler también, con sus patéticos cinco mil en Ludhiana…, a menos que Gough se las hubiera arreglado para conseguir refuerzos. No había recibido ningún mensaje concreto desde hacía tres semanas, pero no me parecía posible concentrar fuerzas suficientes para resistir la abrumadora ola
sij
que estaba barriendo el Satley. Pensé en la vasta horda que había visto en Maian Mir, los batallones de infantería, los inacabables escuadrones de caballería, aquellos soberbios cañones; y Gough frustrado constantemente por ese asno de Hardinge, nuestros cipayos al borde de la deserción o del motín, nuestras guarniciones dispersas extendidas a lo largo de la frontera y por el camino de Meerut. Ahora todo había estallado ya, como una explosión, y nos iban a coger desprevenidos, como de costumbre. Bueno, Gough haría mejor en tener a Dios de su parte, porque si no…, ¡adiós, India!
Lo cual me importaba mucho menos en aquel momento que ser un fugitivo con un tobillo lastimado en el corazón del campo enemigo. Bien por las ideas idiotas de Broadfoot… Así que yo estaría seguro en Lahore durante las hostilidades, ¡claro que sí! Mucha protección podía ofrecerme Jeendan, con el khalsa sabiendo ya su traición. Sería un
tulwar
, y no un diamante, lo que decoraría su precioso ombliguito en breve.
—La puerta de Moochee —dijo Jassa, y por encima de los bajos cobertizos vi las torres delante y a nuestra derecha. Nos acercábamos a una ancha calle que conducía hacia la puerta, y la desembocadura de la calle estaba repleta de mirones, incluso a aquella hora de la noche, todos levantando la cabeza para ver; una banda de música tocaba una alegre marcha, se oía un regular golpeteo de pies, y por la avenida hacia la puerta venían tres regimientos de infantería khalsa: robustos mosqueteros vestidos de blanco con cananas negras, las armas al hombro y las bayonetas caladas. Luego venía la infantería ligera de Dogra, de verde con pantalones blancos y los mosquetes colgados; un batallón de lanceros con blancas túnicas flotantes, con sus fajas por donde asomaban las brillantes pistolas, y anchos turbantes envueltos en torno a unos cascos de acero rematados por plumas verdes. Desfilaban con un aire orgulloso que me hizo estremecer. Las antorchas en lo alto del muro se reflejaban en aquel bosque de acero que pasaba bajo los arcos, las chicas les arrojaban pétalos de flores mientras pasaban, los
chicos
corrían a su lado, chillando con deleite… Medio Lahore parecía haber abandonado la cama aquella noche para ver a las tropas salir y unirse a sus camaradas en el río.
A medida que cada regimiento se aproximaba al arco, se oía un rugido de vítores y aplausos, y yo di gracias a Dios por la oscuridad mientras veía que los soldados saludaban a un grupito de oficiales a caballo vestidos con espléndidas casacas, con la rotunda figura de Tej Singh a la cabeza. Llevaba éste un
puggaree
tan grande como él mismo, y joyas suficientes como para poner una tienda. Sacudía un enfundado
tulwar
por encima de su cabeza en respuesta a las armas que las tropas blandían al unísono, mientras recitaban: «
Khalsa-ji! Wa Guru-ji ko Futteh
! ¡A Delhi! ¡A Londres! ¡A la victoria!».
Después llegó la caballería, las unidades regulares, los lanceros de blanco, los dragones de rojo, y una caravana de camellos con equipajes. Tej dejó de saludar, la banda dejó de tocar y la gente se volvió hacia los tenderetes y las tabernas. Jassa le dijo al
jemadar
que hiciera que los jinetes nos siguieran por separado; mi jinete desmontó y Jassa empezó a conducir mi montura hacia la puerta.
—Espera —dije yo—. ¿Adónde vamos?
—Es su camino hacia casa, ¿no se lo había dicho? —dijo él, y cuando le recordé que estaba agotado, seco, hambriento y cojo de una pierna, él destacó su fea cara con una sonrisa y dijo que me atenderían enseguida, que ya vería. Le dejé que me condujera hasta el gran arco, más allá de los lanceros que estaban de guardia con sus cotas de malla y sus cascos. Mi
pugaree
, mi espada y mi pistola se habían perdido durante las actividades nocturnas, pero uno de los jinetes me prestó un manto con capucha, que yo procuraba encasquetarme bien tapándome la cara. Nadie nos dirigió una sola mirada.
Al otro lado de la puerta estaban las habituales barracas y chozas de los mendigos, pero un poco más lejos, en el
maidan
, brillaban unos pocos fuegos de campamento, y Jassa se dirigió hacia uno de ellos situado junto a un bosquecillo de álamos blancos, donde había una tienda con un par de caballos atados a la puerta. El primer jirón de amanecer iluminaba el cielo por el este, silueteando los camellos y los carros en la carretera del sur. El aire de la noche era seco y frío, y yo temblaba cuando alcanzamos el fuego. Un hombre agachado en una alfombra se levantó al acercarnos nosotros y antes de ver su cara reconocí la esbelta y alta figura de Gardner. Me saludó cortésmente y le preguntó a Jassa si habíamos tenido algún problema o nos habían seguido.
—¡Pero bueno, Alick, ya me conoces! —gritó aquel valiente, y Gardner gruñó que así era, y que ¡cuántas recetas había tenido que administrar a lo largo del camino! El mismo Gurdana Khan de siempre…, pero la simple visión de aquellos ojos orgullosos y aquella prominente nariz hacían que me sintiera a salvo por primera vez aquella noche.
—¿Qué le pasa en el pie? —exclamó, cuando bajé dificultosamente y me incliné, apoyándome, en Jassa. Se lo dije y él soltó un juramento.
—¡Tiene usted un don especial para hacer saltar chispas! Echémosle un vistazo —me apretó el pie, haciéndome gritar—. ¡Maldición! ¡Tardará días en curarse! Muy bien,
doctor
Harlan, hay agua fría en el
chatti…
¡Te veremos ejercer esa habilidad médica que fue la admiración de Pennsylvania, sin duda! Hay un poco de curry en la sartén y café al fuego.
Ató el caballo mientras yo devoraba el curry y unos
chapattis
y Jassa aprovechó para vendarme el tobillo con una venda fría. Estaba hinchado como un balón de fútbol, pero él tenía las manos suaves y me alivió bastante. Gardner volvió y se sentó con las piernas cruzadas al otro lado del fuego, bebiendo café con ayuda de su collar de hierro sin dejar de mirarme agriamente. Se había quitado su traje de tartán, sin duda para evitar llamar la atención, y llevaba una túnica negra con capucha, con su cuchillo Khyber cruzado sobre las rodillas: una visión tremendamente siniestra en conjunto sin dejar de preguntar.
—Ahora, señor Flashman —gruñó—, explíquese. ¿Qué locura le llevó a meterse entre el khalsa en estos momentos? ¿Qué estaba haciendo usted allí?
Yo sabía que tenía que confiar en él para poder volver a casa, así que se lo conté… todo, desde el falso mensaje hasta el rescate de Jassa, y él escuchó con cara impasible. La única interrupción vino de Jassa, cuando mencioné mi encuentro con Goolab Singh.
—¡No me diga! ¡La vieja gallina dorada! ¿Qué demonios estaría haciendo tan lejos de Cachemira?
—¡Metiéndose en sus condenados asuntos! Y tú tienes que hacer lo mismo, Josiah, ¿me oyes? ¡Ni una palabra sobre él! Sí… ahora que lo pienso, harías mejor en alejarte y no escuchar nuestra conversación.
—¡Eso debería decirlo el señor Flashman! —replicó Jassa.
—¡El señor Flashman está de acuerdo conmigo! —ladró Gardner, fijando en mí unos ojos fríos, así que yo asentí y Jassa se alejó malhumorado—. Se ha portado bien con usted esta noche —dijo Gardner, mirándole alejarse—, pero todavía no confío en él ni para cruzar la calle. Siga.
Acabé mi relato, y él observó con oscura satisfacción que todo había acabado de la mejor manera posible. Dije que estaba muy contento de que pensara así, y señalé que no era su culo el que había estado a punto de tostarse a fuego lento. Él se limitó a gruñir.
—Maka Khan nunca lo hubiera consentido. Trató de asustarle, pero torturar no es su estilo.
—¡Y un cuerno! ¡Pero hombre de Dios, si yo estaba ya medio asado, se lo estoy diciendo! ¡Esos cerdos no se iban a detener por nada del mundo! Pero si tostaron a mi
punkah
-
wallah
hasta matarlo…
—Eso es lo que dijeron. Y aunque lo hubieran hecho, un negro sin importancia es una cosa y un oficial blanco otra muy distinta. Pero aun así, tuvo usted suerte… gracias a Josiah. Sí, y a Goolab Singh.
Le pregunté por qué pensaba él que Goolab y la viuda se habían tomado tantas molestias conmigo, y él me miró como si me hubiera vuelto loco.
—¡Él mismo se lo dijo bastante claro! Cuanto mejor trate a los británicos, más le querrán. Él había prometido ayudarles en la guerra, pero protegerle a usted vale por mil promesas. Cuenta con usted para obtener más crédito ante Hardinge… y usted se lo dará, ¿verdad? Goolab es un viejo zorro, pero también es un hombre valiente y un gobernante fuerte, y se merece que su gente le confirme como rey de Cachemira cuando acabe esta guerra.
Me pareció que era muy optimista al pensar que nosotros estábamos en posición de confirmar a
cualquiera
en Cachemira cuando el khalsa hubiera acabado con nosotros, pero no quise gimotear frente a un yanqui, así que dije despreocupadamente:
—Entonces ¿cree usted que venceremos al khalsa fácilmente?
—Habrá muchas caras largas en el fuerte de Lahore si no lo hacen —dijo él con gesto turbio, y antes de que pudiera pedirle explicaciones de aquel extraño comentario, añadió—: Pero usted podrá ver el fuego desde la barrera por sí mismo, antes de que acabe la semana.
—No lo creo —dije yo—. Estoy de acuerdo en que no puedo quedarme en Lahore, pero tampoco estoy en condiciones de cabalgar a toda prisa hacia la frontera con esta maldita pierna. Quiero decir que aun disfrazado, nunca se sabe. Igual tenía que echar a correr, y sería mejor tener las dos patas buenas para eso, ¿verdad? —Así que lo que yo insinuaba era que me encontrara un lugar seguro y cómodo donde esconderme mientras tanto, y esperaba que él estuviera de acuerdo. Pero no lo estaba.
—¡No podemos esperar que se cure su tobillo! Esta guerra se puede ganar o perder en unos días como máximo… ¡Lo cual significa que usted debe cruzar el Satley sin demora, aunque le tengamos que llevar a cuestas! —Me miró, y tenía como siempre las patillas hirsutas—. ¡El destino de la India puede depender muy bien de ello, señor Flashman!
No era posible que hubiera cogido una insolación en el mes de diciembre, y no estaba borracho. Con mucho tacto le pregunté cómo era posible que el destino de la India dependiera de aquello, ya que yo no tenía ninguna información vital en mi poder, y mi unión a las fuerzas del ejército británico, aunque sería sin duda bienvenida a pesar de su pequeña aportación, de ningún modo sería decisiva.
—¡Qué ejército británico ni qué niño muerto! —rezongó él—. ¡Usted se va a unir al khalsa!
Si la vida me ha enseñado algo es cómo mantenerme firme en presencia de hombres fuertes y autoritarios cuyo lugar más adecuado sería una celda acolchada. He conocido a unos cuantos, y Alick Gardner es sólo una figura menor en una lista que incluye a tipos como Bismarck, Palmerston, Lincoln, Gordon, John Charity Spring, George Custer y el rajá Blanco, sin olvidar a mi queridísimo mentor, el doctor Arnold, y mi viejo (que realmente acabó sus días en un manicomio, que Dios tenga piedad de su alma). La mayoría eran hombres de genio, sin duda, pero todos compartían la alucinación de que podían hacer cualquier proposición, por lunática que fuera, al joven Flashy y convencerle de que aquello era lo mejor. No se puede discutir con tipos como ellos, por supuesto; todo lo que se puede hacer, con mucha suerte, es asentir y decir: «Sí, señor, es una idea muy interesante, claro que sí…, pero antes de contarme más cosas al respecto, ¿me permite un momento?», y salir corriendo nada más doblar la esquina. Raramente he tenido esa oportunidad, desgraciadamente, y la única solución que queda es permanecer sentado con una expresión estúpida tratando de imaginar un modo de escapar. Que es lo que yo hice mientras Gardner me explicaba su monstruosa sugerencia.