Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
En este nuevo volumen de «Los Diarios Flashman», el impenitente aventurero viaja a la India y, curiosamente, al poco tiempo estalla la guerra de los sijs. El relato de Flashman es una notable explicación de cómo estalla una guerra, y de los engaños, perfidias e intrigas que intervienen en su gestación y desarrollo. Pero también es la historia de una fabulosa joya y, al mismo tiempo, la de un extraordinario cuarteto de personajes: una reina hindú, una esclava y dos aventureros; una historia que podríamos considerar demasiado peregrina para ser ficción (aunque Kipling, al parecer, hizo uso de uno de estos personajes) si sus carreras no se pudieran constatar fácilmente a partir de fuentes contemporáneas.
Implicado en una peculiar red de espionaje en la corte del Punjab, buscando frenéticamente una fabulosa joya, o huyendo precipitadamente en el último momento, Flashman siempre conseguirá sorprendernos con nuevos aspectos de su personalidad. Pero, además, siempre encontrará tiempo para un revolcón con una cortesana hindú, alguna jovencita de buen ver o una espía de segunda fila. Vale la pena seguirle los pasos, todo un carácter.
George MacDonald Fraser
Flashman y la montaña de la luz
ePUB v1.0
evilZnake03.08.12
Título original:
Flashman and the Mountain of Light
©1977, George MacDonald Fraser
Traducción: Ana Herrero Ferrer
©1998, Edhasa
Ilustraciones: Jordi Sàbat
Diseño/retoque portada: evilZnake
Editor original: evilZnake
ePub base v2.0
Para Kath, como siempre, y salaams para Shadman Khan y Sardul Singh, dondequiera que estén.
Tan irregulares y excéntricas fueron la vida y la conducta de sir Harry Flashman, condecorado con la Cruz Victoria, que no sorprende que fuera tan errático a la hora de compilar sus memorias, ese pintoresco catálogo de desgracias, escándalos e historias militares que salió a la luz, encuadernado en hule, en una sala de ventas de los Midlands hace más de veinte años. Desde entonces acá se han ido publicando en una serie de volúmenes, de los cuales éste es el cuarto. Empezando, de forma muy peculiar, con la expulsión de Rugby en 1839 por embriaguez (y por tanto identificándose a sí mismo, para asombro de los historiadores de la literatura, con el bravucón de
Los días escolares de Tom Brown
), el viejo héroe victoriano continuó su crónica al azar, moviéndose hacia atrás y hacia delante en el tiempo según le apetecía. Ni que decir tiene que existen muchas lagunas en su historia que todavía no han sido cubiertas; ahora bien, con la publicación del presente volumen, referente a su primera juventud, la primera mitad de su vida está casi completa; sólo queda un intrigante lapso a principios de la década de 1850 y algunos meses sueltos por aquí y por allá.
Hasta el momento, no se trata de un relato edificante y, desde luego, su último capítulo está de acuerdo con su descripción de un energúmeno inmoral y sin escrúpulos cuya única cualidad (ya que términos como «virtud» y «gracia redentora» es imposible aplicárselos a quien se vanagloriaba de carecer de ellos) era un don innato para la observación aguda; fue ésta, junto a la nueva e inesperada luz que permite arrojar sobre los grandes acontecimientos y famosas figuras de su época, lo que excitó el interés de los historiadores, y llevó a comparar sus memorias con los papeles de Boswell. De todos modos, es cierto que empleó su talento de forma plena, aunque dispersa, en la campaña imperial descrita en este volumen: «La más corta, sangrienta y extraña, creo, de toda mi vida». Realmente fue muy extraña, incluso en sus orígenes, y el relato de Flashman es un notable antecedente de cómo ocurre una guerra, y los engaños, perfidias e intrigas que participan en su gestación y desarrollo. También es la historia de una joya fabulosa y, al mismo tiempo la de un extraordinario cuarteto de personajes: una reina hindú, una esclava y dos aventureros mercenarios; una historia que podríamos considerar demasiado peregrina para ser ficción (aunque Kipling, al parecer, hizo uso de uno de estos personajes) si sus carreras no se pudieran fácilmente constatar a partir de fuentes contemporáneas.
Al igual que en los anteriores paquetes de
Los Diarios
de Flashman, que me confió su anterior propietario, el señor Paget Morrison, ésta ha sido mi principal preocupación: comprobar si la narrativa de Flashman cuadra con los hechos históricos, en tanto en cuanto puedan ser comprobados. Aparte de esto, sólo he corregido algunos ocasionales lapsus de ortografía y he añadido las habituales notas a pie de página, los apéndices y el glosario.
G.M.F.
—Y ahora, mi querido sir Harry, tengo que decirle —apostilló su majestad, con una leve inclinación de cabeza que siempre hizo pensar a Palmerston que iba a embestirle en el estómago— que estoy
muy
decidida a aprender el
indostaní
.
Y esto lo decía a la edad de sesenta y siete años, fíjense. Estuve a punto de preguntarle que para qué demonios quería hacerlo, a esas alturas de la vida, pero afortunadamente mi estúpida mujer saltó primero, dando palmadas y exclamando que era una idea espléndida, ya que no había nada que mejorase tanto la mente y ampliase tanto las perspectivas como el aprendizaje de una lengua extranjera.
—¿Verdad, amor mío? —Elspeth, debo decirlo con franqueza, sólo habla inglés… bueno, escocés, si quieren, y un poco de francés, lo suficiente para arreglárselas con aduaneros y camareros impertinentes. Pero cualquier cosa que dijera la reina, por extraña que fuese, le hacía caer en transportes de entusiasmo. Yo la secundé lealmente, por supuesto, confirmando que era una idea estupenda, muy adecuada; pero debí de adoptar un aire dubitativo, porque nuestra soberana volvió a llenar mi taza de té sin miramientos, omitiendo el brandy, y dijo severamente que el doctor
Johnson
había aprendido
holandés
a la edad de
setenta
años.
—Tengo un
oído
excelente —continuó—. Bueno, además me acuerdo con toda precisión de aquellas palabras indias que usted me enseñó, a petición mía, hace tantos años. —Suspiró y bebió un sorbito de té y luego para mi desconsuelo las pronunció—:
Hamare ghali ana, achha din
. Recuerdo que lord Wellington decía que era un saludo hindú.
La verdad es que eso era lo que solían gritar las prostitutas bengalíes para atraer a sus clientes, así que no estaba demasiado equivocada. Fueron las primeras palabras que se me ocurrieron aquel día memorable de 1842 cuando el viejo duque me llevó a palacio después de mis heroicas hazañas en Afganistán; me quedé allí de pie temblando y medio atontado ante la realeza, y cuando Albert me pidió que dijera algo en hindú, me salió aquello. Afortunadamente, Wellington tuvo el sentido común de no traducirlo. La reina no era a la sazón más que una chiquilla, que sonreía tímidamente viendo cómo me colocaba la medalla que yo no merecía; ahora, en cambio, era una viejecilla obesa, marchita y gris, que zangoloteaba sobre las tazas de té en Windsor y devoraba merengues. Su sonrisa seguía intacta, sin embargo, y las patillas de los soldados de caballería, ya canosas, seguían atrayendo a la pequeña Vicky.
—Es una lengua muy
alegre
—añadió—. Estoy segura de que debe de tener muchos
chistes
, ¿verdad, sir Harry?