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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (3 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Así que ésa, después de tanto preámbulo, era la pregunta «de la mayor importancia», ¡qué estupidez! Como si un negro entre un millón pudiera reconocer la piedra, o saber siquiera que existía. Y los que podían hacerlo eran gordos rajás que aceptarían entusiasmados y aplaudirían si ella propusiera pintar el Taj Mahal de rojo, blanco y azul con su maldito diamante en la punta. Aun así, estaba demostrando una delicadeza de sentimientos de la que yo no la creía capaz; estaba en mi mano tranquilizarla… Reflexionando, no estaba muy seguro de ello. Era verdad, como ella había dicho, que el Koh-i-noor había dado mala suerte sólo a los hombres, desde Aladdin al Shahjehan, Nadir, el viejo Runjeet y aquel pobre chulo de Jawaheer… Todavía podía oír sus gritos de agonía y temblaba al recordarlo. Pero tampoco le había hecho mucho bien a Jeendan, y ella era tan mujer como la que más… «Tómalo, inglés…» Dios, precisamente en las fiestas del cincuentenario… No, no quería que aquel pedrusco le trajera mala suerte a nuestra Vicky.

No me malinterpreten: yo tampoco soy supersticioso. Pero he aprendido a desconfiar de los dioses primitivos, y admitiré que la vista de aquella infernal bagatela parpadeando entre las tazas de té me había hecho retroceder en el tiempo… cuarenta años o más… Me parecía oír el estrépito del khalsa de nuevo, hilera tras hilera de hombres barbudos saliendo por la puerta de Moochee: «
Wah Guru
-
ji
! ¡A Delhi! ¡A Londres!»…, El retumbar de los cañones y el silbido de los cohetes mientras los dragones venían dando mandobles entre el humo… El viejo Paddy Gough con su blanca «guerrera de combate», retorciéndose los mostachos: «¡Nunca he sido vencido, y nunca me vencerán!»; una delgada cara de
pathan
bajo un turbante de tartán: «¿Sabe cómo llaman a esa belleza? ¡El hombre que quiso reinar!»… Una princesa de
Las mil y una noches
mostrándose desafiante ante su ejército como una bailarina, burlándose de ellos y retándoles, medio desnuda y furibunda, con la espada en la mano…; los carbones que relucían espantosamente debajo de una parrilla…; los amantes cogidos de la mano en un jardín encantado bajo la luna del Punjab…; un gran río repleto de cuerpos de orilla a orilla…; un niño con ropajes de oro, el gran diamante cogido en alto y la sangre corriendo por sus dedos… «¡Koh-i-noor! ¡Koh-i-noor!».

La reina y Elspeth estaban enfrascadas en una interesante conversación a la que daba pie un gran libro de fotografías de coronas y diademas.

—Porque conozco mi
debilidad
por la joyería, ¿sabe?, y eso puede conducirme al error, pero su gusto, querida Rowena, ¡es tan
impecable
…! Ahora, si estuviera engastado así, entre las flores de lis…

Ya sabía que no podría intercalar ni una sola palabra durante horas, así que salí para fumar un poco. Y para recordar.

2

Había jurado no volver a acercarme nunca más a la India después del desastre afgano del 42, y podría haber cumplido perfectamente mi palabra si no hubiera sido por la dudosa conducta de Elspeth. En aquellos días de inexperta juventud, ya saben, ella siempre estaba flirteando con cualquiera que llevara pantalones… No la culpo, porque era de una belleza excepcional, y yo solía estar fuera de casa, o arando otros campos. En una ocasión se excedió en mostrar sus encantos ante la persona equivocada: me refiero a aquel loco pirata negro de Solomon que la secuestró el año que yo hice cinco a doce contra los All England, y tuve que perseguirla y emprender una caza infernal para recuperarla.
[4]
Algún día lo escribiré todo, si el recordarlo no me mata de miedo; es un relato espantoso con el rajá Brooke y los cazadores de cabezas de Borneo como protagonistas. Yo salvé mi pellejo (y el de Elspeth) haciendo de semental de la loca reina negra de Madagascar hasta la extenuación. Curioso, ¿verdad? Como resultado final fuimos rescatados por la expedición anglo-francesa que bombardeó Tamitave en el año 45, y nos dirigimos todos de nuevo a la vieja Inglaterra, pero el estúpido que gobernaba Mauricio me echó los ojos encima y exclamó:

—¡Por todos los diablos, ése es Flashy, el héroe de Afganistán! ¡Qué suerte, justo cuando necesitamos todas las manos útiles en el Punjab! Usted es el hombre que nos hacía falta; vaya allá y detenga a los
sijs
, y nosotros cuidaremos de su señora.

Eso fue lo que dijo o algo parecido.

Le dije que antes me echaría a nadar en un lago de sangre. No me había retirado con media paga para que me metieran en otra guerra. Pero aquel tipo era uno de esos tiranos que tienen a Dios de su parte y no se les puede contradecir, y citó las normas de Su Majestad y me intimidó con todo eso del deber y el honor… Yo entonces era joven, y estaba exhausto después de cumplir con Ranavalona, así que me sometí fácilmente. (Todavía me sigue pasando lo mismo a pesar de todas mis bravatas, como pueden comprender por mis memorias, que representan un buen catálogo de honores conseguidos por medio de bellaquerías, cobardía, el sálvese quien pueda y súplicas de misericordia.) Si hubiera sabido lo que me esperaba le habría dicho que no contara conmigo —esas palabras serán mi epitafio, se lo aseguro— pero no lo hice, y hubiera roto en pedazos mis laureles de Afganistán, tan duramente ganados, si hubiera eludido el deber, así que obedecí sus instrucciones de dirigirme a la India sin tardanza para presentarme ante el comandante en jefe, maldito sea. Me consolé diciéndome que alguna ventaja hallaría en quedarme por ahí fuera un poco más. No había tenido ninguna noticia de casa, ¿saben?, y era posible que el noble protector de la señora Leo Lade y aquel asqueroso apostador de Tighe todavía dispusieran de sus matones pisándome los talones… Es tremendo, en qué cantidad de aprietos se puede uno meter jugando a inofensivos jueguecitos de faldas y apuestas.
[5]

Así que le dispensé a Elspeth una agotadora despedida y ella se colgó de mi cuello en el muelle de Port Louis, humedeciéndome la camisa y lanzando miradas de soslayo a los franceses bigotudos que esperaban allí para llevarla a casa en su barco de guerra… «Vaya —pensé yo—, a este paso llamaremos Marcel al primero», y le iba a hablar muy seriamente cuando ella levantó esos gloriosos ojos azules suyos y dijo con voz entrecortada:

—Nunca había sido más feliz que en el bosque, cuando estábamos solos tú y yo. Vuelve pronto sano y salvo, cariño mío, o se me romperá el corazón.

Yo sentí un agudo dolor mientras ella me besaba, y quise mantenerla apretada contra mí para siempre, y al diablo con la India… y me quedé mirando cómo su barco se perdía de vista, mucho después de que la figura de cabellos dorados que agitaba la mano desde la borda se hubiera hecho demasiado pequeña para distinguirla. Dios sabe la que iba a organizar ella con todos esos franchutes.

Tenía esperanzas de una travesía agradable hasta Calcuta, por ejemplo, para que así cualquier desacuerdo que pudiera haber con los
sijs
se pudiera arreglar mucho antes de que yo llegase a la frontera, pero la corbeta del correo llegó al día siguiente y fui conducido a Bombay de inmediato. Y allí, por espantosa mala suerte, antes de que hubiera tenido tiempo de oler a
ghee
[6]
o hubiera pensado siquiera en buscar una mujer, me encontré de manos a boca con el viejo general Sale, al que no había visto desde Afganistán, y que era el último hombre que quería encontrar en aquellos momentos.

En caso de que no conozcan mi relato del desastre de Afganistán,
[7]
debo decirles que formé parte de aquel poco glorioso ejército que salió en el 42 un poquito más rápido de lo que había entrado… Bueno, lo que quedaba de él. Yo fui uno de los escasos supervivientes, y por un glorioso malentendido fui aclamado como héroe del día: creyeron equivocadamente que había luchado en la más sangrienta y desesperada acción desde la batalla de Hastings…, cuando en realidad estuve sollozando bajo una manta, y cuando llegué a Jalalabad, ¿quién estaba a la cabecera de mi cama, rendido de admiración, sino el comandante de la guarnición, Bob Sale, el Luchador? Él fue quien primero pregonó mi supuesto heroísmo al mundo entero, así que ya pueden imaginarse su emoción cuando aparecí yo deambulando por aquellos mundos de Dios tres años después, aparentemente sediento de otro encontronazo con los paganos.

—¡Esto es estupendo! —gritó, radiante—. Bueno, pensábamos que estaba ya perdido para nosotros… Se ha dormido en los laureles, ¿verdad? ¡Tenía que haberme dado cuenta de eso! ¡Siéntese, siéntese, mi querido muchacho!
Kya
-
hai, matey
! ¡No puede alejarse demasiado, joven cachorro! Espere a que le vea George Broadfoot… ¡Ah, sí, está metido en el ajo, aquí también, y con toda la vieja tropa de antes! Bueno, será todo como en los viejos tiempos… excepto que ya verá que Gough no es Elphy Bey,
[8]
¿verdad? —Me dio un golpe en el hombro, encantado ante la perspectiva de algún derramamiento de sangre, y añadió en un susurro que podía oírse en Benarés—: ¡Maldito sea Kabul… no habrá retirada de Lahore! A su salud, Flashman.

A mí eso me ponía malo, pero seguía manteniendo el tipo y contuve un quejido de desaliento cuando el propio Elphistone admitió que la guerra no había empezado todavía, y que quizá no lo haría si Hardinge, el nuevo gobernador general, conseguía sus propósitos. «Bueno —pensé yo—, contad conmigo para ser uno de los del club de Hardinge»; pero, por supuesto, le supliqué a Bob fingiendo gran interés, que me dijera cómo estaban las cosas. Al planear una campaña, como se pueden imaginar, debe uno saber dónde se encontrarán con toda probabilidad los puestos más seguros. Así que me lo explicó, y al contárselo yo a ustedes añadiré mucha información que averigüé más tarde, para que puedan ver exactamente cómo estaban las cosas aquel verano del 45 y entiendan todo lo que siguió.

Pero debo decir primero un par de cosas. Habrán oído decir que el Imperio Británico fue ganado «sin pensarlo bien»…, una de esas frasecitas ingeniosas, uno de esos comentarios satíricos que suenan bien pero que son una completa estupidez. Pensándolo bien, en realidad, con inteligencia y muchas otras cosas, innumerables cosas ciertamente, como codicia y piedad, decencia y villanía, política y locura, profunda planificación y azar ciego, orgullo y provecho, error y curiosidad, pasión e ignorancia, caballerosidad y oportunismo, honesta persecución de lo justo y determinación de echar a los malditos gabachos. A menudo todas estas cosas se daban juntas, y cuando se posó la polvareda, allí estábamos nosotros y quién sino nosotros iba a mantener las cosas funcionando, y alimentar al pueblo, y vigilar la puerta, y sanear los desagües… Oh, sí, y aprovecharnos también, por todos los medios.

Eso es lo que el estudio y el ser testigo de los hechos me ha enseñado, al menos, y quizá pueda probarlo describiendo lo que me ocurrió en el 45, en la más sangrienta, en la más breve guerra que nunca se libró en la India, y a la vez en la más extraña, creo yo, de toda mi vida. Verán que contiene todos los ingredientes imperiales que he enumerado más arriba —sin embargo, lean «musulmanes» por «gabachos», y si quieren, también «rusos»— y algunos otros que a duras penas creerán. Cuando haya acabado, ustedes quizá no tengan una idea más clara de los motivos por los cuales, en aquella época, el mapa del mundo quedó pintado de rosa en una quinta parte, pero al menos se darán cuenta de que es algo que no se puede resumir en una sola frase. Sin pensarlo, dicen, ¡Y una porra! Nosotros
siempre
supimos lo que estábamos haciendo; simplemente, lo que no siempre sabíamos era cómo obtener buenos resultados.

En primer lugar, deben hacer lo que me pidió Sale y mirar un mapa. En el 45, John Company tenía Bengala, Mysore y la costa este, más o menos, y era señor de las tierras altas hasta el Satley, la frontera más allá de la cual se encontraba el país de los cinco ríos de los
sijs
, el Punjab.
[9]
Pero en aquella época las cosas no estaban como ahora; todavía nos encontrábamos reforzando nuestras fronteras, y precisamente la del noroeste era el punto débil, como lo es todavía hoy. Las invasiones se llevaban a cabo siempre, desde Afganistán, por la ola mahometana, con millones de efectivos, y se extendían hasta el Mediterráneo. Y Rusia. Tratamos de contenerla en Afganistán, como ya saben, y lo único que conseguimos fue un ojo morado, y aunque desde entonces nos vengamos, no volvimos a aventurarnos por aquella vía. Así que allí se encontraba una perpetua amenaza a la India y a nosotros mismos… y todo lo que nos separaba de ella era el Punjab, y los
sijs
.

Sin duda ya conocen algo de ellos: unos tipos altos, fornidos, de cabello largo y poblada barba, orgullosos y excluyentes como los judíos e inspirando bastante antipatía, como a menudo suele ocurrir con la gente perteneciente a un clan y a la que se reconoce fácilmente. Los musulmanes los odiaban, los hindúes desconfiaban de ellos, e incluso hoy en día T. Atkins, aunque los admira como valerosos luchadores, prefiere formar una brigada con cualquier otro contingente… exceptuando su propia caballería, de la cual uno se sentiría orgulloso en cualquier parte. Eran, sin duda, el pueblo más avanzado de la India…, pero, sólo constituían una sexta parte de la población del Punjab y sin embargo gobernaban todo el territorio, así que ya lo ven.

Teníamos un tratado con esos fuertes, astutos, tramposos y civilizados salvajes, respetando su independencia al norte del Satley, nosotros en cambio gobernábamos el sur. Era un buen negocio para ambas partes: ellos seguían siendo libres y amigos de John Company, y nosotros teníamos un sólido y estable amortiguador entre nosotros y las tribus salvajes más allá del Khyber. Dejemos que los
sijs
guarden los pasos, que nosotros nos ocuparemos de nuestros asuntos en la India sin los gastos y las preocupaciones de tener que tratar con los propios afganos. Vale la pena que tengan presente todo esto cuando oigan hablar de nuestra «agresiva política radical» en la India: simplemente, no tenía sentido para nosotros tomar el Punjab…, al menos mientras permaneció fuerte y unido.

Así sucedió hasta el año 39, cuando el maharajá
sij
, el viejo Runjeet Singh, murió a causa del alcoholismo y la corrupción (decían que al final de sus días él no podía distinguir a los hombres de las mujeres, pero es que ellos son así, ya saben). Había sido un gran hombre, inspirador de un terror reverencial, que había mantenido el Punjab tan sólido como una roca, pero cuando desapareció, la lucha por el poder durante los seis años siguientes hizo que en comparación las intrigas de los Borgia parecieran una velada parroquial. Su único hijo legítimo, Kuruk, un degenerado fumador de opio, fue rápidamente envenenado por su propio hijo, que duró lo suficiente para asistir al funeral de su papá. Un edificio entero se le cayó encima, sin que nadie se sorprendiera por ello. El segundo en caer fue Shere Singh, hijo bastardo de Runjeet y tan lascivo que oí decir que tuvieron que arrancarle de una prostituta con una palanca para sentarle en el trono. Tuvo un reinado bastante largo, dos años, sobreviviendo a motines, guerras civiles y un complot de Chaund Cour, la viuda de Kuruk, antes de que se lo cargaran (a él y a todo su harén, ¡vaya derroche!). Luego le tocó el turno a Chaund Cour, que murió en su baño, bajo el impacto de una gran piedra que dejaron caer sus propias esclavas, a quienes les cortaron por eso las manos y la lengua para evitar las murmuraciones, y cuando unos cuantos más, entre amigos y parientes, fueron desapareciendo de formas igualmente repentinas y todo el Punjab estaba cercano a la anarquía, el camino quedó allanado súbitamente para el maharajá más insospechado, el niño Dalip Singh, que todavía seguía en el trono, y gozaba de buena salud en el verano del 45.

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