Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Yo estaba ansioso por conocerla. Parecía el ideal de mujer que le gusta a Flashy…, menos lo del final, el último detalle espeluznante de todo aquel espantoso asunto. Aquella noche, en mi habitación en Crags, después de haberme sumergido en las carpetas de Broadfoot, arrojado los libros de leyes a un rincón, paseado arriba y abajo estrujándome los sesos para encontrar una salida, que no encontré, me sentí tan deprimido que decidí completar aún más mi desgracia afeitándome las patillas… A eso me veía reducido. Cuando acabé y miré mis desnudas mejillas en el espejo, recordando cómo adoraba Elspeth mis adornos faciales y juraba que era lo primero que había ganado su juvenil corazón, sentí ganas de llorar. «Mi barbitas», solía murmurar ella cariñosamente, y aquello me hizo sumergirme en una sensiblera ensoñación acerca de aquel maravilloso primer revolcón en los arbustos junto al Clyde, y los igualmente gloriosos encontronazos en la selva de Madagascar. De aquello mi mente naturalmente derivó a las frenéticas galopadas con la reina Ranavalona, a la que no le importaban un pito mis patillas, al menos, siempre trataba de arrancármelas de raíz en los momentos de éxtasis.
Bueno, a algunas mujeres no les gustaban. Yo me dije, intentando consolarme, que la maharaní Jeendan, que evidentemente consideraba que todo el tiempo que no pasara montada por algún
sij
era tiempo perdido, debía de ser partidaria de las barbas… y quizá le apeteciera un cambio. Sí, ciertamente, aquello podía aligerar la carga diplomática; no hay lugar alguno como la cama para los secretos de estado… y es muy útil como refugio también en los tiempos revueltos. Si ella dejaba para el arrastre a seis hombres fuertes en una sola noche, el bazar de Lahore tendría que estar bien provisto de cerveza negra y ostras…
Simples elucubraciones, como suelo decir, pero algo parecido podía haber estado ocupando la mente del mayor Broadfoot, porque mientras yo estaba todavía admirando mi dominante perfil en el espejo, entró él, con aire incómodo. Se disculpó por irrumpir así y se sentó, pensativo, golpeando la alfombra con su bastón. Finalmente, empezó:
—Flashy, ¿cuántos años tiene? —Se lo dije: veintitrés.
Él gruñó.
—¿Y desde cuándo está casado?
Lo pensé y respondí que hacía cinco años, y él frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—Aun así, ¡cielos!, es demasiado joven para este asunto de Lahore. —La esperanza renació de pronto en mí, pero él continuó—: Lo que quiero decir es que se trata de una responsabilidad muy grave. El precio de la fama, supongo: Kabul, Mogala, el fuerte Piper. Caramba, es un buen historial, y usted sólo es un jovencito, como habría dicho mi abuela. Pero esto… —dijo con seriedad—quizás alguien mayor… un hombre de mundo… Aunque si no hay nadie más…
Sé muy bien cuándo hay que callar, se lo aseguro. Esperé hasta que vi que él iba a continuar, y entonces me adelanté, lenta y pensativamente:
—George… Sé que estoy muy verde todavía en muchos aspectos, y también es verdad que me siento mucho más a gusto con un sable que con los mensajes cifrados. Nunca me lo perdonaría si… bueno, si le fallara a usted sobre todo, amigo mío. Por mi inexperiencia, quiero decir. Así que… si quiere mandar a alguien mayor…, bueno…
Varonilmente, como ven, ponía el servicio por encima de mí mismo, ocultando a duras penas mi desilusión. Todo aquello me valió un apretón de manos y un noble relampagueo de sus gafas.
—Flashy, es usted un tipo estupendo. Pero el hecho es que no hay nadie más a mano para este trabajo. Oh, no es sólo lo del punjabí, o que haya mostrado un carácter decidido y la cabeza fría… sí, y unos recursos muy por encima de su edad. Creo que tendrá éxito en esta misión porque tiene un don con…, con la gente, que hace que le tomen cariño —soltó una risita incómoda, sin mirarme a los ojos—. Eso es lo que me preocupa de alguna manera. Los hombres le respetan; las mujeres… le admiran… y…
Calló, dando otro golpecito a la alfombra. Yo habría apostado cualquier cosa a que sus pensamientos eran los mismos que yo había tenido antes. Me pregunto qué habría dicho él si yo le hubiera soltado: «Muy bien, George, ambos sospechamos que esa perra en celo corromperá mi juvenil inocencia, pero si yo le doy suficiente placer, puedo conseguir que haga lo que yo le pida, que es lo que tú pretendes. ¿Y cómo quieres que la encamine, George, suponiendo que pueda? ¿Qué es lo que conviene a Calcuta?».
Siendo como era Broadfoot, probablemente me habría dado un puñetazo. Era así de honesto. Si él hubiera sido tan hipócrita como la mayoría de la gente, no habría venido a verme. Pero él tenía, como ven, la conciencia de su época de que había que evitar el pecado, respaldada además por la Biblia, y el pensamiento de que mi éxito en Lahore podía depender de la fornicación le planteaba un grave dilema ético, y no era capaz de resolverlo. Dudo que el doctor Arnold o el cardenal Newman hubieran podido tampoco. («Digo, eminencia, ¿qué precio tiene la salvación de Flashy si rompe el sexto mandamiento por el bien de su país?» «Eso depende, doctor, de si ese joven cerdo lujurioso disfruta o no al hacerlo.») Por supuesto, si se hubiera tratado de cometer asesinato y no adulterio, ni uno solo de los componentes de aquella piadosa generación habría parpadeado siquiera. Es el deber de un soldado, ya saben.
Les confieso que yo en el lugar de Broadfoot, y dado que había tanto en juego, le habría dicho a mi joven emisario: «La respuesta es adelante», y le hubiera deseado buena caza; pero, claro, yo soy un degenerado.
Pero no debo criticar al viejo George, porque su torturada conciencia me salvó la piel, al final. Estoy seguro de que todo aquello le hacía sentir, por alguna retorcida razón, que me debía algo. Así que se apartó de su deber, un poquito sólo, dándome una vía de escape en caso de que las cosas se pusieran difíciles. No era mucho, pero podía haber puesto en peligro a algunos de sus hombres, así que valoré mucho aquel detalle.
Cuando acabamos de charlar, y sin haber llegado a decir lo que no se podía decir, él se dispuso a salir, incómodo. Se detuvo, vaciló y al final habló.
—Bueno —dijo—, no debería decirle esto, pero si le cogen —lo cual no creo que pase, de todos modos y se encuentra en peligro mortal, puede hacer una cosa —me miró, ceñudo, retorciéndose las patillas—. Como último recurso solamente,
mallum
? Pensará que es muy extraño, pero es una palabra… una contraseña, si quiere. Repítala en cualquier lugar dentro de los confines de la fortaleza de Lahore, déjela caer en la conversación, o grítela desde los tejados si es necesario… Hay muchas probabilidades de que haya por allí alguien que la pase, y un amigo acudirá a ayudarle. ¿Me sigue? Bueno, la palabra es «Wisconsin».
Estaba mortalmente serio, como nunca le había visto.
—Wisconsin —repetí yo, y él asintió.
—Nunca la diga, a menos que sea necesario. Es el nombre de un río de América del Norte.
Podía haber sido el nombre de un retrete público en Penzance, por la tranquilidad que parecía ofrecer. Pero en eso estaba equivocado.
He salido de viaje al servicio de mi país más veces de las que puedo contar, siempre a regañadientes, y a menudo en un estado de alarma, pero normalmente sabía lo que se suponía que tenía que hacer y por qué. El asunto del Punjab era diferente. Cuando inicié mi sofocante y polvoriento camino hacia Firozpur en la frontera, todo aquel asunto me pareció totalmente absurdo. Me dirigía hacia un país en plena revuelta, cuyo ejército amotinado podía invadirnos en cualquier momento. Iba a presentar un caso legal ante un tribunal de libertinos, asesinos e intrigantes en un lugar donde, con guerra o sin ella. También iba a espiar. Para estas tareas yo no había recibido preparación alguna, dijera lo que dijese el amigo Broadfoot. Me habían asegurado que el asunto era completamente seguro, y al mismo tiempo me apuntaron que si se desataban todas las furias del infierno, sólo tenía que gritar «¡Wisconsin!» y un hada madrina, o la abuelita de Broadfoot, o la Caballería Ligera saldrían de una botella y me sacarían del atolladero. No me creí ni una sola palabra de todo aquello.
Aunque yo era un aprendiz, conocía el servicio de inteligencia y el tipo de bromitas que podían organizar, como no decirle algo a un tipo hasta que era ya demasiado tarde. Dos espantosas posibilidades se habían abierto camino en mi desconfiada mente: o yo era un cebo para distraer al enemigo de otros agentes, o me iban a colocar en el campo enemigo para recibir instrucciones secretas cuando empezase la guerra. En cualquiera de los dos casos preveía consecuencias fatales, y para empeorar las cosas, tenía oscuros presentimientos acerca del asistente nativo que Broadfoot me había asignado, ya recordarán, el «
chota
-
wallah
» que me iba a llevar el portafolios.
Su nombre era Jassa, y no era
chota
. Creí que iba a encontrar el habitual babú gordo o a algún flaco escribiente, pero Jassa era un villano con la cara picada de viruelas y poderoso tórax, con
posh
-
teen
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peludo, gorro y cuchillo khyber. El tipo de hombre que uno elegiría normalmente para acompañarte por un país salvaje, pero yo sospeché de él desde el principio. En primer lugar, decía que era un derviche baluchi, pero no lo era: calculé que, como mucho, era un
chi
-
chi
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afgano, porque tenía los ojos grises y el hueco entre los dedos primero y segundo de sus pies más grande que el mío propio, y además tenía algo muy raro entre los europeos en aquella época, y mucho más aún entre los nativos: una marca de vacuna. Se la vi en Firozpur cuando se estaba lavando en una tina, pero no le dije nada; él era de la caballeriza de Broadfoot, después de todo, y estaba claro que conocía muy bien su oficio, que era actuar como ordenanza, guía, guardaespaldas y asesor general en temas del país. Sin embargo, seguía sin fiarme de él ni un pelo.
Firozpur era el último puesto fronterizo de la India británica por aquel entonces, un agujero infecto no mejor que un pueblucho, más allá del cual se encontraba la ancha corriente marrón del Satley y luego la tórrida llanura del Punjab. Se acababan de construir unos barracones para nuestros tres batallones, uno británico y dos de infantería nativa, que estaban de guarnición en la plaza. Que Dios tenga piedad de ellos, decía, porque hacía más calor allí que en el propio infierno. Uno se hervía al vapor cuando llovía, y se asaba cuando no llovía. En mi papel de civil, no fui a ver a Litder, que era comandante, sino que me presenté ante Peter Nicolson, el ayudante local de Broadfoot. Sufría mucho por su país aquel tipo reseco y de mejillas hundidas que desempeñaba el peor trabajo que se puede desear en la India: vigilar la frontera, encontrar un refugio para la inacabable corriente de refugiados del Punjab, olfatear a los alborotadores enviados para seducir a nuestros cipayos y enemistar a los
zamindars
,
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perseguir a las partidas depredadoras, desarmar a los
badmashes
,
[39]
gobernar un distrito y mantener la paz… Todo eso, fíjense, sin provocar a un poder hostil que tenía verdaderas ganas de meterse en trifulcas.
—Esto no puede durar mucho —dijo animosamente, y me pregunté cuánto tiempo podría soportarlo él, con aquella tarea imposible y el termómetro a cuarenta grados—. Sólo esperan una excusa, y si no se la doy…, pasarán el río tan pronto como llegue la estación fría, a caballo, a pie y con armas, ya lo verá. Deberíamos ir y machacarles ahora que tienen dudas y luchan contra el cólera. Cinco mil del khalsa han muerto ya en Lahore, pero lo peor ha pasado ya.
Me acompañaba en el ferry al romper el día. Cuando le mencioné la gran reunión de tropas que había visto junto a Meerut se echó a reír y señaló el acuartelamiento donde el año 62 estaba de instrucción, las figuras rojas y amarillas evolucionando como muñecos en el vaho caliente.
—Nunca importa lo que pasa en el Grand Trunk —dijo—. Así están las cosas aquí, amigo mío. Siete mil hombres, un tercio británicos, y sólo artillería ligera. Allí —señaló al norte— está el khalsa…, cien mil soldados nativos, el mejor ejército de Asia, con artillería pesada. Están a dos días de marcha de aquí. Nuestros refuerzos más cercanos son los diez mil de Gilbert en Umballa, a una semana de marcha, y los cinco mil de Wheeler en Ludhiana… sólo a cinco días. ¿Está usted fuerte en matemáticas?
Había oído decir algo en Simla, como saben, acerca de nuestra débil posición en la frontera, pero es muy diferente cuando uno se encuentra en el propio escenario y oye las cifras.
—¿Pero por qué…? —pregunté yo, y Nicolson se echó a reír y movió la cabeza.
—¿… no envía refuerzos Gough ahora mismo? —acabó la frase—. Porque podría provocar a Lahore… ¡Dios mío, sería una provocación para Lahore si uno de nuestros cipayos da un paso de más hacia el norte para ir a las letrinas! He oído decir que van a pedir que retiremos incluso las tropas que tenemos aquí ahora mismo… quizás eso haga que empiece la guerra, si su herencia de Soochet no lo hace. —Sabía algo de aquello, y me había tomado el pelo acerca de cómo languidecería yo a los pies de «la bella sultana» mientras los honrados soldados como él perseguían a los infiltrados a lo largo del río.
—Ella puede estar fuera de combate para el momento en que usted llegue allí. Se dice que el príncipe Peshora (otro de los bastardos del viejo Runjeet) va a intentar subir al trono; se dice que tiene a la mayor parte del khalsa de su parte. A qué precio está la revolución palaciega, ¿eh? Bueno, si yo fuera usted, me presentaría voluntario para ese trabajo.
Había una enorme multitud de refugiados acampados junto al
ghat
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al borde del agua, y a la vista de Nicolson lanzaron un aullido y se apelotonaron en torno a él, sobre todo las mujeres y los
chicos
cubiertos de cagadas de mosca, vociferando con las manos levantadas. Sus ordenanzas les empujaban hacia atrás para que nos dejaran pasar.
—Unos centenares de bocas más que alimentar —suspiró Nicolson—, y ni siquiera son
nuestros
. ¡Tranquilo,
havildar
!
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¡Oh,
chubbarao
,
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ruidosos paganos…! ¡Papá os llevará pan y leche enseguida! Dios sabe dónde vamos a alojarles. He robado más lona de los almacenes de la que el oficial de intendencia puede soportar, creo.