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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (11 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Era un villano gordo y adulador, con ojos perezosos, un tal Tej Singh, que entró con un par de acólitos, saludándome efusivamente como si fuéramos viejos camaradas: llevaba un sable enjoyado sobre una casaca militar llena de entorchados y una insignia como general del khalsa. Estaba al corriente de mis hazañas en Afganistán, e insistió en obsequiarme con un soberbio traje de seda… no un uniforme de gala, explicó servilmente, sino algo más práctico para aquel calor opresivo. Era tan bellaco que sospeché que la túnica podía estar envenenada, pero cuando salió, jurándome de nuevo eterna amistad y pleitesía, decidí que simplemente estaba dejando caer algún regalito en el lugar adecuado para su provecho. Era una túnica muy bonita. Me desnudé y me la puse, disfrutando la frescura de la seda mientras reflexionaba sobre los asuntos del día.

Broadfoot y Jassa tenían razón: estaba recibiendo las atenciones de todo tipo de personas. Lo que más me sorprendía era su impaciencia. Yo ni siquiera estaba allí todavía oficialmente, y no lo estaría hasta que fuera presentado en el
durbar
, pero ellos ya habían venido a bandadas como los gorriones a las migas. La mayor parte de sus motivos estaban bastante claros: a pesar de la excusa de la herencia, me reconocían como portavoz de Broadfoot. Pero era tranquilizador que pensaran que valía la pena conquistarme. Sobre todo Tej Singh, un pez gordo del khalsa; si ese maldito viejo Bhai Ram no hubiera mostrado tanta preocupación por mi seguridad, yo me habría sentido bastante animado en conjunto. Bueno, tenía más noticias para Broadfoot, a montones. A este paso, la epístola segunda a los Tesalonicenses iba a tener mucho tráfico. Me dirigí hacia la mesilla de noche, cogí la Biblia… y la dejé caer con gran sorpresa.

La nota que yo había colocado apenas dos horas antes ya no estaba. Y como no había abandonado la habitación en ningún momento, el misterioso mensajero de Broadfoot debía de ser uno de los que me habían visitado.

Jassa fue el primero en venir a mi pensamiento, pero instantáneamente fue desechado. George me lo habría dicho, en ese caso. Dinanath y el fakir Azizudeen habían pasado ambos por mi dormitorio… pero no me parecían demasiado probables. Tej Singh no se había apartado de mi vista, pero no podía jurar lo mismo acerca de sus sirvientes… ni de las dos doncellas.

El pequeño Dalip era imposible, Bhai Ram no se había acercado a mi cama, ni tampoco Mangla, por mi mala suerte… ¿podía haberse deslizado ella sin ser vista mientras yo estaba con Dalip, al otro lado de la arcada? Examiné todo el asunto mientras cenaba a solas, esperando que fuese Mangla y preguntándome si volvería. Iba a pasar una noche solitaria, y maldije al protocolo indio que me mantenía en el purdah, por decirlo así, hasta ser presentado en el
durbar
, probablemente al día siguiente.

Afuera ya estaba oscuro, pero las doncellas (trabajando en parejas para evitar que las molestasen, sin duda alguna) habían encendido las lámparas, y las mariposas nocturnas revoloteaban ante la mosquitera mientras yo me acomodaba con
Crotchet Castle
, disfrutando por enésima vez del pasaje donde el viejo Folliott se muestra agitado en presencia de las estatuas de Venus con el culo al aire… lo que me hizo pensar de nuevo en Mangla, y me preguntaba cuál de las noventa y siete posiciones que me había enseñado Fetnab le convendría a ella mejor, cuando me di cuenta de que el
punkah
se había detenido.

Pensé que el viejo bastardo se había dormido de nuevo, y lancé un grito, sin resultado, así que me levanté, cogí mi látigo y salí para darle un escarmiento. Pero su esterilla estaba vacía, y también el pasillo que se extendía hacia las lejanas escaleras, iluminada la oscuridad solamente con un par de lámparas que brillaban débilmente. Llamé a Jassa, nada sino el eco. Me quedé de pie un momento; había una tranquilidad espantosa, ni el menor ruido en ninguna parte, y por primera vez sentí frío con mi túnica de seda sobre la piel.

Volví dentro y escuché, pero aparte del débil aleteo de las mariposas en la pantalla, no se oía nada. Claro que el Kwabagh era un sitio muy grande, y no sabía dónde me encontraba en su interior, pero lo lógico era que hubiese algún ruido… voces distantes, música. Aparté las cortinas y salí al balcón, y miré por encima de la balaustrada de mármol; había una larga caída, cuatro pisos por lo menos, hasta el patio cerrado, lo bastante grande como para hacer que se me encogiera el estómago. Oía el suave murmullo de la fuente, e imaginaba el blanco pavimento en la oscuridad, pero las paredes que encerraban el patio eran negras, ni una luz por ninguna parte.

Estaba tiritando, y no era por el aire de la noche. Notaba un hormigueo de espanto que me erizaba la piel de pronto en aquella oscuridad solitaria y siniestra, e iba ya a volver apresuradamente al interior de mi habitación cuando vi algo que hizo que se me erizaran los pelos en la nuca.

Lejos, en el patio, en el pálido mármol junto a la fuente, había una sombra en un lugar donde antes no había nada. Miré, temblando de horror, y vi que era un hombre vestido de negro, con la cara vuelta hacia arriba y escondida en una oscura capucha. Miraba hacia mi balcón, se echó atrás en las sombras, y el patio se quedó vacío.

Entré corriendo en la habitación al momento, y si ustedes me echan en cara que me asustaran las sombras, tienen razón, pero señalaré que detrás de cada sombra hay una sustancia, y en este caso la sustancia había salido a pasear en la oscuridad. Abrí la puerta de par en par, preparándome para correr hacia el pasillo en busca de calor y consuelo… Mis pies no habían pisado aún el umbral cuando me quedé helado en el sitio. Al final del pasillo, más allá de la última luz, avanzaban unas figuras oscuras, y capté el brillo del acero entre ellas.

Me eché hacia atrás, cerrando de golpe la puerta y buscando con espanto un cerrojo que no existía. No había tiempo de coger mi pistola; ellos llegarían a la puerta en un segundo, no había nada que hacer sino deslizarme a través de la cortina hacia el balcón, temblando contra la balaustrada cuando ya oí la puerta que se abría y los hombres que irrumpían en la habitación. Con un pánico espantoso salté por encima del lado de la balaustrada, junto al muro, agarrándome de sus pilares desde el exterior y agazapándome debajo, escarbando con los pies para buscar un apoyo en aquel espantoso vacío debajo de mí, mientras unos pasos pesados y unas voces ásperas resonaban en mi habitación.

Todo aquello era absurdo, por supuesto. Estarían en el balcón al cabo de un momento, me verían entre los pilares… Ya podía oír sus gritos de triunfo, sentir la agonía del acero deslizándose por mis dedos, mandándome a una muerte espantosa. Me encogí aún más, murmurando como un simio, tratando de atisbar por debajo del balcón… ¡Dios mío, había allí una repisa de piedra maciza que lo aguantaba, sólo a unos centímetros de distancia! Lancé un pie hacia ella, resbalé y durante un instante que me pareció espantoso, me quedé colgando cuan largo era antes de conseguir agarrarme rodeando la repisa con una pierna, sujetarme fuertemente y colgarme de allí como un maldito mono, boca arriba debajo del balcón, con la fina túnica de seda ondeando debajo de mí.

No tengo mucho equilibrio para las alturas, ¿no se lo había contado? Aquel vacío espantosamente negro arrastraba mi mente hacia abajo, pidiéndome que me dejara ir, mientras yo colgaba desesperado con los tobillos apretados y los dedos sudorosos. Tuve que enderezarme y sujetarme con los brazos a la repisa como pude, y mientras me levantaba a pulso, una voz exclamó encima de mi cabeza, y la punta de una bota asomó entre los pilares sólo a un metro de mi cara, que estaba vuelta hacia arriba. Gracias a Dios, la barandilla del balcón era una losa muy ancha y sobresalía, lo cual me escondía de la vista mientras él gritaba dirigiéndose hacia abajo… Sólo entonces recordé al maldito Romeo de allá abajo, que seguramente habría visto todas mis frenéticas acrobacias…

—Eh, Nurla Bey… ¿dónde está el
feringhee
? —gritó la voz de arriba, un áspero graznido en
pastho
, y pude oír cómo mis músculos crujían con el espantoso esfuerzo mientras esperaba que me denunciaran.

—Ha salido hace un momento, Gurdana Khan —llegó la respuesta… Dios mío, sonaba a un kilómetro de distancia allá abajo—. Luego ha vuelto a entrar.

¿No me había visto? Al pensarlo más tarde, cosa que uno no es propenso a hacer cuando está colgando en posición supina bajo un balcón lleno de asesinos, concluí que él seguramente estaba mirando hacia otro lado cuando yo di mi salto hacia la gloria, y el vestido, al ser de color verde oscuro, no podía verse en la profunda oscuridad que había bajo el balcón. Abracé con fuerza la repisa, sollozando en silencio, mientras Gurdana Khan juraba por los siete lagos del infierno que yo no estaba en la habitación, así que, ¿dónde demonios estaba?

—A lo mejor tiene el don de la invisibilidad —dijo el gracioso del patio—. Esos ingleses son grandes alquimistas.

Gurdana le maldijo y por alguna extraña razón me encontré pensando que ése era el tipo de crisis en el cual, según había dicho Broadfoot, yo debía dejar caer la palabra mágica «Wisconsin» en la conversación. No me atreví a interrumpirles en aquel momento, sin embargo, cuando Gurdana dio un taconazo con furia y se dirigió a sus seguidores:

—¡Encontradle! ¡Registrad todos los escondrijos, todos los rincones del palacio! ¡Pero esperad… seguramente habrá ido a la habitación del
durbar
!

—¿Cómo… ante la presencia de Jawaheer? —se burló otro.

—¡Es el mejor refugio, estúpido! Ni siquiera tú podrías cortarle el cuello ante el
durbar
. ¡Venga, y a buscar! ¡Nurla, inútil, vuelve a la puerta!

Durante una décima de segundo, mientras él gritaba, su manga estuvo ante mi vista… e incluso a la débil luz no podía confundir aquel diseño. Era el tartán del 79, Y Gurdana Khan era el oficial
pathan
que yo había visto por la tarde… «¡Dios mío, la guardia de palacio andaba tras de mí!»

Cómo pude sujetarme durante aquellos últimos momentos con los músculos debilitados y espantosos calambres que me recorrían los brazos, no puedo adivinarlo, y mucho menos cómo me las arreglé para auparme encima de la repisa. Pero lo hice, y me senté jadeando y temblando en la oscuridad helada. Se habían ido, y yo debía recuperar mis fuerzas para incorporarme y alcanzar los pilares del balcón, y de alguna manera encontrar la fuerza necesaria para auparme hacia la seguridad. Sabía que si lo intentaba podía encontrar la muerte, pero si me quedaba, encontraría una muerte cierta, así que me encogí como un ovillo, con los pies en la repisa como la condenada gárgola de una catedral, me incliné hacia fuera y me levanté lentamente con una mano temblorosa, demasiado aterrorizado para hacer el gesto repentino que tenía que hacer…

Una espantosa cara apareció por encima de la balaustrada, mirándome, yo chillé aterrorizado, mi pie resbaló, manoteé salvajemente en el aire mientras empezaba a caer… y una mano de hierro me agarró la muñeca, arrancándome casi el brazo de la clavícula. Durante dos segundos espantosos colgué libremente, gimiendo, luego otra mano me agarró el antebrazo y finalmente fui alzado a peso por encima de la balaustrada y caí desmadejado en el balcón, con la fea cara de Jassa examinando la mía.

No estoy seguro de cómo transcurrió nuestra conversación, una vez que yo retiré mi cena, porque me encontraba en un estado de terror y conmoción tan abyecto que no podía hablar, y empeoré la situación —una vez hube recuperado las fuerzas imprescindibles para arrastrarme dentro— vaciando mi frasco de brandy de medio litro de tres grandes tragos, mientras Jassa me hacía absurdas preguntas.

Aquel brandy fue un error. Sobrio, habría empezado a razonar correctamente, y él habría podido inculcarme algo de sentido común, pero lo eché todo por la borda, y el resultado, en resumen, fue que en las inmortales palabras de Thomas Hugues, Flashy se puso borracho como una cuba. Y cuando estoy borracho, y muy asustado además…, no soy responsable de mis actos. Lo más extraño es que conservo todas mis facultades excepto el sentido común; veo y oigo claramente, y recuerdo también… y sé que sólo tenía un pensamiento en mi mente, marcado a fuego por aquel villano del tartán que quería asesinarme: «¡La habitación del
durbar…
el mejor refugio!». Si hay algo que respeto, borracho o sereno, es una opinión profesional, y si mis perseguidores pensaban que yo iba a estar a salvo allí, Dios sabe que ni Jassa ni cincuenta como él iban a apartarme de aquel lugar. Supongo que él intentó calmarme, porque creo que le agarré por la garganta, para dejar bien claras mis intenciones, pero lo único que recuerdo con seguridad es que salí dando tumbos por el pasillo y luego por otro pasillo, y abajo por una larga escalera de caracol que se iluminaba más y más a medida que yo descendía, y los sones de la música se acercaban, cada vez más, y me encontré en una amplia galería alfombrada donde unos cuantos interesantes orientales me miraron con curiosidad, y yo me encontré examinando una gran araña que brillaba con mil velas, y debajo de ella había una gran habitación circular en la cual dos hombres y una mujer bailaban, tres brillantes figuras dando vueltas por todos lados. Había algunos espectadores allí también, en unos palcos con cortinas situados junto a las paredes, todos con trajes extravagantes… «Ajá —pensé yo—, aquí es donde tenía que llegar, y hay un baile de disfraces; estupendo, yo iré con una túnica de seda verde y descalzo. Es algo terrible la bebida.»

—¡Flashman
bahadur
! ¿Ha recibido usted la
parwana
?

Me volví y allí estaba Mangla caminando hacia mí por la galería, con una sonrisa de asombro sin apenas ninguna ropa. Estaba claro que era un disfraz, y ella había ido de bailarina de algún burdel selecto (lo cual no estaba lejos de la realidad, de hecho). Llevaba una larga faja negra atada en las caderas y colgando hasta sus tobillos por delante y por detrás, dejándole las piernas desnudas; la hermosa parte superior de su cuerpo quedaba al descubierto con un corpiño de gasa transparente, llevaba el cabello recogido en una coleta negra que le llegaba a la cintura, infinidad de brazaletes y adornos tintineantes y unos címbalos de plata en los dedos. Una visión muy estimulante en cualquier momento, se lo aseguro, pero más todavía cuando uno ha estado colgado de una ventana para escapar de unos hombres que quieren matarle.

—No tengo
parwana
, lo siento —dije—. ¡Vaya, qué traje más encantador llevas! Y ahora… ¿es ésa de ahí la habitación del
durbar
?

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