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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

Flashman y la montaña de la luz (13 page)

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Yo era nuevo en Lahore, por supuesto, y no estaba familiarizado con sus modales desenfadados. No sabía, por ejemplo, que recientemente, cuando Lal Singh y Jawaheer se pelearon públicamente, la maharaní había arreglado las cosas regalándoles a cada uno de ellos una hurí desnuda y diciéndoles que se reconciliaran haciendo los honores a su regalo allí mismo y en aquel mismo momento. Lo cual, según todas las crónicas, ellos hicieron cumplidamente. Menciono esto por si piensan que mi relato es un tanto exagerado.

—Tenemos que hablar más despacio —dijo Lal Singh, cogiéndome por el brazo—. Usted ha visto la deplorable condición en la que se encuentran los asuntos aquí. Esto no puede seguir así… y sin duda Hardinge sahib es consciente de ello. Él y yo hemos mantenido un poco de correspondencia… a través de su estimado jefe, el mayor Broadfoot —me dedicó otra de sus sonrisas brillantes, toda barba y dientes—. Ambos son personas prácticas y con mucha experiencia. Dígame, usted que goza de su confianza… ¿qué precio supone que considerarán adecuado… por el Punjab?

Bueno, yo estaba borracho, y él lo sabía, y por eso me hacía preguntas imposibles, capciosas, con la esperanza de que mi reacción le dijera algo. Incluso confuso como estaba supe que Lal Singh era un tipo listo, probablemente desesperado, y que la mejor respuesta para lo que no tiene respuesta es hacer uno mismo otra pregunta. Así que dije:

—¿Por qué?, ¿es que alguien quiere comprarlo?

Al oír esto, me dedicó una amplia sonrisa, mientras el pequeño Tej contenía el aliento; entonces Lal Singh me dio unas palmaditas en la espalda.

—Tenemos que hablar más despacio… pero de día —dijo—. La noche es para el placer. ¿Quiere probar un poco de opio? ¿No? El opio de Cachemira es de la mejor calidad… como las mujeres. Le ofrecería una, o incluso dos, pero temo que eso disguste a mi señora Jeendan. Ha despertado gran expectación aquí, señor Flashman, como supongo que habrá comprobado usted mismo. —Su sonrisa era tan fácil y abierta como si me estuviera diciendo que me iba a invitar a tomar el té—. ¿Puedo ofrecerle una bebida tonificante? —Llamó a un camarero y me trajeron otro vaso del viejo inspirador de Mangla, que sorbí con precaución.

—Veo que lo trata usted con más respeto que ese borracho empedernido, nuestro visir. Mire allá,
bahadur…
y compadézcanos.

Porque ahora Jawaheer había aparecido de nuevo en escena, trastabillando ruidosamente frente al palco de Jeendan, con su puta negra tratando vanamente de mantenerle erguido; estaba soltando una larga parrafada contra Dinanath, y Jeendan seguramente se había puesto ya un poco sobria bajo los cuidados de Mangla, porque le dijo bastante secamente, con una tos molesta, que se contuviera y no bebiera más.

—Compórtate como un hombre —dijo, y le señaló a su puta—. Con ella… practica para actuar como un hombre entre los hombres. Vamos… llévatela a la cama. ¡Sé valiente!

—¿Y mañana? —gritó él, cayendo de rodillas ante ella. Le dio otro de sus balbuceantes ataques, gimiendo y balanceándose a un lado y otro.

—Mañana —dijo ella, con ebria determinación—, irás ante el khalsa…

—¡No puedo! —chilló él—. ¡Me cortarán el cuello!

—Irás, hermanito. Y hablarás con ellos. Harás las paces… Todo irá bien…

—¿Vendrás tú conmigo? —rogó él—. ¿Tú y el chico?

—Claro que sí… Iremos todos. Lal y Tej … Mangla, también. —Su soñolienta mirada se dirigió a mí—. Y también el gran inglés… Él les contará al
Malki lat
y al
Jangi lat
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cómo aclamaban las tropas a su visir. ¡Le vitorearán! —Ella alzó su copa, salpicando el licor de nuevo—. ¡Así sabrán… que hay un hombre gobernando en Lahore!

Él clavó su mirada extraviada, y su cara era la de un mono asustado, toda veteada por las lágrimas. Dudo que me viera, porque se inclinó hacia ella, susurrando ásperamente:

—¿Y atacaremos a los británicos? Les cogeremos por sorpresa…

—Se hará la voluntad de Dios —sonrió ella, y me miró de nuevo, y por un instante no pareció borracha en absoluto. Le tocó la cara, hablándole suavemente, como a un niño rebelde—. Pero primero… el khalsa. Debes llevarles regalos… promesas de pago…

—Pero…, pero…, ¿cómo puedo pagarles? ¿Dónde puedo yo…?

—Hay un tesoro en Delhi, recuerda —dijo ella, y me miró por tercera vez—. Prométemelo.

—Quizás…, ¿y si les llevo esto? —Manoseó un poco su cinturón y sacó una pequeña cajita con una cadena—. Lo llevaré mañana…

—¿Por qué no? Pero yo debo llevarlo esta noche. —Se lo quitó, riendo, y lo puso fuera de su alcance—. ¡No, no, espera! ¡Es para el baile! ¿Te gustaría eso, hermanito-que-desearía-no-ser-un-hermano? ¿Eh? —ella deslizó su mano libre en torno al cuello de él, besándole en los labios—. Mañana será mañana…, esta noche es esta noche, así que vamos a darnos placer, ¿quieres?

Hizo una señal a Mangla, que dio unas palmadas. La música se extinguió, los bailarines despejaron el suelo y hubo una retirada general de los invitados. Jawaheer se dejó caer junto a Jeendan en los cojines, apoyando su cabeza en ella.

—Así se dirige el gobierno —me habló al oído Lal Singh—. ¿Cree usted que lo aprobaría Hardinge sahib? Hasta mañana, pues, Flashman sahib.

Tej Singh soltó otra de sus risitas empalagosas y me dio un codazo.

—Recuerde el dicho: «Por debajo del Satley hay hermanos y hermanas; más allá, sólo rivales…». —Salió con Lal Singh.

Yo no sabía qué demonios quería decir, ni me importaba en mi creciente estado de embriaguez. Todos esos intrusos charlatanes me estaban apartando de la compañía de aquella espléndida zorra pintada que ahora desperdiciaba su talento tranquilizando al estúpido quejica de su hermano, acunándole contra su soberbio pecho, haciéndole beber y bebiendo ella misma. Yo ardía de impaciencia por estar con ella, y cuando Mangla vino a conducirme al palco vecino yo no me sentía nada aturdido. Soy muy caprichoso, y había desarrollado un deseo por el ama que no podía satisfacer la criada… que mantuvo las cortinas abiertas, de todos modos, y colocó un criado a mi lado para que me sirviera licor mientras el entretenimiento empezaba de nuevo. Como ya he dicho, la mayoría de los cortesanos habían desaparecido, dejando a la maharaní y sus íntimos elegidos seguir la juerga con los bailarines.

En primer lugar apareció un grupo de chicas de Cachemira, garbosas criaturas con diminutas armaduras de plata, arcos y espadas de juguete, que interpretaron una parodia de parada militar que habría escandalizado al cuartel general y aterrorizado a sus caballos. Aquello procedía de los días de Runjeet, según me dijo Mangla: las chicas eran su guardia personal femenina, que libraba batallas particulares con el viejo libidinoso por la noche.

Luego hubo un interludio serio con luchadores indios, que son los mejores de la tierra fuera de Cumberland, unos jóvenes musculosos que luchaban como relámpagos engrasados, todo habilidad y fuerza; nada de esa vasta refriega turca o la innombrable vulgaridad japonesa. Jeendan, lo noté, salió de su letargo durante esos encuentros, levantándose insegura sobre sus pies para aplaudir las caídas, y llamando a los campeones para que bebieran de su copa mientras ella les acariciaba y les mimaba. Mientras tanto, su lugar fue ocupado por mujeres luchadoras, unas robustas fulanas que luchaban desnudas (otra de las fantasías de Runjeet) con los luchadores y las chicas de Cachemira arrodilladas en el suelo, rodeándolas, y se enfrentaban unas a otras hasta la inevitable conclusión, mientras la banda tocaba música adecuada. Al cabo de un momento estaban todas tiradas por el suelo, obstaculizando bastante a un grupo de bailarines, chicos y chicas, que habían empezado un frenético baile que parecía una versión bastante avanzada y acelerada de la polca.

No lo creerán, pero no se me dan demasiado bien las orgías. No soy lo que ustedes llamarían un mojigato, pero sostengo que el burdel de un inglés es su castillo y que debe comportarse allí de acuerdo con esa norma sagrada: tantos polvos como quiera, pero nada de fornicaciones en grupo de ésas en las que suelen caer los orientales. No es la inmoralidad lo que me preocupa, sino la compañía de un montón de brutos borrachos que gritan y se menean cuando yo intento concentrarme y dar lo mejor de mí mismo. Una buena bacanal es algo digno de verse, de acuerdo, pero estoy de acuerdo con ese franchute inteligente que dijo que por una vez es interesante, pero que sólo un chaval lo convertiría en una costumbre.

Además, las malas compañías corrompen las buenas maneras, especialmente cuando estás tan excitado como el toro de Turvey y lleno de bebedizo amoroso. «Tendré que llevarme a Mangla de aquí —pensé yo—, si no estoy demasiado borracho para apartarla de este manicomio.» Estaba buscándola cuando se oyó un gran rugido etílico y Jeendan salió de su reservado, ayudada por una pareja de sus bailarines. Ella los apartó, dio un par de pasitos tambaleantes y empezó a contorsionarse como una bailarina turca, meneando las caderas y haciendo girar su culo regordete, sacudiendo las puntas de su taparrabos carmesí y lanzando chillidos y risitas mientras giraba, golpeando con los talones, luego dando palmadas por encima de su cabeza, en tanto los otros seguían el ritmo y retumbaban los tam-tams y sonaban los címbalos.

Aquella fue la primera vez que vi el Koh-i-noor, brillando en su ombligo como una cosa viva mientras ella meneaba su vientre de arriba abajo. Pero no captó durante mucho rato mi atención, porque mientras ella bailaba, gritaba por encima del hombro, y uno de los bailarines, agachado detrás de ella y deslizando las manos por su cuerpo, desabrochó su corpiño y lo dejó caer, acariciándola mientras ella bailaba de espaldas a él y lentamente se volvía hasta que estuvieron frente por frente. Se contorsionaron uno junto al otro mientras los mirones chillaban con deleite y la música sonaba cada vez más rápida, luego él se apartó lentamente de ella, con el sudor corriendo por su cuerpo… ¡Y que el diablo me lleve si la piedra no estaba ahora en el ombligo de él! Cómo demonios lo habían hecho, ni me lo puedo imaginar; gimnasia sueca, quizás. El chico gritó e hizo piruetas de triunfo, y Jeendan se tambaleó en los brazos de uno de los luchadores, riendo mientras él la manoseaba y la besaba. Una de las gatitas de Cachemira corrió hacia el chico, lo cogió por la cintura y se frotó contra él; aquella vez tampoco pude ver absolutamente nada, pero ella salió con la piedra a su vez, cimbreándose para dejar que los espectadores la vieran, y entonces cayó bajo otro joven, ambos forcejeando como para despertar a los muertos, pero o éste era menos experto o había otra cosa que despertaba su interés, porque el diamante cayó entre ellos y rodó por el suelo, entre burlas y gruñidos de desilusión.

Yo miraba todo aquello envuelto en una bruma de alcohol e incredulidad, tomando otra bebida refrescante y pensando: espera que vuelva a Belgravia y les enseñe este nuevo paso de baile, y cuando volví a mirar, allí estaba Jeendan, luchando y riendo salvajemente en los brazos de otro bailarín, y la gran piedra estaba otra vez en su vientre… «Hola —pensé yo—, alguien ha hecho trampas.» Ella cogió la copa de vino del chico, la vació y la lanzó por encima de su hombro, y luego empezó a danzar en dirección a donde estaba yo. Su cuerpo bronceado con forma de reloj de arena brillaba como si estuviera untado de aceite, los miembros relucían en sus fundas de gemas. Ahora se estaba dando palmadas en los costados desnudos al ritmo del tam-tam, paseando sus dedos como hechizada por sus enjoyados muslos y por su cuerpo, levantando los redondos pechos y riendo ante mí con su pintarrajeada cara de fulana.

—¿La vas a coger, inglés? ¿O la guardo para Lal o para Jawaheer? ¡Venga, cógela,
gora sahib
, mi
bahadur
inglés!

No lo creerán, pero aquello me hacía recordar un verso de un poeta —isabelino, creo— que debió de haber presenciado una representación similar, porque escribió que «sus garbosos movimientos tenían tal libertad».
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«No lo podía haber dicho mejor ni yo mismo», pensé, mientras daba un salto heroico hacia ella y caía a cuatro patas, pero la dulce y recatada muchacha cayó ante mí, con los brazos levantados, haciendo vibrar sus músculos desde las yemas de sus dedos hasta la parte superior de sus brazos y más allá, meneando sus generosos dones ante mí, y yo los agarré con un grito de gracias. Ella chilló, o de deleite o queriendo decir: «¡Idiota!», se arrancó el taparrabos y lo pasó por detrás de mi nuca, y acercó mi cara hacia su boca abierta.

—¡Tómalo, inglés! —susurró, y abrió mi túnica, apretando su vientre contra el mío y besándome como si yo fuera un bistec y ella llevase una semana entera ayunando. No sé quién fue el tipo considerado que bajó las cortinas, pero de repente nos encontramos solos, y de alguna manera yo estaba de pie con ella colgando de mi cuello, sus piernas rodeándome las caderas, quejándose mientras yo la colocaba bien y empezaba la lenta marcha, arriba y abajo, siguiendo el ritmo de los tam-tams, y me temo que rompí las reglas, porque le quité la joya manualmente antes de que me hiciera una jugarreta. Dudo de que ella lo notara; no lo mencionó, de todas formas.

Bueno, no recuerdo haber disfrutado nunca tanto de un baile, excepto cuando volvimos a emparejarnos de nuevo, una hora más tarde, imagino. Creo recordar que bebimos considerablemente entre tanto, y conversamos de una manera incoherente… La mayoría de aquellas cosas se me escapan, pero recuerdo con toda claridad que ella dijo que se proponía enviar al pequeño Dalip a una escuela de Inglaterra cuando fuera algo mayor, y yo dije que fantástico, mira lo que ha hecho la escuela conmigo, pero nada de enviarlo a Oxford, es un nido de empollones y bestias; por cierto, ¿cómo demonios podía hacer aquel ejercicio del ombligo con el diamante? Así que ella trató de enseñarme, riendo entre increíbles contorsiones que culminaron con movimientos espasmódicos y serpenteantes de ella a horcajadas sobre mí, como si yo fuera el caballo
Running Reins
a una distancia de sólo doscientos metros de la meta…, y en la mitad del asunto, ella gritó unas órdenes y aparecieron dos de sus chicas de Cachemira y la azuzaron, azotándola con unos bastones… un poco fuerte, a mi parecer, pero ella estaba en su casa, después de todo.

Se quedó dormida directamente en cuanto llegamos a la meta, despatarrada encima de mí, y las cachemiríes dejaron de azotarla y cuchichearon entre sí, riendo. Yo las eché y, después de apartarla de encima de mí, intenté dormir a mi vez cuando las oí charlar detrás de la cortina, y finalmente aparecieron de nuevo, sonriendo. Su ama se despertaría finalmente, dijeron, y era su deber comprobar que yo estuviera limpio, brillante, ligeramente aceitado y listo para el servicio. «¡Ni hablar!», dije yo, pero ellas insistieron, cubriéndola a ella respetuosamente con un chal antes de insistir, diciéndome que debía bañarme y peinarme y perfumarme y ponerme presentable, o lo pagaríamos caro. Ya vi que no me iban a dejar en paz, así que me levanté pesadamente, maldiciendo y advirtiéndoles que su ama no tenía esperanzas, porque yo estaba deshecho y sin redención posible.

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