Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Es tan tortuosa esta gente, que nunca sabe uno qué demonios pretenden. ¿Insinuaba acaso que si llegaba la guerra estaba dispuesto a venderse? ¿O trataba de confundirme? ¿O era sólo puro parloteo? Fuera cual fuese su propósito, debía saber que nada de lo que dijese podía hacer que Gough bajara la guardia. Todo aquello era de lo más interesante, y me dio qué pensar hasta que sonaron los cuernos, que era la señal de partida del convoy real a Maian Mir.
La procesión salió por la Puerta de la Luz, y cuando la vi pensé: esto es la India. Era como un cuento de
Las mil y una noches
hecho realidad. Dos batallones de la Guardia de Palacio con su uniforme de seda roja y amarilla alrededor de media docena de elefantes, bellamente enjaezados con gualdrapas azules y doradas que barrían el suelo, arneses enjoyados en la frente y los colmillos e incluso los bastones de sus conductores recubiertos de oro. Los castillos eran como palacetes de mil colores coronados de minaretes y doseles de seda que ondeaban al paso bamboleante de las grandes bestias. Barritaban nerviosos, y los conductores los tranquilizaban mientras esperaban su real carga. Jinetes con cascos de acero, brillando como la plata a la luz del sol, cabalgaban junto a la línea de elefantes, con los sables desenvainados. Fueron convergiendo como piezas de relojería y formaron una avenida por donde pasaron unos porteadores con grandes cestas rebosantes de monedas, precedidos por unos chambelanes, que supervisaron la sujeción de las cestas a los castillos del segundo y tercer elefante.
Cuando alguna de las monedas caía con un sonido tintineante, sonaba un gran «¡Ooooh!» entre la muchedumbre reunida para ver la exhibición; dos o tres de los jinetes se inclinaban desde sus sillas, recogiendo las rupias y arrojándolas por encima de las cabezas de los rígidos guardias hacia la multitud, que daba chillidos y luchaba por cogerlas… Para un país que se suponía andaba mal económicamente, no parecían faltar
Pice
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para echar a los pobres.
Dos chambelanes montaron en el tercer elefante. Enseguida llegó un grupito de cortesanos, conducido por Lal Singh, todos muy elegantes vestidos de verde y oro; montaron en el quinto castillo, y un chambelán se dirigió a mí y a Jassa y nos indicó que podíamos subir por la escalera de la cuarta bestia. Trepamos y cuando me senté, el ahogado ruido de la multitud creció como un mar embravecido. Yo sabía exactamente por qué: se preguntaban quién era ese extranjero que tenía preferencia sobre los cortesanos reales. «Debe de ser un infiel de importancia, sin duda el hijo de la reina de Inglaterra, o un prestamista judío de Karachi; bueno, vitoreemos un poco a ese cerdo infiel.» Saludé con mi sombrero, mirando asombrado aquella escena increíble. Delante, los grandes paquidermos con sus bamboleantes castillos, y a cada lado los jinetes de la Guardia con sus uniformes amarillos, y detrás de un vasto océano de caras cobrizas, los muros que flanqueaban la Puerta de la Luz estaban atestados de espectadores, igual que los edificios que se elevaban detrás, con la gran columna de Summum Boorj sobresaliendo por encima de todo. El aullido de la muchedumbre se elevó de nuevo, y ahora hubo un alboroto a los pies mismos de mi elefante, la línea amarilla de los guardias se rompió y dejó pasar a una extraña figura que dio un salto y me saludó: era un robusto
ghazi
, con bandoleras y tupida barba hasta las cejas, chillando en
pashto
:
—¡Eh, Lanza ensangrentada! ¡Soy yo, Shadman Khan! ¿Me recuerda?
Salaam
, soldado, ¡hip, hip, hurra!
Bueno, yo no le recordaba, pero estaba claro que era alguien que me conocía de los viejos tiempos, así que levanté mi sombrero de nuevo, diciendo:
—
Salaam
, Shadman Khan!
Y él gritó con deleite y dijo en inglés:
—¡Adelante el cuarenta y cuatro! —y al momento yo retrocedí a la nieve ensangrentada que cubría el Gandamack, los restos del 44 destrozados por los hombres de las tribus que caían como hormigas sobre su posición…, y me pregunté de qué lado estuvo aquel tipo. (Luego he recordado que había un Shadman Khan entre los rufianes que me metieron en el calabozo de Gul Shah, y otro entre la banda que me salvó de los
thugs
en Jhansi en el 57 y robó nuestros caballos camino de Cawnpore. Me pregunto si sería el mismo tipo. De todos modos, todo eso no tiene importancia para mi relato, fue sólo un incidente ante la Puerta de la Luz. Pero creo que era el mismo tipo; todo el mundo cambiaba de bando en aquellos tiempos.)
Y hubo un repentino silencio, roto por los acordes de una dulce música, y a la parte exterior de la Puerta de la Luz llegó una banda nativa, seguida por una pequeña figura vestida de oro montada en un poni blanco; un estruendoso
salaam
surgió de la multitud que esperaba: «¡Maharajá! ¡Maharajá!», mientras el pequeño Dalip era alzado de su silla por un cortesano ricamente vestido en quien reconocí con asombro a Jawaheer Singh. Parecía bastante sobrio; yo nunca he visto a un hombre sonreír tanto y, como llevaba sentado a Dalip en su hombro, hacía gestos a la multitud, pidiendo que le aclamaran. La muchedumbre rugió con entusiasmo, pero yo detecté unos cuantos gruñidos que imagino iban dirigidos al propio Jawaheer. Éste montó con Dalip en el primer elefante. En la parte exterior de la puerta estaba Gardner, mirando torvamente a derecha e izquierda, seguido por una partida de sus hombres vestidos de negro, vigilando un
palki
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junto al cual esperaba Mangla, sin velo. El
palki
se detuvo y ella levantó las cortinas y tendió la mano a la maharaní Jeendan. Iba vestida de blanco resplandeciente, y aunque llevaba un velo purdah de gasa, creo que habría reconocido aquella figura de reloj de arena en cualquier parte. Al parecer, se había recuperado ya de su borrachera, porque caminaba muy derecha hacia el segundo elefante, y Gardner la ayudó a subir entre el griterío entusiasta de la gente. No hay duda de ello: todo el mundo quiere a Nell Gwynn. Mangla subió tras ella, y Gardner retrocedió y supervisó la procesión, sus buenos guardaespaldas alerta ante cualquier problema. Sus ojos pasaron por encima de mí y se posaron un momento en Jassa; dieron la señal, y la banda se puso a tocar una marcha, en tanto el elefante daba una sacudida y barritó delante de nosotros, bamboleándose entre el crujido de los arneses y los gritos de los conductores, mientras la muchedumbre rugía de nuevo y se elevaba el polvo que levantaban los cascos de los caballos al ponerse en marcha los guardias.
Rodeamos los grandes muros de la ciudad, atestados de gente que no cesaba de lanzar flores y de gritar bendiciones al pequeño maharajá. Estaban arremolinados como abejas en los baluartes de la puerta de Cachemira, y mientras rodeábamos el ángulo del muro debajo de la gran batería de la Media Luna, vino de la distancia el retumbar de un cañón: un continuo estruendo de disparos, un cañón tras otro (ciento ochenta, me dijeron, aunque no los conté). Los elefantes barritaron alarmados, y los castillos se movieron de un lado para otro, tan fuertemente, que tuvimos que agarrarnos para no caernos. Los conductores se aplastaron sobre las cabezas de sus bestias, tranquilizándolos con los bastones y la voz. Al pasar bajo la Puerta de Delhi cesaron los disparos, que fueron reemplazados por un distante ruido de pasos de miles de hombres que se acercaban. Yo me asomé para ver salir la procesión de la ciudad y vi algo asombroso.
Venían hacia nosotros, perfectamente alineados, cuatro batallones del khalsa, formando un sólido muro de infantería de ochocientos metros de lado a lado. El polvo que se levantaba ante ellos era como una espesa nube, sus tambores y estandartes presidían la marcha. No lo sabía entonces, pero estaban marchando hacia Lahore para sacar de allí a la fuerza a Jawaheer, después de haber perdido la paciencia esperándole durante todo el día. Casi se podía leer su determinación en la inexorable aproximación de aquella hueste disciplinada, las chaquetas verdes de la infantería
sij
y los azules turbantes de los dogras a la izquierda, las casacas escarlata y los morriones de la infantería regular a la derecha.
Nuestra procesión aminoró el paso y casi se detuvo, pero con los castillos de Jeendan y los chambelanes delante yo no veía lo que estaba pasando con Jawaheer: podía oírle, sin embargo, gritar desesperado; los jinetes con armadura se dirigieron hacia su elefante, mientras los guardias vestidos de amarillo seguían marcando el paso con fuerza. Nuestra procesión siguió adelante hacia el centro de la línea khalsa, y cuando parecía que debíamos chocar con ella, la hueste que avanzaba se dividió en dos, en columnas que pasaron a cada lado de nosotros… Nunca he visto nada parecido en entrenamiento, ni siquiera con nuestra Guardia Montada. Les vi cabalgar más allá de nuestros guardias de amarillo, y me pregunté por un momento si es que querían pasarnos del todo, pero un robusto
rissaldar
-
major
salió con ímpetu por el flanco, tiró de las riendas, se alzó en sus estribos y aulló con una voz que se podía haber oído en Delhi: «¡Batallones … media vuelta!».
Hubo un tremendo estruendo un-dos-tres-cuatro mientras marcaban el compás y giraban… Entonces empezó a marchar junto a nosotros una masa compacta formada por dos mil soldados de infantería a cada flanco, morriones y casacas rojas a la derecha, azules y turbantes verdes a la izquierda. «Bueno —pensé yo—, si Jawaheer toma esto como una escolta a un prisionero o como una guardia de honor, no se puede quejar de que no le hayan recibido adecuadamente.» Podía oírle gritar: «
Shabash
!» como cumplido, y en el elefante que iba delante del nuestro los chambelanes se pusieron de pie, cogiendo rupias con unas palas que arrojaban por encima de los guardias vestidos de amarillo a los batallones khalsa. Brillaban en el aire como una lluvia de plata cayendo entre los
sijs
, pero ni un solo hombre titubeó en su marcha ni miró siquiera a un lado. Los chambelanes paleaban como locos, vaciando los cestos y sembrando el polvo con sus rupias, gritando a las tropas que era un regalo de su amante monarca y su visir, el rajá Jawaheer Singh, Dios le bendiga, pero por el caso que hicieron los khalsa, lo mismo podían ser cagadas de pájaro. Tras de mí oí a Jassa murmurar: «Ahorrad vuestro dinero, chicos, no conseguiréis nada con eso».
Otro rugido del
rissaldar
-
major
, y los batallones de escolta se detuvieron, inmóviles completamente en el polvo del camino. Nuestra procesión se movía pesadamente, desviándose a la izquierda mientras salíamos de aquellas torvas hileras, y cuando nuestro animal se volvió para seguir a los líderes, de súbito en nuestro flanco derecho tuvimos al khalsa completo, en orden de revista, a caballo, a pie y con cañones, escuadrón tras escuadrón, batallón tras batallón, hasta perderse en el horizonte.
Yo lo había visto antes y me había impresionado; lo que sentía ahora era terror. Antes estaban de maniobras; ahora estaban mortalmente quietos y alerta. Ochenta mil hombres y ni un solo movimiento salvo el suave ondear de los estandartes ante los batallones, el balanceo de los pendones en las lanzas en reposo, y la ocasional agitación de la crin de un caballo. Cosa extraña: las pisadas de las cabalgaduras de nuestros guardias y el crujido de los arneses de los elefantes tenían que haber producido un estruendo tan fuerte como para despertar a los muertos, pero todo lo que yo recuerdo es un silencio espantoso mientras pasábamos lentamente ante aquel tremendo ejército.
Se oyeron de pronto unos formidables chillidos desde el segundo elefante, y que me aspen si Jeendan y Mangla no estaban lanzando también monedas como habían hecho los chambelanes, gritando a los soldados que aceptaran su regalo, que recordaran sus juramentos al maharajá y se mantuvieran fieles a él por el honor del khalsa. Ningún hombre se movió. Cuando las voces de las mujeres se apagaron, sentí un escalofrío a pesar del calor del sol. Alguien gritó una orden de alto, y los elefantes se balancearon pesadamente hasta detenerse.
Había un grupito de tiendas, ante el animal que iba en cabeza, y unos oficiales de rango ante ellas. Los
akalis
se estaban moviendo por la línea, gritando a los conductores de elefantes que desmontaran, y cuando nuestro elefante cayó de rodillas no sentí nada sino alivio… Uno está incómodamente expuesto en un castillo de elefante, se lo aseguro, especialmente con ochenta mil imágenes barbudas mirándote fijamente y a distancia de tiro. Se oyó el retumbar de los cascos, y allí estaba Gardner en el segundo elefante, ordenando a los sirvientes que ayudaran a Jeendan y a Mangla a bajar y las condujeran a uno de los pabellones, donde unas doncellas esperaban para recibirlas… Lindas figuras estas doncellas como mariposas vestidas de seda y gasa completamente fuera de lugar allí, ante las huestes marciales de cuero y seda y acero. Gardner me miró y giró la cabeza; yo sin esperar escalera alguna, salté al suelo con tanta dignidad como me fue posible, sujetándome el sombrero para mantenerlo en su sitio. Jassa me siguió, y vi que Lal Singh y los cortesanos habían bajado también. Caminé hacia el caballo de Gardner y noté que sólo el elefante de Jawaheer estaba todavía de pie; él era el único que estaba sentado en el castillo, sujetando al pequeño Dalip contra él y quejándose agudamente a los
akalis
que ordenaban enfurecidos a su conductor que hiciera arrodillarse a su elefante.
Dieron otra orden y los guardias de uniforme amarillo empezaron a marchar; los jinetes con armadura al trote en cabeza. Ante esto, Jawaheer se puso de pie, preguntando adónde iba su escolta, y gritó a su conductor que no hiciera bajar al elefante. Estaba muy enfurecido, y cuando volvió la cabeza vi el brillo del gran diamante en el penacho de su turbante… «¡Dios mío, es el adorno del ombligo de Jeendan, cómo habrá ido a parar allí…», pensé, y ahora Gardner se inclinaba desde su silla y se dirigía a mí en inglés con términos perentorios:
—¡Vaya y ayude a bajar al maharajá…! ¡Venga, hombre, rápido! Eso complacerá a las tropas… ¡cause buena impresión! ¡Cójale, Flashman!
Todo ocurrió en décimas de segundo. Allí estaba yo, consciente sólo de que Jawaheer estaba muy agitado por la recepción que le brindaban, de que Gardner había hecho lo que parecía una excelente sugerencia diplomática —ese amable John Bull llevando al príncipe pagano a hombros ante sus poderes reunidos, y todo eso—pero mientras él hablaba vi que un
akali
había trepado hasta el castillo y parecía estar tratando de sacar a Dalip; Jawaheer gritó, el
akali
le golpeó en la cara, Jawaheer dejó caer al niño y se encogió, hubo un ¡zip! de acero desenfundado a mi espalda… y yo me volví en redondo y encontré a una docena de
sijs
casi encima de mí, con los
tulwars
desenvainados pidiendo sangre a gritos.