Flashman y la montaña de la luz (18 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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No esperé para avisar a Gardner de que ayudara él mismo a bajar al maharajá. Pasé junto a su caballo como un galgo aguijoneado, corrí directamente hacia el culo del elefante y caí con un chillido de terror en el camino de los
sijs
que empezaban a cargar. Me lancé en plancha debajo del elefante, arrastrando la tela de su gualdrapa, tambaleándome hasta quedar liado, y cuando luchaba para liberarme, algo me golpeó fuertemente en los hombros, haciendo que cayera de rodillas. Me agarré con fuerza pero me encontré con el pequeño Dalip en los brazos, que había caído de arriba, y una multitud de hombres furibundos me empujaron a un lado para coger al elefante.

Se oyó un grito ahogado por encima de nuestras cabezas y allí estaba Jawaheer caído sobre el costado del castillo, con los brazos abiertos y la punta de una flecha que sobresalía de su pecho, la sangre manando de su boca cayéndome encima como una ducha. Los atacantes estaban apelotonados en el castillo, atacándole; de repente su cara se convirtió en una máscara ensangrentada, su turbante se deslizó de su cabeza y una gran extensión de seda empapada en sangre serpenteó ante mí. El caballo de Gardner reculaba por encima de mí, los hombres gritaban y las mujeres chillaban al ver el espantoso espectáculo de los
tulwars
clavándose en el cuerpo de Jawaheer. Él todavía seguía gritando y había sangre por todas partes, en mis ojos, en mi boca, en la casaca dorada del pequeño Dalip que estaba en mis brazos… traté de apartarlo, pero el maldito crío se había cogido de mi cuello con fuerza y no quería soltarse. Alguien me cogió por el brazo: Jassa, con una pistola en su mano libre. Gardner metió su caballo entre nosotros y aquella carnicería, apartando la pistola de Jassa y gritándole que nos dejara libres; yo me dirigí dando tumbos hacia las tiendas con aquel maldito crío colgando de mi cuello… sin que él dijera ni una sola palabra, tampoco.

La tela del turbante se me había enrollado alrededor de la cara, y mientras me quitaba aquella cosa asquerosa y caía de rodillas, Dalip seguía colgado todavía de mí con una mano, y en la otra goteaba la sangre de su tío, el gran diamante que había caído del penacho de Jawaheer. Cómo había conseguido el mocoso cogerlo, sólo Dios lo sabe, pero allí estaba, casi llenando por completo su manita, y él me miraba con unos ojazos redondos y decía: «¡Koh-i-noor! ¡Koh-i-noorl». Le apartaron de mí, y mientras yo me ponía de pie vi que estaba en los brazos de su madre, ante la tienda, ensangrentando su velo y su blanco sari.

—¡Oh, Dios mío! —gruñó Jassa, y miró y vio a Jawaheer, escarlata de pies a cabeza, deslizarse por encima de la barandilla del castillo y caer de cabeza en el polvo mientras la vida huía de él… Aquellos demonios aún siguieron pinchando y apuñalando su cadáver, algunos incluso vaciaban en él sus mosquetes y sus pistolas, hasta que el aire se espesó con el humo de la negra pólvora.

Gardner fue quien nos llevó a una de las tiendas más pequeñas mientras sus hombres de negro rodeaban a Jeendan, Dalip y las mujeres que no dejaban de chillar, conduciéndolas hacia el pabellón principal. Lanzó una rápida mirada a la multitud que forcejeaba con el cadáver de Jawaheer, y luego cerró la cortina de nuestra tienda. Respiraba con agitación, pero estaba completamente sereno.

—Bueno, ¿qué le parece esto como juicio sumarísimo, señor Flashman? —Rió suavemente—. Justicia khalsa… ¡malditos locos!

Yo estaba temblando por la conmoción de aquella súbita carnicería.

—¿Usted sabía que esto iba a pasar?

—No, señor —dijo con calma—, pero nada de lo que ocurra en este país puede sorprenderme. Por todos los santos, ¡qué aspecto tiene usted! Josiah, trae un poco de agua y límpiale. ¿No está herido? Bien…, ahora, quédense quietos y tranquilícense, los dos. Todo ha terminado. Esos malditos locos…, ¡escúcheles, celebrando sus propios funerales! ¡Y ahora, no se mueva hasta que yo vuelva!

Salió, dejando que recuperáramos el aliento y la serenidad… Sise preguntan ustedes cuáles eran mis pensamientos mientras Jassa me limpiaba la sangre de la cara y de las manos, se lo contaré. Alivio y alguna satisfacción al ver que Jawaheer estaba listo y archivado, y yo había salido de todo aquello sin más pérdida que una levita. Ellos no iban a por mí, desde luego, pero cuando uno se libra de una escabechina de ese tipo, hay que consignarlo en el lado bueno de Crusoe, con mayúsculas.

Jassa y yo compartimos mi petaca. Durante una media hora nos quedamos sentados escuchando el follón de gritos, risas y vítores de la celebración de los asesinos, y las lamentaciones de la tienda vecina, mientras yo intentaba digerir aquel último horror de Lahore y me preguntaba qué más podría ocurrir después de aquello.

Supongo que había asistido a algunos signos premonitorios el día anterior, como la rabia de los
panches
khalsa y los terrores de Jawaheer de la pasada noche, pero aquella mañana se había dicho que todo iba bien. Sí, con el propósito, sin duda, de llevarle hasta el khalsa con falsas esperanzas, a un destino fijado de antemano. ¿Sus pacificadores, Azizudeen y Dinanath, sabían lo que iba a pasar? ¿Y su hermana? ¿Lo sabía incluso el propio Jawaheer, pero se había visto impotente para evitarlo? Ahora que el khalsa había enseñado los dientes…, ¿pasaría el Sadey? Hardinge, al tener noticias de otro golpe sangriento, ¿decidiría intervenir? ¿O esperaría todavía? Después de todo, aquello no era nada nuevo en aquel horrible país.

Yo no sabía que el asesinato de Jawaheer era un punto decisivo. Para el khalsa, era sólo otra demostración de su propia voluntad, otra sentencia de muerte de un dirigente que no les gustaba. Ellos no se daban cuenta de que habían dejado el poder en manos del gobernante más cruel que había tenido el Punjab desde Runjeet Singh… Ella estaba en la tienda de al lado, dando gritos histéricos tan estridentes y prolongados que la ruidosa multitud de fuera abandonó la celebración y el pillaje de la caravana real; los gritos y las risas se apagaron hasta quedar sólo el murmullo de su voz, sus sollozos y sus gritos por turnos… Luego ya no se oyó en la tienda, sino fuera, y Gardner volvió, deslizándose bajo nuestra cortina, y me llamó para que me reuniera con él en la entrada. Fui y miré fuera.

Estaba ya oscuro del todo, pero el espacio entre las tiendas estaba brillantemente iluminado como si fuera de día gracias a las antorchas que ardían en las manos de un vasto semicírculo de soldados del khalsa, mirando en silencio al lugar donde el cuerpo de Jawaheer yacía en la tierra empapada de sangre. Los elefantes y el regimiento se habían ido; todo lo que quedaba era un gran círculo de caras silenciosas y barbudas (y una de ellas llevaba mi sombrero, ¡maldita fuera su desfachatez!), el cadáver tirado y, arrodillada ante él, gimiendo y golpeando la tierra con un paroxismo de dolor, la pequeña figura vestida de blanco de la maharaní. Cerca, con las manos en las empuñaduras de las armas y los ojos en el khalsa, un grupo de hombres de negro de Gardner la protegía.

Ella se tiró encima del cuerpo, lo abrazó, llamándolo, y luego se volvió a arrodillar, sollozando compungida, y empezó a balancearse, arrancándose las ropas como una loca hasta que se quedó desnuda hasta la cintura, su cabello suelto flotando sobre sus hombros. Ante esa pasión espantosa e incontrolada, los espectadores retrocedieron un paso; algunos se volvieron o escondieron la cara en las manos, y uno o dos incluso se empezaron a dirigir hacia ella, pero fueron empujados hacia atrás por sus compañeros. Ella se puso de pie, se les enfrentó, sacudió sus pequeños puños y les gritó con odio.

—¡Cobardes! ¡Sabandijas! ¡Piojos! ¡Carniceros! ¡Hijos cobardes de madres deshonestas! ¡Cien mil de vosotros contra uno, valientes campeones del Punjab!, ¡fabulosos héroes del khalsa, bastardos hijos desnarigados de una lechuza y un cerdo que presumís de vuestros triunfos contra los afganos y de la valentía que mostraréis contra los británicos! ¡Vosotros, que saldríais corriendo aterrorizados ante un barrendero inglés y una puta de Kabul! ¡Ah, sí, tenéis el valor de una jauría de perros vagabundos, para enfrentaros a un pobre hombre desarmado. ¡Ah, hermano mío, hermano mío, mi Jawaheer, mi príncipe! —sollozaba una y otra vez, balanceándose de lado alado, arrastrando su largo cabello sobre el cadáver y luego deteniéndose para acunar aquella cosa horrible contra su pecho mientras gemía con una nota trémula que lentamente iba muriendo. Ellos la miraban, algunos torvos, otros impasibles, pero la mayoría conmocionados y afectados por la violencia de su pena.

Por fin ella dejó el cuerpo, recogió un
tulwar
caído junto a éste, se puso de pie y empezó a caminar lentamente entre ellos, volviendo la cabeza para mirarles a la cara. Era una visión que helaba la sangre: aquella figura menuda y graciosa, con el blanco san hecho andrajos en torno a su cadera, los brazos desnudos y los pechos manchados con la sangre de su hermano y la espada desnuda en la mano. Parecía una furia vengadora de leyenda mientras echaba hacia atrás el cabello con un movimiento de su cabeza y su mirada se paseaba por aquel silencioso círculo de caras. Una visión estremecedora, ya saben: vi una vez un cuadro que podía ir muy bien con la escena. Clitemnestra después de la muerte de Agamenón, acero frío y pechos bronceados y toda esa historia. De repente se detuvo junto al cuerpo, enfrentándose a ellos, y su voz era dura y clara y fría como el hielo mientras se pasaba la mano libre lentamente por los pechos, la garganta y la cara.

—Por cada gota de su sangre, vosotros derramaréis un millón. Vosotros, los khalsa, los puros. Puros como el excremento de cerdo, valientes como ratones, honorables como las celestinas del bazar, sólo útiles para… —no les diré para qué eran útiles, pero sonaba como algo de lo más obsceno para ser dicho sin trazas de ira. Y ellos se lo tragaron… sí, hubo algunos ceños fruncidos y puños apretados, pero la mayoría se limitó a seguir mirándola, hechizados como conejos ante una serpiente. He conocido mujeres, nobles en su mayoría, que podían intimidar a los hombres fuertes: Ranavalona con su mirada de basilisco, o Irma (mi segunda mujer, ya saben, la gran duquesa) con sus imperiosos ojos azules; Lakshmibai de Jhansi podía dejar al khalsa helado con sólo levantar su pequeño mentón. Cada una a su manera. Jeendan lo conseguía hipnotizándoles, exhibiendo su cuerpo mientras les fustigaba tranquilamente con un lenguaje arrabalero. Al final uno de ellos no pudo soportarlo más, un viejo
sij
de barba blanca, que agitó su antorcha y gritó:

—¡No! ¡No! ¡No ha sido ningún crimen…, ha sido la voluntad de Dios!

Algunos murmuraron para apoyarle, otros le hicieron callar, y ella esperó a que todos se hubieran callado.

—La voluntad de Dios… Ésa es vuestra excusa… ¿Blasfemaréis y os esconderéis tras la voluntad de Dios? ¡Escuchad la mía! La voluntad de vuestra maharaní, madre de vuestro rey! —Hizo una pausa, mirando de un lado a otro de la silenciosa multitud—. Me traeréis a los asesinos, para que paguen su crimen. ¡Me los entregaréis, o por ese Dios cuya voluntad invocáis con tanta libertad, que arrojaré la serpiente en vuestro regazo!

Clavó el
tulwar
en la tierra con la última palabra, se volvió de espaldas a ellos y caminó rápidamente hacia las tiendas…, más Clitemnestra que nunca. Con una diferencia, y es que mientras la señora de Agamenón había cometido un crimen, ella estaba planeando cien mil. Cuando entró en su tienda, la luz que había en el exterior cayó de lleno en su cara, y en ella no había rastro alguno de dolor ni de rabia. Estaba sonriendo.
[80]

8

Si hubo algo peor que la muerte de Jawaheer fue su funeral, en el cual sus esposas y esclavas fueron quemadas vivas junto con su cuerpo, de acuerdo con la costumbre. Como la mayoría de las bestialidades del mundo, el
suttee
se inspira en la religión, lo cual significa que no hay ningún sentido o razón que lo apoye. Todavía tengo que encontrar a un indio que me explique por qué se hacía esto; lo único que te dicen es que se trata de un antiquísimo ritual, como apostar a un centinela para recordar al caballo del duque de Wellington cincuenta años después de que el viejo hubiera estirado la pata. Al menos eso significa una simple incompetencia; si quieren mi opinión acerca de lo de quemar vivas a las viudas, la principal razón para hacerlo es que proporciona un espectáculo que le gusta a la gente, especialmente si las víctimas son jóvenes y atractivas, como en el caso de Jawaheer. Yo mismo no me lo habría perdido por nada del mundo, porque es horriblemente fascinante… Noté, en los años que pasé en la India, que los cristianos más beatos que lo denunciaban estaban siempre en primera fila a la hora de mirar.

No, mis objeciones son puramente prácticas, y no morales; es un lastimoso desperdicio de buenas mujeres, y mucho peor porque las muy estúpidas están de acuerdo. Las han educado para creer que es adecuado y conveniente ser asada junto con el cabeza de familia. Alick Gardner me dijo que en un funeral en Lahore, una pobre chiquilla de nueve años fue excusada de la hoguera por ser demasiado joven, y la muy estúpida se tiró desde lo alto de un edificio. Quemaron su cadáver, de todos modos. Eso es lo que se obtiene con la religión y con la ignorancia de las mujeres. La mujer india más educada (y devota) que conocí, la Rani Lakshmibai, despreciaba el
suttee
. Cuando le pregunté por qué ella, como viuda, no había saltado a la pira del viejo, me miró con incredulidad y me dijo: «¿Crees que soy idiota?».

No lo era, pero sus hermanas del Punjab no pensaban igual.

El cuerpo de Jawaheer fue conducido a la ciudad, el día después de su muerte, y la procesión al lugar de la cremación tuvo lugar bajo un rojizo cielo al atardecer, ante una enorme multitud, con el pequeño Dalip y Jeendan y la mayoría de los nobles postrándose ante las
suttees
: dos viudas, majestuosas y hermosas muchachas, y tres esclavas de Cachemira, las putitas más lindas que se pueda uno imaginar, todas con su mejor ropa, sus anillos adornando las orejas y la nariz y bordados de oro en sus pantalones de seda. Yo no soy un hombre blando, pero me rompía el corazón ver a esas cinco bellezas, que estaban hechas para la diversión, el amor y la risa, caminando hacia la pira como soldados, con las cabezas altas y ni un parpadeo de miedo, serenas, echando dinero a la muchedumbre, como dicta la costumbre… No se lo creerán, esos innombrables hijos de puta de soldados
sijs
que se suponía que tenían que protegerlas casi les quitaban el dinero de las manos, y les gritaban burlas e insultos si trataban de protestar. Incluso cuando llegaron a la pira, esos cerdos les iban quitando las joyas y adornos, y cuando se encendió el fuego, un villano pasó entre el humo y arrancó la cenefa de oro del pantalón de una de las esclavas… y eso que se suponía, de acuerdo con su religión, que aquéllas eran mujeres sagradas.

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