Flashman y la montaña de la luz (40 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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—Gracias a Dios que lo hizo —dijo el viejo y querido Paddy.

—¡Muy bien, sir Hugh! ¡La fortuna nos ha favorecido, pero su conducta podría habernos llevado a la catástrofe! ¡Y le diré por qué: ese hombre es un arrogante! No —dijo aquel espléndido y perspicaz hombre de Estado—, Flashman no irá a Lahore.

—¡Debe ir! —replicó Lawrence, por quien estaba yo sintiendo un ponzoñoso resquemor—. ¿Qué otro puede hacerse pasar por nativo, hablar punjabí, y conocer los entresijos del fuerte de Lahore? Y el pequeño maharajá le adora. Hadan me lo dijo. Además, la maharaní Jeendan ha pedido que vaya él personalmente.

—¿Y eso qué? —exclamó Hardinge—. ¡Si desea la seguridad de su hijo, le dará igual a quién mandemos!

—Quizá no, señor. Ella conoce a Flashman y… —Lawrence dudó—. El hecho es que corre el rumor en el bazar de que ella… estuvo muy unida a él, mientras estaba en Lahore —tosió y carraspeó—. Como usted sabe, señor, es una mujer joven y atractiva, de ardiente naturaleza, por lo que dicen…

—¡Buen Dios! —gritó Hardinge—. ¡No querrá usted decir…!

—¡Demonio de chico! —rió Paddy—. ¡Oh, bueno, decididamente, tiene que ir él!

—No debemos descuidar nada que pueda predisponerla a ella a favor nuestro —dijo Van Cortlandt—. Y como dice Lawrence, no puede ser otra persona.

Escuchando temerosamente, asaltaron mi mente las horribles perspectivas de Lahore y sus parrillas y espantosos baños y fanáticos akalis y espadachines asesinos, y no pude evitar recordar que Broadfoot había contado con mis encantos masculinos igual que esos miserables especuladores estaban haciendo ahora. Es terrible, pero si uno tiene tanto éxito con el sexo opuesto, ¿qué se le va a hacer?

No tengo duda alguna de que fue eso lo que persuadió a aquel piadoso hipócrita de Hardinge, que estaba concienzudamente obsesionado en las conveniencias políticas para después de la guerra. Dejemos que Flashy complazca a esa zorra mientras se lleva a su maldito crío a un lugar seguro, y ella nos estará agradecida, ¿verdad? No dijo gran cosa, pero supe que pensaba aquello mientras daba su consentimiento a regañadientes.

—Pero escúcheme, Lawrence… Flashman debe entender que debe proceder con estricta conformidad a sus instrucciones. No debe tener posibilidad de actuar con independencia de ninguna clase, en ningún caso… ¿está claro? Ese tipo, Harlan, ha traído instrucciones de… ¿cómo se llama, Gardner? Un buen asunto, cuando debemos fiarnos de gente como ésa, ¡Y no hablemos de esos cabezas huecas de políticos! Debe usted interrogar estrechamente a Harlan acerca de cómo hay que llevar a cabo todo el asunto. Por encima de todo, no se le debe causar ningún daño al joven príncipe, Flashman debe entender eso… y las consecuencias si falla.

—Dudo que necesite instrucciones en ese sentido, señor —dijo Lawrence, bastante frío—. En cuanto al resto, le daré cuidadosas instrucciones.

—Muy bien. Le hago responsable a usted. ¿Tiene alguna pregunta, sir Hugh?

—¿Eh? No, sir Henry, nada importante. Sólo estaba pensando que me gustaría volver a ser joven de nuevo, y hablar punjabí —dijo y sonrió al viejo Paddy.

16

Nunca se puede decir que uno ha visto algo por última vez. Yo habría apostado un millón contra uno a que nunca volvería a aquel grupito de álamos blancos al sur de la puerta de Moochee donde me senté junto al fuego con Gardner… y sin embargo allí estaba otra vez, sólo unas semanas más tarde, con las llamas chisporroteando bajo la cazuela que descansaba en la mismísima piedra roja que tenía una grieta. A nuestra derecha, el camino estaba lleno de viajeros al romper el día; bajo el gran arco de Moochee las puertas estaban abiertas de par en par. Estaban quitando las antorchas de la noche y cambiaba la guardia: una guarnición especialmente fuerte, me pareció, porque conté veinte cascos en torno al arco, y desde nuestra llegada de madrugada habíamos visto patrullas de caballería sin cuento rodeando los muros de la ciudad, lanceros rojos con
pugarees
verdes y gran actividad de arcabuceros en los parapetos.

—La brigada musulmana —dijo Jassa—. Sí, señor, ella ha conseguido que esta vieja ciudad esté sujeta bien fuerte en los brazos de Alá. Una pérdida de tiempo, ya que todos los conspiradores están dentro, probablemente en el propio fuerte, entre su propia gente. ¡Vaya, apuesto a que Alick Gardner duerme poco!

Era nuestra tercera mañana de viaje, porque habíamos dado un gran rodeo hacia el sur, cruzando el Satley por un vado cerca de Mundole para evitar cualquier vigía enemigo en el río y apartarnos del tráfico principal del khalsa por el camino superior a través de Pettee y Sobraon. Habíamos cabalgado en cautelosas etapas, Jassa y yo y un rufián
pathan
de confianza de la vieja guardia de Broadfoot, Ahmed Shah; Gough hubiera querido enviar un escuadrón disfrazado de
gorracharra
, pero Lawrence le había disuadido, insistiendo en que con eso inevitablemente nos descubrirían y, de todos modos, si todo iba bien, con tres sería suficiente, mientras que si iba mal, con una brigada no bastaría. Nadie le concedería demasiada atención a tres tratantes de caballos afganos con una reata de bestias. Y en efecto, nadie lo hizo.

No les aburriré con mis emociones mientras esperaba, temblando en la fría oscuridad, junto al fuego. Sólo diré que además de la lúgubre sensación que experimenté al ver las puertas de Lahore y sus altas torres, tuve los más espantosos presentimientos acerca del plan mediante el cual íbamos a sacar al joven Dalip de aquel nido de víboras. Lo había tramado Gardner y se lo había explicado con precisión a Jassa, que lo repitió a su vez a Lawrence y Van Cortlandt mientras Flashy escuchaba atentamente, y como nadie iba a discutir con nuestro
pathan
con tartán, era cuestión simplemente de tomarlo o dejarlo. Yo sé lo que hubiera hecho, pero Lawrence dijo que aquello funcionaría admirablemente, aunque él no iba a ser uno de los que se introdujeran en el fuerte de Lahore para volver a salir a plena luz del día.

Aquello me pareció descabellado: ¿por qué demonios Gardner, con todos sus poderes como gobernador, tenía que organizar una conspiración para que nosotros sacáramos al crío? Jassa había explicado que la ciudad estaba cerrada herméticamente por la noche, y los espías
panches
tenían los ojos puestos en el pequeño Dalip la mayor parte del día; la única hora adecuada para sacarle era cuando se iba a la cama, para así estar fuera antes del toque de queda y tener toda la noche para adelantar camino. Y debíamos entrar en el fuerte para hacer aquello, porque su madre no descansaría a menos que le viera colocado bajo mi ala protectora. (Todos ellos evitaban mis ojos al decir esto; a mí mismo no me gustaba ni un pelo.) En cuanto a nuestra entrada y salida del fuerte, Gardner proveería; todo lo que necesitábamos era estar en la vecindad de la tumba de Runjeet a medianoche del tercer día.

Así que llegaron a Lahore tres vendedores kabuli que llevaban agrupados a sus animales entre el polvo y la agitación de la puerta de Rushnai, y se establecieron en una populosa plaza junto al Buggywala Doudy al mediodía. Ahmed Shah pregonaba nuestra mercancía, pidiendo precios exorbitantes, ya que la última cosa que deseábamos era vender nuestro transporte, y yo sujetaba las cabezas y daba palmaditas a los animales y lanzaba torvas miradas, rogando que nadie reconociese a Jassa con un parche en el ojo, el pelo y la barba de cinco días teñida de naranja. Él no sentía tales miedos, sino que paseaba libremente con los demás ociosos, cotilleando; tal como dijo, no hay mejor escondite que mostrarse abiertamente.

No vi cómo se estableció la comunicación, pero se alejó y le pasé las riendas a Ahmed y le seguí hasta la gran plaza por la Barra Deree de mármol hacia la puerta del palacio donde había visto por primera vez a Gardner unos meses atrás. No había guardias de palacio en el parapeto ahora, sólo mosqueteros musulmanes con casacas verdes y grandes mostachos, vigilantes como, cuervos, que miraban amenazantes a la multitud que paseaba por la plaza. Debía de haber varios miles reunidos, y bastantes
sijs
en variados uniformes del khalsa entre ellos para hacer que mis tripas se retorcieran. No hacían nada salvo mirar a las paredes, murmurándose cosas entre ellos, pero uno podía sentir la sombría hostilidad cerniéndose sobre aquel lugar como una nube.

—Ella no se aventurará a salir con este tiempo, creo —murmuró Jassa cuando me uní a él al abrigo de la puerta—. Sí, hay una considerable mayoría republicana aquí. Nuestro guía está detrás de nosotros, en el
palki
; cuando le haga una señal, nosotros lo cargaremos al salir por la puerta.

Miré por encima del hombro; allí había un
palki
, con las cortinas echadas, colocado junto al muro, pero no había porteadores a la vista. Así que de ese modo íbamos a pasar junto a la guardia de la puerta, que interrogaba a todos los que entraban. Bajo mi
poshteen
, pude notar el sudor helado que me empapaba la piel, y por enésima vez toqué el Cooper escondido en mi faja… aunque seis tiros no me abrirían demasiado camino si nos veíamos perdidos.

De repente, los murmullos de la multitud crecieron en intensidad hasta convertirse en gritos y luego en rugidos; estaban apartándose para dejar paso a un cuerpo de hombres que avanzaban a pie por la plaza desde la puerta de Hazooree del lado de la ciudad.
Sijs
casi sin excepción, de la mitad de las divisiones del khalsa, algunos de ellos con heridas vendadas y quemaduras de pólvora en las casacas, pero andando bien tiesos detrás de su dorado estandarte que, para mi asombro, estaba en las manos del viejo
rissaldar
-
major
de patillas blancas que yo había visto en Maian Mir, y luego en el
durbar
de Jeendan. Él iba sollozando, y las lágrimas le corrían por la barba, los ojos fijos delante… y tras él Imam Shah, el de los cuchillos de marfil, con la cabeza descubierta y el brazo en cabestrillo. Yo iba pegado a Jassa, que avanzaba a toda velocidad, se lo aseguro.

La multitud estaba frenética, agitando las manos, gritando y exclamando: «Khalsaji, khalsaji!», echándoles pétalos de flores según andaban, pero ninguno de ellos desviaba la mirada; iban decididos, en columna de a cuatro, bajo las arcadas de palacio, y la muchedumbre que asomaba detrás en la puerta elevó otro grito: «¡A Delhi! ¡A Delhi, héroes del khalsa!
Wa Guruji
! ¡A Delhi, a Londres!».

—Pero, ¿quién demonios son ésos? —susurró Jassa—. Creo que hemos llegado en el momento justo… ¡Eso espero! ¡Vamos!

Cogimos el
palki
y nos abrimos camino entre la multitud hacia la puerta, donde un
subedar
[126]
musulmán nos detuvo para interrogar a nuestro pasajero. Oí la voz de una mujer, rápida e imprecisa, y él nos hizo señal de pasar. Pasamos el
palki
por la puerta… y, para mi horror, al volver a entrar en aquel espantoso antro me encontré recordando a Stumps Harrowell, que era el portador de la silla de manos en Rugby cuando yo era niño, y cómo corríamos tras él, golpeando sus gordas pantorrillas mientras él sólo podía rabiar desesperado entre las varas. «Deberías ver ahora al que te atormentaba, Stumps —pensé yo—; ahora me toca a mí cargar con mi propio
palki
, como si dijéramos.»

Nuestra pasajera iba dándole instrucciones a Jassa, que estaba entre las varas frontales, y por fin nos detuvimos en un pequeño patio cerrado; ella bajó, caminó deprisa hasta una puerta baja que abrió, y nos hizo señas de que la siguiéramos. Nos condujo hasta un largo y oscuro pasadizo, varios tramos de escalones y más pasadizos. Entonces supimos dónde estábamos: yo había sido conducido a lo largo de aquel mismísimo camino hacia el
boudoir
rosa de Jeendan, y allí conocí aquel pequeño y lindo trasero bajo el apretado sari…

—¡Mangla! —exclamé, pero ella nos hizo entrar en una pequeña habitación pobremente amueblada donde yo nunca había estado antes. Sólo cuando cerró la puerta se quitó el velo, y vi de nuevo a aquella deliciosa carita de Cachemira con sus rasgados ojos de gacela…, no había insolencia en ellos ahora, sólo miedo.

—¿Qué pasa? —exclamó Jassa, oliendo la catástrofe.

—¿Habéis visto a esos hombres del khalsa? Son los quinientos.

Su voz sonaba bastante tranquila, aunque hablaba deprisa por la alarma.

—Son una representación del ejército de Tej Singh, hombres de Moodkee y de Firozabad. ¡Han venido a rogar a la Rani armas y comida para el ejército, y un líder para que tome el lugar de Tej, porque todavía podemos barrer al
Jangi lat
hasta las puertas de Delhi! —De la forma en que escupió aquello, se podía haber preguntado uno de qué parte estaba ella; incluso los traidores a veces tienen orgullo patriótico—. Pero no van a tener audiencia en el
durbar
hasta mañana, ¡han llegado antes de hora!

—Bueno, ¿y qué? —dije yo—. Ella puede deshacerse de ellos con sus trucos, ¡ya lo ha hecho antes!

—No eran, pues, un ejército derrotado. No habían sido conducidos a la derrota por Tej y Lal, ni desconfiaban de la propia Mai Jeendan. Ahora, cuando lleguen al
durbar
y se encuentren rodeados por mosquetes musulmanes, y le pidan ayuda a ella y ella no pueda dársela, ¿qué pasará? Son hombres hambrientos y desesperados —se alzó de hombros—. Dices que ella les ha convencido antes. Sí, pero estos días no está muy dada a las palabras suaves. Teme por Dalip y por sí misma, odia al khalsa por lo de Jawaheer, y alimenta su rabia con vino. Es probable que conteste con insultos… y ¿quién sabe lo que ellos pueden hacer si les provoca?

Crimen sangriento, seguro… Entonces tendríamos a algún usurpador desplazando a Tej Singh y reviviendo al khalsa para darnos otro golpe. Y allí estaba yo, de vuelta en la boca del lobo, gracias a los planes idiotas de Gardner… ¿Debía salir de allí en aquel mismo momento, y abandonar la India? ¿O todavía podíamos sacar a Dalip antes de que se desatara el infierno…?

—¿Cuándo es el
durbar
?

—Dentro de dos horas, quizás.

—¿Puede Gardner traernos al chico… ahora mismo?

—¿A plena luz del día? —gritó Jassa—. ¡Nunca lo conseguiríamos!

Mangla meneó la cabeza.

—El maharajá debe ser visto en el
durbar
. Quién sabe, Mai Jeendan quizá pueda contestarles con evasivas… y si no lo consigue, también es posible que ellos no hagan nada, porque hay un millar de musulmanes dispuestos a caer sobre ellos a una palabra de Gurdana Khan. Entonces, cuando hayáis visto a Mai Jeendan…

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