Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
—¿Así es como duermen los soldados? —bostezó—. Debes despertarme cuando sea mi turno de cabalgar, y tú descansarás…
Era un camino fatigoso y frío, hora tras hora en la helada oscuridad, pero al menos no hubo ninguna alarma, y cuando pusimos treinta kilómetros a nuestras espaldas me convencí de que no habría persecución. Alrededor de la medianoche bajamos para abrevar a los caballos en un pequeño arroyo y dar un poco de calor a nuestros miembros ateridos. Las estrellas titilaban débilmente por encima del
doab
y le decía a Jassa que siguiéramos el camino cuando Ahmed Shah nos llamó.
Estaba agachado pegado a una gran higuera de Bengala, con su sable metido en el tronco por encima del suelo y el dedo apoyado en la parte más fina de la hoja. Yo conocía aquel truco desde hacía tiempo: me lo enseñó el caballero Jim Skinner en el camino de Gandamack. Al cabo de un momento, Ahmed sacudió la cabeza, con aire preocupado.
—Gente a caballo,
huzoor
. Veinte, quizá treinta, vienen del sur. Están a cinco
cos
detrás de nosotros.
Si creo firmemente que salir huyendo, como norma, es lo mejor, probablemente es porque he conocido una gran variedad de horribles perseguidores: apaches en la Jornada, Udloko zulúes en el veldt, cosacos a lo largo del Arrow de Arabat, amazonas en la selva de Dahomey, lanzadores de hachuelas chinos por las calles de Singapur, no es raro que tenga el pelo blanco. Pero hay veces en que uno debe pararse y pensar, y aquélla era una de esas ocasiones. Nadie iba a ir cabalgando por el Bari Doab aquella noche para pasar el rato, así que era muy probable que el inquisitivo oficial hubiera deducido quién era aquel niño ricamente vestido, y que todos los jinetes de la guarnición de Lahore estuvieran ya barriendo el país entero desde Kussoor a Amritsar. Pero teníamos monturas de repuesto, así que no venía a cuento pensar ni en una torcedura ni en una herradura perdida. Nuestros perseguidores correrían a ciegas, ya que ni siquiera un bosquimano australiano encontraría nuestra pista en aquel terreno. Once kilómetros es una gran ventaja cuando sólo hay que recorrer veinte, y a nosotros nos esperaban amigos al final. Aun así, saber que te están persiguiendo es algo que ataca los nervios, y no nos entretuvimos mucho durante los kilómetros siguientes, sin pararnos a escuchar y manteniéndonos decididamente hacia el sudeste.
Cuando salió la luna, cambiamos de monturas; el oído de Ahmed pegado al suelo no detectó nada, ni se notó movimientos en la llanura detrás de nosotros. Ahora casi estábamos en campo abierto, con unos pocos matorrales, ocasionales manchas de bosque y algún pueblecito diseminado aquí y allá. Calculé que nos quedaban unos ocho kilómetros por recorrer, y que faltaban tres horas para el amanecer. Entonces disminuimos la marcha hasta ir al paso, porque Dalip se había despertado, pidió comida, y después de habernos parado para comer un bocado y sin haber señales de perseguidores, parecía sensato ir a un paso que le permitiera dormir. Por supuesto, no le dio por ahí, y me hizo tal cantidad de preguntas idiotas que casi estuve a punto de darle un coscorrón. No lo hice porque no me gusta ofender a la realeza, por joven que sea: luego crecen.
Seguía sin vislumbrar las montañas de rocas de Jupindar, y me pregunté si nos habríamos desviado un grado o dos del camino, así que trepé al primer árbol que vi para echar un vistazo. La luz de la luna me proporcionó una clara visión a kilómetros de distancia, y efectivamente, a unos cinco kilómetros a nuestra izquierda, el suelo se elevaba para formar una gran loma de cumbre de rocas apretadas. Era Jupindar, por supuesto. Me preparaba para bajar, cuando eché un último vistazo hacia atrás y casi me caigo del árbol.
Habíamos pasado al borde de un cinturón de bosques, y detrás de éstos la
doab
yacía plana como una losa hasta el horizonte. A medio camino, a un kilómetro y medio escaso, una línea de hombres a caballo venían al trote: una tropa entera, bien desplegada. Sólo la caballería regular cabalga de ese modo, y sólo cuando están buscando algo.
Bajé del árbol como un mono asustado, chillando a Jassa, que estaba de guardia. El joven Dalip se agachaba entre los arbustos. El pequeño bastardo se debió tomar una naranja que tuviera escondida en alguna parte, porque se había descargado ya tres veces desde medianoche. Perdimos unos preciosos minutos mientras él se arreglaba, protestando que no había acabado del todo, y Jassa casi le tiró encima de la silla; nos fuimos, galopando por el
doab
hacia aquellas distantes rocas donde, a menos que Gardner hubiese mentido, nos esperaban unos amigos.
Había un espacio de un kilómetro de matorrales y árboles antes de que las rocas aparecieran a la vista, en lo alto de un talud salpicado de lomas arenosas. Allí lejos, a nuestro flanco, el primero de los hombres a caballo que nos perseguían estaba ya saliendo del bosque. Un débil grito sonó en el aire helado, y emprendimos una carrera directa hacia Jupindar antes de que nos alcanzaran.
Iba a ser una carrera desesperada, porque como nuestra marcha hacia el sureste nos había llevado algo lejos, teníamos que cortar en ángulo, mientras la tropa que nos perseguía sólo tenía que dirigirse recto hacia delante. No importaba la distancia; los mejores jinetes serían los primeros, y éstos eran lanceros, podía ver las largas lanzas.
Gracias a Dios, el pequeño Dalip sabía cabalgar. Con sólo siete años, podía ser malcriado e impertinente y suelto de intestinos, pero estaba capacitado para vestir mis colores en el Nacional algún día. Se echó sobre el cuello del animal, hablándole cuando no chillaba de excitación, con el largo cabello al viento mientras saltaba por encima de pequeños canales secos que cruzábamos en nuestro camino. Iba delante de mí, con Jassa y Ahmed galopando a mi lado; cuando nos enfrentamos a la colina para cubrir el último trecho íbamos nosotros delante, pero en las rocas que se elevaban ante nosotros no daban señales de vida. Dios, ¿habría fallado la gente de Gardner a la cita? Lancé un disparo de aviso con mi Cooper, y en ese momento vi cómo se encabritaba el caballo de Dalip. Por un momento pensé que el chico se caía, pero debía de tener algo de comanche, porque soltó la brida, se cogió a las crines, el caballo dio un largo traspiés y se recuperó, pero quedó malherido y cojeaba, y al pasar junto a él le agarré por el cinturón, levantándolo en vilo y atravesándolo delante de mí. Por el rabillo del ojo vi a los lanceros subiendo la colina a doscientos metros detrás de nosotros. Jassa sacó su pistola y disparó. Enfrente se divisó una visión gloriosa, unos jinetes bajando a toda prisa desde las rocas de Jupindar: eran dos largas filas al galope, una rodeándonos por detrás y la otra desviándose en un gran arco para envolver a nuestros perseguidores.
Nunca había visto una acción mejor ejecutada. Había al menos quinientos…
gorracharra
, a juzgar por su aspecto, corriendo como el rayo. Hubo gritos de confusión detrás de nosotros, y mientras yo estabilizaba a mi montura y miraba hacia abajo, los lanceros se acercaban unos a otros en completo desorden, envueltos como un pez en una red por aquellas dos líneas de jinetes irregulares, que les rodeaban por el frente, los flancos y la retaguardia. «Bien hecho, tienes a algunos tipos muy capacitados, Gardner», pensé yo. El pequeño Dalip había trepado hasta sentarse delante de mí, palmoteando y lanzando vítores a pleno pulmón, y Jassa y Ahmed tiraban de las riendas.
Se oyó un grito por encima de nosotros, y vi que había una estrecha garganta entre las rocas y en su boca un grupito de jinetes con cota de malla y lanzas con pendones; por encima de su cabeza flotaba un estandarte, y delante de ellos se destacaba un robusto veterano con un yelmo acabado en punta y armadura de acero que levantó una mano y rugió un saludo.
—
Salaam, maharajá! Salaam
Flashman
bahadur
!
Satsree
-
akal
!
Sus compañeros repitieron el grito y avanzaron para encontrarse con nosotros, pero yo sólo tenía ojos para su líder, sonriendo con toda su roja cara y sus blancas patillas, montado cómodamente sobre su corcel aunque tenía sólo un pie en el estribo; el otro, envuelto en vendajes, reposaba en un cabestrillo de seda que colgaba de su silla.
—¡Me alegro de volver a verle, asesino de Afganistán! —gritó Goolab Singh.
Nos encontraríamos con «gente de confianza», había dicho Gardner, y como un idiota yo había aceptado su palabra sin pensarlo más. Era un hombre blanco tan honrado, y yo estaba tan acostumbrado a pensar en él como fiable y amistoso —bueno, me había salvado el pellejo dos veces— que había pasado por alto que tenía otras lealtades en la confusa maraña de la política del Punjab. Me había engañado, y a Hardinge, y a Lawrence; habíamos sacado a Dalip Singh de Lahore para arrojarlo en el regazo del viejo bandido patilludo que me sonreía al otro lado del fuego.
—No piense mal de Gurdana Khan —dijo él, tranquilizador—. No le ha traicionado ni al
Malki lat
, más bien les ha hecho un gran servicio.
—¡No veo cómo voy a convencer a sir Henry Hardinge de ello! —dije yo—. Malditos embusteros y tramposos yanquis…
—¡Eh, eh, nada de eso! Considere sólo una cosa: Mai Jeendan, temiendo con razón por la seguridad de su hijo, quiso ponerlo bajo protección británica. ¡Muy bien! En su nombre, Gurdana Khan lo preparó todo con su gente. ¡Bien también! Pero, ¿qué pasó?, que como amigo y agente mío, decidió, con mucho acierto, que el chico estará incluso mejor en mi propia custodia. ¿Por qué? Porque si el khalsa oye decir que su rey está en manos de los británicos, podría olerse una traición. Sí, incluso podrían cortar la bonita garganta de Mai Jeendan, y poner a algún nuevo maharajá que continuaría con esta desagradable guerra durante años. —Movió su maldita cabeza, con aire satisfecho—. Pero ahora, cuando sepan que yo, el admirado Goolab, tengo al niño, no pensarán mal. ¡Pero si hasta me han ofrecido el trono, convertirme en visir y dirigir el khalsa, no sé por qué, aunque ellos me respetan! Pero no tengo tales ambiciones. ¿Ser rey en Lahore y encontrar una muerte rápida como Jawaheer, y todos esos otros afortunados ocupantes de ese nido de serpientes? ¡Quia, amigo! Cachemira me basta. Los británicos me confirmarán allí, pero nunca en Lahore…
—¿Cree que lo harán después de esto? Nos ha engañado, y Gardner le ha ayudado e incitado…
—¿Y qué mal hemos hecho? El niño está tan a salvo conmigo como junto al pecho de su madre. Más seguro, incluso. Por Dios, aquí hay menos movimiento, ¡y cuando la guerra haya acabado, yo tendré el mérito de conducirle de la mano a presencia del
Malki lat
! —graznó el viejo villano—. ¡Piense en la buena voluntad que demostraré! ¡Habré probado mi lealtad a mi maharajá y a los británicos a la vez!
Yo me había introducido subrepticiamente en el fuerte de Lahore con peligro de mi vida, conspirando y secuestrando, perseguido por los lanceros khalsa, sólo para que ese inicuo anciano pudiera marcarse un tanto en el último acto.
—¿Por qué demonios Gardner tenía que meternos en esto? ¿No podía usted mismo haber secuestrado al niño?
—Mai Jeendan nunca lo habría permitido: no confía en mí —dijo, alzándose de hombros con aire inocente—. Sólo a Flashman
bahadur
le hubiera entregado su precioso corderito. ¡Ah, lo que es ser joven, bien parecido, enamoradizo… y británico! —Me guiñó un ojo en plan conciliador, desternillándose de risa, y volvió a llenar mi copa con brandy—. ¡A su salud, soldado! ¡Hemos luchado juntos, usted y yo, y hemos oído cantar al frío acero! ¡Nunca reproche al viejo Goolab la oportunidad de quedar bien con sus amos!
Aquello eran tonterías. En primer lugar, yo no tenía elección, y el hecho puro y simple era que con Dalip, el único maharajá aceptado por todas las partes, él tenía ahora la carta ganadora. Había estado traficando con nosotros durante meses, mientras cubría sus apuestas con el khalsa, y ahora que los dados habían caído a nuestro favor, se estaba asegurando de que podía imponer sus propias condiciones. Y Hardinge sólo podía tragarse aquello y parecer complacido. ¿Por qué no iba a hacerlo? Con Dalip y Jeendan seguros en Lahore y Goolab confirmado en Cachemira, la frontera noroeste estaría más segura de lo que había estado nunca.
—Y será por un día o dos como mucho —siguió—. Luego cogeré al maharajá Dalip y lo pondré en brazos del Sirkar. Sí, Flashman, la guerra está acabada, el khalsa está vendido, y no sólo por Tej Singh. Ellos se creen seguros en su posición fuerte en Sobraon, donde ni siquiera el
Jangi lat
puede asaltarles, por muy grandes que sean sus cañones. ¡Todavía sueñan con arrasar hasta Delhi! —Se inclinó hacia delante, sonriendo como un tigre gordo—. Y ahora mismo, los planos de esas estupendas fortificaciones van de camino hacia Gough Guerrera Blanca… ¡Sí, mañana, vuestros ingenieros conocerán cada trinchera y cada torre, cada baluarte y cada emplazamiento de cañón, en esa trampa maravillosa que el khalsa se ha construido en el recodo del río! ¿Su fortaleza? ¡Su mausoleo, más bien! Porque no escapará ni uno solo de ellos, y el khalsa no será más que un recuerdo maligno. —Se llenó de nuevo la copa, bebió y se pasó la lengua por los labios, como un Pickwick con
pugaree
, moviendo la cabeza con aire de perdonavidas—. ¡Ése es mi regalo a tu gobierno,
bahadur
! Es bastante, ¿no crees? ¿Me conseguirá eso el trono de Cachemira?
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Hay un punto en el que la traición se hace tan completa y desvergonzada que se convierte en estrategia de Estado. Si la fortuna hubiese dado un vuelco en Moodkee o Firozabad, sin duda este genial, maligno y viejo bárbaro habría sido corazón y alma del khalsa, dirigiéndoles hacia Delhi. Pero ahora en cambio estaba asegurando su destrucción y disfrutando con la perspectiva, como un cruel salvaje, que es lo que realmente era. Me hubiera gustado presentárselo a Otto Bismarck; habrían hecho muy buena pareja.
Él había ganado su crédito con nuestro bando desde luego, con el pequeño Dalip en sus manos como buena medida de precaución. El asunto era suyo, y yo le deseé que lo disfrutara; mi preocupación ahora era que yo había fallado en mi misión inmediata, gracias a él y a Gardner. ¿Qué demonios le iba a contar a Hardinge?
—Pues que conseguiste llevarte al chico sano y salvo, pero que os perseguían de cerca los jinetes del khalsa, pero llegó a tiempo el leal Goolab para salvarte y llevarle a lugar seguro. ¿Y no es verdad eso, acaso? ¡Por fuerza has tenido que dejar al niño con Goolab, que de ninguna manera se irá con él, temiendo por su seguridad con todos esos bravos del khalsa sueltos por el país! —Se echó a reír y bebió de nuevo, frotándose las patillas; nunca había visto un rufián tan encantado consigo mismo—. Será una historia preciosa y tú la contarás. Nos aprovechará a todos, Flashman sahib.