Flashman y la montaña de la luz (38 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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Habíamos sufrido setecientas bajas y cerca de dos mil heridos, incluyendo a su humilde servidor que pasó la noche bajo un árbol, casi helado y muerto de inanición, con Hardinge y lo que quedaba de sus oficiales. No pude pegar ojo, pues la mano me dolía horriblemente, pero no me atreví a quejarme, porque Abbott, que estaba a mi lado, tenía tres heridas y estaba tan animado que daban ganas de vomitar. Al amanecer, Baxu, el mayordomo, apareció con unas chapattis y leche, y cuando las hubimos devorado y Hardinge hubo rezado un poco, todos trepamos a un elefante y nos dirigimos hacia Firozpur, que iba a ser la sede de nuestro gobierno en adelante, mientras Gough y la mayoría del ejército acampaban cerca de Firozabad. Había una gran procesión de heridos y equipajes a lo largo del camino de Firozpur, y cuando alcanzamos las trincheras, ¿quién aparece allí sino los cañones y la caballería que habían abandonado el barco en el momento fatal? Hardinge estaba ansioso por averiguar por qué, y uno de los
binky-nabobs
[121]
le aseguró que habían sido órdenes urgentes del propio Hardinge, transmitidas por el ayudante general.

Así que el grito inmediato fue: «¡Lumley!», y finalmente éste apareció, muy contento y con un brillo salvaje en los ojos, fustigando el aire con un matamoscas y dando grititos agudos; iba vestido con
pyjamys
y un sombrero de paja. Estaba claro que se había vuelto completamente majareta. Hardinge preguntó por qué había hecho retirarse a la artillería. Lumley adoptó un aire orgulloso y dijo que necesitaba municiones, por supuesto, y, ¡demonios!, no se podían conseguir en parte alguna, salvo en Firozpur. Parecía muy indignado.

—¿A veinte kilómetros? —gritó Hardinge—. ¿Qué servicio podían esperar hacer suponiendo que hubieran repostado?

Lumley contestó que más o menos lo mismo que lo que habían hecho en Firozabad, cuando se quedaron sin municiones. Parecía muy contento con aquello, y se reía a mandíbula batiente, en voz alta, matando moscas, mientras Hardinge se ponía rojo.

—¿Y la caballería entonces? —exclamó—. ¿Por qué hizo que se retirara?

—Como escolta —dijo Lumley, quitándose unos imaginarios ratones de la camisa—. No podía dejar que los cañones fueran por ahí sin protección. Hay tipos desesperados por todas partes…
sijs
, ¿sabe? Saltan, se abalanzan sobre los cañones, se los llevan, se lo aseguro. Además, la caballería necesitaba descansar. Estaban bastante cansados.

—¿Y lo hizo usted todo en mi nombre, señor? —gritó Hardinge—. ¿Sin mi permiso?

Lumley dijo, impaciente, que si no lo hubiera hecho así, nadie le habría hecho caso. Se fue poniendo cada vez más nervioso al describir cómo la primera noche le había dicho a Harry Smith que debían retirarse, y Harry le contestó que se fuera al infierno.

—Usando un lenguaje más grosero, señor. «¡Al cuerno con las órdenes!», fueron sus palabras textuales, aunque dije que era en su nombre, y que la batalla estaba perdida, y que teníamos que comprar a los
sijs
si queríamos ganar. No me escuchaba —dijo Lumley, que parecía a punto de llorar.

Bueno, todo el mundo excepto Hardinge se daba cuenta de que aquel tipo estaba como una cafetera, pero nuestro pomposo gobernador general no estaba dispuesto a dejarle en paz. ¿Por qué, preguntó, iba Lumley tan impropiamente vestido con
pyjamys
en lugar del uniforme? Lumley lanzó una gran risotada y dijo:

—¡Ah, bueno, ya sabe, tenía los pantalones tan agujereados con balas de mosquete, que se me cayeron!
[122]

Le mandaron a casa, y yo me pregunté si, al fin y al cabo, estaba tan sonado como parecía, porque al menos consiguió salir de allí, mientras los demás tuvimos que quedarnos jugando a los soldaditos, esperando a que Paddy planeara el siguiente baño de sangre. Yo tenía esperanzas de conseguir un permiso, con la mano agujereada y mi pierna supuestamente mala, pero una vez que nos establecimos en Firozpur y me recuperé un poco, yo era el único oficial joven a la vista. Munro, Somerset y Hore, del cuerpo de oficiales de Hardinge, habían muerto. Grant y Becher estaban heridos, Abbott no se recuperaría hasta unas semanas después, y el peaje pagado entre los políticos era espantoso: Broadfoot y Peter Nicolson habían muerto, y Milis y Lake estaban muy malheridos. Es un juego condenadamente peligroso éste de la campaña, especialmente con un matasanos tan entusiasta y tan inmisericorde como el viejo Billy M’Gregor.

—¡Pero hombre, si tienes un agujero enorme en la mano! —gritó, oliéndolo—. No hay gangrena ni huesos rotos… ¡estarás cogiendo un vaso o un arma en una semana! ¿El tobillo? Bah, está bien… ¡puedes saltar a la pata coja ahora mismo!

No era lo que yo quería oír del comandante médico en tiempo de guerra. Esperaba conseguir un billete para Meerut por lo menos. Pero al estar tan diezmados los políticos, no había esperanza alguna en este sentido, y cuando felizmente Henry Lawrence tomó el lugar de Broadfoot, me mantuvo a su servicio, entre otros deberes, procurando la provisión de botas de piel para nuestros elefantes, para el frío del invierno. «Importantísima misión, ésta es la forma adecuada de vivir la guerra confortablemente», pensé yo.

Al menos una cosa parecía ahora bastante clara: el khalsa no podía vencer a John Company. El demonio había sido vencido en Firozabad, la India estaba a salvo y aunque todavía tenían fuerzas al otro lado del río, sólo nos quedaba llevarles a una acción final para machacarles bien y para siempre. Así que de momento nos sentamos y les contemplamos. Gough esperaba su oportunidad para golpear, y Hardinge concentraba su mente en los grandes asuntos de estado y temas políticos, con Lawrence, que conocía el Punjab mejor incluso que Broadfoot, junto a él.

Era un tipo tremendamente cristiano el tal Lawrence, y un político de primera. Me preguntó un montón de cosas acerca de Lahore, y me hizo participar en las más altas conferencias, pero Hardinge dijo que era demasiado joven, y «excesivamente celoso». La verdad es que no podía soportarme, y quería olvidar mi existencia. Eso, por el motivo siguiente:

Habíamos tenido un maldito tropiezo en la India por culpa de Hardinge. No había conseguido asegurar la frontera con sus acciones cautelosas, conteniendo sin cesar a Gough, y la cruda verdad era que cuando llegó el momento de la verdad, dos hombres salvamos la situación: Gough y yo. No estoy alardeando; saben que nunca lo hago (bueno, quizá sí con las mujeres y los caballos, pero nunca en cosas sin importancia). Yo había instruido a Lal ya Tej sobre su traición, y Paddy había mantenido su variopinto ejército unido, lo había llevado a combate a tiempo y había ganado las batallas. Sí, claro, éstas habían sido costosas, y él tuvo que ponerse a la cabeza y sufrir unos riesgos del demonio, pero al final había hecho el trabajo mejor de lo que habrían conseguido muchos… Hardinge, por ejemplo. Pero Hardinge no lo veía así: él creía que había evitado que Paddy perdiera todo el ejército en Firozabad, y de ahí sólo había un corto paso a creer que él mismo era el salvador de la India. Bueno, era gobernador general, después de todo, y la India había sido salvada.
Quod erat demonstrandum
.

En realidad, parecía creer que lo había hecho
a pesar
de Gough. Al cabo de una semana en Firozabad estaba ya escribiendo a Peel a Londres y metiéndole prisa para que despachara a Paddy. Vi la carta accidentalmente, cuando husmeaba entre los efectos personales de Su Excelencia en busca de cigarros, y era toda una belleza: no se podía confiar en Paddy para la guerra, el ejército era «insatisfactorio», no había tenido cabeza para los
bandobast
, no formulaba las órdenes adecuadamente, etc. «Pues, fantástico —pensé yo—, eso sí que es gratitud… y da la medida de Henry Hardinge.» Formular órdenes, demonios, claro, eso de: «¡Venga, Mickey, dales una de mi parte!», ofendía su sensibilidad de oficial de academia, pero yo podía recordar a otro general de su misma cosecha cuyo estilo no era muy diferente: «¡Arriba, guardias! ¡Ahora, Maitland, es tu turno!». Si yo hubiera sido un hombre habría escrito eso en su preciosa carta.

Estaba claro por qué le contaba él cotilleos a Peel, sin embargo: hagamos recaer en Gough todas las culpas de esta carnicería y esta forma de escapar por los pelos, y así, ¿quién volverá a pensar en la incompetencia y el temor de ofender a Lahore y Leadenhall Street, que habían ayudado a iniciar la guerra, y que por poco hacen que se pierda? Todo estaba muy bien pensado y era muy astuto, pues hacía tributo también a la energía y el coraje de Paddy. Pueden imaginarse a Peel temblando ante el nombre de Gough, y dándole gracias a Dios de que Hardinge hubiera estado cerca.

No me malinterpreten. No defiendo al viejo Mick, que era un salvaje sediento de sangre y un tipo a quien convenía evitar, pero me gustaba, porque no tenía doblez y era alegre y ofendía a los chusqueros de la comisión de calidad y maldecía las prerrogativas reales… sí, y ganaba las guerras con sus «tácticas de Tipperary». Quizá fuera ésa su mayor ofensa. Ah, sí, claro, Hardinge era un hombre honorable, que nunca había robado un furgón en su vida, y la mayoría de las cosas que decía de Paddy eran ciertas. Peto eso no importa. Aquella carta podría haber sido vergonzosa si
yo
la hubiera escrito, maldita sea; viniendo de un hombre de honor, era imperdonable. Pero mostraba cómo soplaba el viento, y no me sorprendí. Buscando más a fondo entre las cosas de Hardinge (muy escurridizos eran aquellos cigarros) encontré una nota en su diario: «Políticos inútiles». Así era. Estaba claro que Flashy no tenía buena reputación tampoco: mi trabajo con Lal y Tej sería adecuadamente olvidado. Bueno, gracias, sir Henry, que le den morcilla y que le aproveche.
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Pensé informar a Paddy con un anónimo de que estaba siendo traicionado, pero decidí dejarlo; los escándalos están muy bien, pero nunca se sabe dónde pueden acabar. Así que me quedé calladito, haciendo recados para Lawrence. Era un tipo huesudo y malhumorado como un espantapájaros, pero me había conocido en Afganistán y pensaba que yo era un rufián tan heroico como él mismo, así que nos llevábamos bastante bien. Había visto en los papeles de Broadfoot que George quería mandarme de vuelta a Lahore, «pero no me imagino para qué, ¿y usted? De todos modos, dudo que el Gran]efe lo aprobase; piensa que usted ya se ha mezclado bastante en la política punjabí. Pero será mejor que se deje crecer la barba, por si acaso».

Así lo hice, y las semanas pasaron mientras esperábamos que el khalsa se moviese y nuestro propio ejército se recuperara. Celebramos la Navidad con el primer árbol decorado que había visto yo en mi vida,
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un gran abeto traído de las colinas espolvoreado con harina para representar la nieve. Nuestros escoceses celebraron el Año Nuevo bebiendo con bronca alegría y cantando canciones irrepetibles, llegaron refuerzos de Umballa y vimos el escarlata y azul de los regimientos de lanceros británicos, el verde de los pequeños montañeros gurkas que se exhibían con sus cuchillos rebotando en sus culos raquíticos, el Décimo de a pie con banda de música y los estandartes al viento y todo el mundo que salía de las tiendas para cantar:

¡No hay placer mayor

que esta hermosa noche

en la más bella estación!

Detrás venía la caballería nativa, y los batallones de cipayos marchando, con zapadores y artillería… Paddy tenía ahora quince mil hombres, y los jóvenes lanceros andaban por allí preguntando cuándo nos iban a dar un poco de juego esos wallahs
sijs
. ¡Ah, Dios, son una maravilla los recién llegados dispuestos a morir!, ¿no tengo razón? Había un lancero tranquilo, sin embargo, un truculento escocés de negras patillas, que nunca decía una palabra, pero tocaba el violín para entretenerse. Atrajo mi atención entonces y de nuevo quince años más tarde cuando conducía la marcha hacia Pekín. Era el asesino más terrible que he conocido en mi vida: Hope Grant.

Así que allí estábamos, preparados y listos para la acción, y al otro lado del río, aunque no lo sabíamos, el trono del pequeño Dalip se estaba tambaleando, porque no se sabía si el khalsa, furioso por la derrota y convencido de que había sido traicionado, iba a luchar contra nosotros o a marchar sobre Lahore para descargar su furia sobre Jeendan y el
durbar
. Habrían colgado a Lal Singh si hubieran podido cogerle, pero él se había escondido en un pajar después de Firozabad, y luego en el horno de un panadero, antes de escabullirse hasta Lahore, donde Jeendan se burlaba de él cuando estaba sobria, y abusaba de él cuando estaba borracha. Entre tanto, ella enviaba mensajes de ánimo a su ejército medio amotinado, diciéndoles que no se rindiesen, que avanzaran y siguieran conquistando; al mismo tiempo, cerró las puertas de la ciudad a los fugitivos de los contingentes de Lal, que desertaban a miles, e incluso pidió a Gardner que hiciera volver una brigada de musulmanes desde el frente para protegerla en caso de que los
sijs
del khalsa fueran a buscarla. Era una chica de recursos, incitando a su ejército mientras convertía su capital en un campamento fortificado contra ellos.

Goolab Singh jugaba el mismo juego desde Cachemira. El khalsa le rogó que llevara a sus montañeses a la guerra, e incluso le ofreció hacerle maharajá, pero el viejo zorro vio que nosotros teníamos el juego ganado y les dio largas prometiéndoles que se uniría a ellos una vez que la campaña estuviera plenamente en marcha, mientras les enviaba con gran ostentación convoyes de suministros, asegurándose de que fueran sólo cargados en una cuarta parte y anduvieran a paso de tortuga.

Mientras tanto, Tej Singh tramaba cómo dirigir al khalsa a la destrucción final. El grueso de su ejército se encontraba cerca, superándonos en tres a uno, y tenía que hacer algo antes de que perdieran la paciencia. Así que montó un puente de barcos por encima del Satley en Sobraon y construyó una plaza fuerte en la orilla sur, en un banco del río donde Paddy no se atrevería a atacarles sin artillería pesada, de la cual andábamos escasos. Al mismo tiempo, otro ejército
sij
pasó el río más arriba, amenazando Ludhiana y nuestras líneas de comunicación, así que Gough se fue al norte a contener la cabeza de puente de Tej y envió a Harry Smith a tratar con la incursión de Ludhiana. Smith, lleno de orgullo y vitalidad como de costumbre, hostigó a los invasores la última semana de enero, y se enzarzó en una espantosa refriega en Aliwal, matando a cinco mil y tomando cincuenta cañones. Aquello sí que conmocionó al khalsa, porque el comandante derrotado, Runjoor Singh, era un tipo de primera, y Smith le había vencido con una fuerza más pequeña, y esta vez no se podía poner la traición como excusa.

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