Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Nos pusimos en marcha después de un día de confusos preparativos, en las heladas horas de la madrugada, el ejército en columnas de marcha y su humilde servidor llevado en un
dooli
[112]
por unos subordinados, lo cual causó mucha hilaridad entre los oficiales de a caballo, que se paraban junto a mí para preguntarme si me apetecían unas gachas o necesitaba una bolsita de agua caliente para calentarme los pies. Yo respondí con bruscas réplicas… y noté que a medida que la marcha progresaba, los bromistas se iban quedando silenciosos. Se empezaron a oír los tambores
sijs
poco después del amanecer, y a las nueve nos desplegábamos a la vista de Firozabad. Pedí a mis porteadores que me dejaran en un pequeño bosquecillo no lejos del cuartel general, para alejarme del calor… con interesantes resultados, como verán pronto. Ya que mientras la mayoría de lo que les cuento de aquel importante día es de oídas, un incidente vital tuvo lugar bajo mis mismísimas narices. Esto fue lo que ocurrió.
Los exploradores habían informado de que aquel lugar estaba fuertemente atrincherado por todos lados, en dos kilómetros cuadrados en torno al pueblo, con los cañones pesados de los
sijs
entre las colinas y zanjas que lo rodeaban. Por tres lados había frondosos bosques que dificultarían nuestro ataque, pero en el lado este, frente a nosotros, había una plana
maidan
, y Gough, un hombre honesto, sólo podía ver un camino… a campo abierto y atacarles directamente, confiando en que las bayonetas de sus doce mil pudieran con los veinte mil hombres del khalsa. Durante la noche, Littler había salido de Firozpur con sus siete mil casi completos, dejando a Tej que guardara una ciudad vacía. La intención de Paddy era conducir a los
sijs
fuera de Firozabad hacia el camino de Littler, pero no estaba seguro.
De todos modos, yo estaba reclinado a la sombra en mi
dooli
, comiendo un poco de pan y carne y dando alegres caladas a mi cigarro, admirando la vista de nuestro ejército desplegado delante de mí y sintiéndome muy patriótico, cuando hubo una conmoción a cincuenta metros de allí, donde desayunaba la plana mayor del cuartel general. «Hardinge, que trata de acaparar la mermelada de nuevo», pensé, pero cuando miré hacia allí, él mismo en persona se dirigía a grandes zancadas hacia mi bosquecillo, con aire decidido, y cinco metros detrás venía Paddy Gough con su guerrera blanca ondeando y echando chispas por los ojos. Hardinge se detuvo en el interior del bosquecillo y dijo:
—¿Y bien, sir Hugh?
—¡Muy bien, sí señor, sir Henry! —gritó Paddy furioso, más irlandés que nunca—. Se lo diré de nuevo: ¡está a punto de presenciar la mejor victoria que nunca se ha ganado en la India, por Dios bendito, y…!
—¡Y yo le diré, sir Hugh, que ni hablar! ¡Pero hombre, si le superan a usted dos a uno en hombres, e incluso más en cañones! ¡Y ellos están a cubierto, señor!
—¿Y cree usted que no lo sé? ¡Sigo diciéndole que pondré Firozabad en sus manos al mediodía! ¡Mi querido señor, nuestra infantería no es como la portuguesa!
Aquélla fue una observación irónica a beneficio de Hardinge, que estuvo sirviendo con los portugueses. Su tono era glacial cuando replicó:
—No puedo hacerlo. Debe esperar a que llegue Littler.
—¡Si esperamos tanto, hasta los conejos saldrán corriendo de Firozabad! ¡Es el día más corto del año, hombre! Y ahora dígame, con franqueza… ¿quién dirige este ejército?
—¡Usted! —exclamó Hardinge.
—¿Y no me ofreció usted acaso sus servicios como soldado en lo que pudiera necesitar? ¡Lo hizo! ¡Y yo acepté, agradecido! Pero parece que usted no quiere seguir mis órdenes…
—¡En el campo de batalla, señor, yo le obedeceré sin duda! Pero como gobernador general yo, si es necesario, ejerceré mi autoridad civil sobre el comandante en jefe. ¡Y no arriesgaré al ejército en una empresa como ésta! Vamos, mi querido sir Hugh —siguió, tratando de suavizar las cosas, pero Paddy no estaba de buen humor.
—¡Resumiendo, sir Henry, que está usted cuestionando mi juicio militar!
—A ese respecto, sir Hugh, yo he sido soldado durante tanto tiempo como usted…
—¡Ya lo sé! ¡También sé que no ha olido la pólvora desde Waterloo, y todas las lecciones de la academia militar no forman a un general de campo! ¡Así que no me venga con tonterías!
Hardinge era un hombre de academia; Paddy, como ustedes habrán sospechado ya, no lo era.
—¡Esto es poco apropiado, señor! —dijo Hardinge—. Nuestras opiniones difieren. Como gobernador general, le prohíbo taxativamente un ataque hasta que esté usted apoyado por sir John Littler. Ésta es mi última palabra, señor.
—Y ésta es la mía, señor… ¡pero tendré otra más tarde! —gritó Paddy—. Si sucede lo que yo creo y nuestros compañeros se matan entre sí en la oscuridad, como hicieron en Moodkee… ¡bueno, señor, no me haré responsable de ello!
—¡Gracias, sir Hugh!
—¡Gracias, sir Henry!
Y allá fueron los dos, después de una conferencia única, creo, en la historia militar.
[113]
Respecto a quién de los dos tenía razón, sólo Dios lo sabe. Por una parte, Hardinge tenía que pensar en toda la India, y las probabilidades le asustaban. En cambio Paddy era el soldado luchador, loco como una cabra, por supuesto, pero conocía a los hombres y el terreno y el olor de la victoria o la derrota. Si me preguntan, yo diría que el tema estaba igualado, a cara o cruz.
Así que Hardinge se salió con la suya, y el ejército se dirigió de nuevo al sudoeste, para encontrarse con Littler, cruzar el frente
sij
con nuestro flanco abierto de par en par como una puerta de granero por si querían venir y caer sobre nosotros. No lo hicieron, gracias a Lal Singh, que rehusó moverse mientras sus oficiales se tiraban de los pelos ante la oportunidad perdida. Littler apareció en Shukoor, y nuestras fuerzas se volvieron hacia el norte de nuevo, ahora con dieciocho mil hombres, y atacaron Firozabad.
No vi la batalla porque estaba instalado en una choza en Misreewallah, a más de dos kilómetros de allí, rodeado por escribientes y mensajeros, bebiendo ponche mientras esperaba la factura del carnicero. Así que no adornaré los hechos desnudos: pueden ustedes leer el horror en los relatos oficiales, si son curiosos. Yo lo oí, sin embargo, y vi los resultados; eso fue suficiente para mí.
Aquello fue espantoso por ambas partes. Gough tuvo que lanzar a sus fuerzas en un asalto frontal hacia las trincheras sur y oeste, que eran las más fuertes, cuando el sol estaba ocultándose. Los nuestros se vieron atrapados en una descarga de metralla y mosquetería, y con minas estallándoles bajo los pies, pero aun así atacaron a bayoneta calada y sacaron a los
sijs
de su campamento y del pueblo que había más allá. Al anochecer, el almacén de los
sijs
explotó, y pronto hubo fuego por todas partes y fue una verdadera carnicería, pero había tal confusión en la oscuridad, con regimientos enteros perdidos y Harry Smith, como de costumbre, a kilómetros por delante de todos los demás, que Gough decidió reagruparse… y anunció la retirada. Así que los nuestros, teniendo ya Firozabad en sus manos, la abandonaron de nuevo. Los
sijs
, en cambio, volvieron, recuperaron las trincheras que nosotros habíamos tomado a un coste tan elevado, y se preguntaron por qué nos íbamos. Y volvimos al principio, en aquella noche helada, con los tiradores del khalsa, de excelente puntería, diezmando nuestras posiciones.
Sí señor. Y Lumley, el ayudante general, se levantó de su mecedora y corrió diciéndole a todo el mundo que debíamos retirarnos de Firozpur. Felizmente, nadie le hizo caso.
Mis recuerdos de aquella noche son un poco confusos. Firozabad, a tres kilómetros de distancia, era como una visión del infierno, un mar de llamas bajo unas nubes rojas y explosiones por todas partes, hombres que andaban vacilantes en la oscuridad, llevando a cuestas a sus camaradas heridos; la larga masa oscura de nuestros vivacs en campo abierto, y los incesantes gritos y gemidos de los heridos a lo largo de toda la noche; unas manos ensangrentadas que ponían ante mis ojos papeles ensangrentados, a la luz de la linterna. Recuerdo que Littler perdió 185 hombres en sólo diez minutos. También me acuerdo del estrépito de nuestra artillería ante los tiradores
sijs
, de Hardinge, sin sombrero y con la casaca ensangrentada, diciendo: «Charles, ¿dónde está el Noveno? ¡Tengo que visitar a mis viejos peninsulares! Mira si tienen una dama en los barracones, ¿eh?».
[114]
Un cabo del 62, con los pantalones empapados en sangre, sentado ante la puerta de mi choza con el costurero abierto, cosía cuidadosamente un roto en el ala de su sombrero; el toque de las cornetas y el redoblar de los tambores hacían sonar la alarma mientras se reagrupaba a un regimiento para hacer una incursión contra el emplazamiento de un cañón
sij
; un dragón ligero, con la cara negra de pólvora, y un flacucho y pequeño
bhisti
[115]
llevaban cubos en las manos, y el «dragón» gritaba que quién echaba una carrera con ellos hasta el pozo, porque Bill necesitaba agua y los
chaggles
[116]
estaban secos; el principito germano que jugaba al billar mientras yo me lo hacía con la señora Madison, metió la cabeza en mi tienda para preguntar educadamente si el doctor Hoffmeister, del cual nunca había oído hablar yo, estaba en mis listas… No estaba, pero seguro que había muerto. Y una ronca voz cantaba bajito en la oscuridad:
Me envolverás en mi chaqueta encerada,
cuando muera y me vendrán a buscar, a buscar
seis lanceros altos y fuertes,
con lentos pasos al andar, al andar.
Pedirás luego seis copas de brandy,
y en fila las colocarás, las colocarás.
Fui cojeando hacia el cuartel general con mi innecesaria muleta, para husmear por allí. Había una gran
basha
[117]
vacía, llena de tipos enroscados dormidos en el suelo, y al fondo, Gough y Hardinge con un mapa encima de las rodillas, y un ayudante sujetando una lámpara. Junto a la puerta, Baxu el mayordomo y el joven Charlie Hardinge estaban haciendo una maleta; les pregunté qué pasaba.
—Me voy a Moodkee —dijo Charlie—. Currie debe estar preparado para quemar sus papeles.
—¿Cómo… entonces todo ha acabado?
—Está a punto, en cualquier caso. Una pregunta, Flashy, ¿has visto al comedor de coles… el príncipe Waldemar? ¡Tengo que sacarle de aquí, maldito sea! ¡Condenados civiles! —dijo Charlie, que, por otra parte, era también un civil, haciendo de secretario de papá—, creen que la guerra es un recorrido turístico. —Baxu le alcanzó una espada de ceremonia y Charlie rió.
—¡No debemos olvidarnos de esto, Baxu!
—¡No, sahib! ¡Wellesley sahib se disgustaría mucho!
Charlie la metió debajo de su casaca.
—No me importaría ver entrar a su propietario en este mismo momento, sin embargo.
—¿Quién es? —pregunté.
—Bony. Wellington se la dio al gobernador después de Waterloo. No podemos dejar que el khalsa se apodere del arma personal de Napoleón, ¿verdad?
No me gustaba ni un pelo todo aquello… Cuando los jefazos empiezan a mandar sus objetos de valor lejos, Dios ayude al resto de la gente. Le pregunté a Abbott, que estaba fumando junto a la puerta, con el brazo ensangrentado y en cabestrillo, qué se estaba cociendo.
—Vamos a atacar de nuevo al amanecer. Nada menos. Con sólo media ración para cada uno y esos cañones. O Firozabad, o dos metros bajo tierra. Algunos asnos hablan de poner condiciones, o de irnos a Firozpur, pero el gobernador general y Paddy les harán cambiar de opinión. —Bajó la voz—. ¿Sabes?, no sé si podremos soportar otro día como el de hoy… ¿Qué tal está la lista de pensiones?
Quería decir las bajas.
—Más o menos… uno de cada diez.
—Podría ser peor… pero no hay ni un solo hombre entero entre los oficiales —dijo—. Ah, ¿no te has enterado? Georgie Broadfoot ha muerto.
No entendí lo que me decía. Oí las palabras, pero al principio no significaban nada, y simplemente me quedé mirándole mientras él seguía:
—Lo siento. Era amigo tuyo, ¿verdad? Estaba con él, ¿sabes? ¡Ha sido horrible! Yo estaba herido… —Se tocó el cabestrillo— y pensaba que estaba listo, cuando aparece el viejo Georgie cabalgando y grita: «¡Levántate, Sandy! ¡No puedes echarte a dormir ahora!». Así que salté, y Georgie cayó de la silla, herido en la pierna, pero se levantó de nuevo, y me dijo: «¡Así me gusta!, ¿lo ves? ¡Vamos!». Parecía que llovía metralla desde la trinchera sur, y un segundo después, cayó de nuevo. Así que grité: «¡Vamos, George! ¡Ahora eres tú el que te duermes!». —Buscó algo en su camisa—. Y… aquí están, como recuerdo del viejo y querido amigo. ¿Las quieres? Tómalas.
Eran las gafas de George, con un cristal roto. Las cogí, incrédulo. Ver muerto a Sale ya había sido bastante malo, ¡pero Broadfoot! El gran gigante rojo, siempre ocupado, siempre tramando algo… No había nada que pudiera acabar con él, ¿verdad? No, él entraría en cualquier momento en la tienda, maldita sea… Sin saber por qué, miré a través del cristal que quedaba entero, y no pude ver nada: debía de estar ciego como un murciélago sin aquellas gafas… y comprendí que él estaba muerto, que nadie iba a mandarme de nuevo a Lahore… ¡y que no había necesidad de ello! Cualquier plan que George tuviera en mente había muerto con él, porque ni siquiera Hardinge conocía todos los detalles. Así que yo estaba libre, y el alivio que sentí me invadió, haciéndome temblar, y me atraganté entre las lágrimas y la risa…
—¡Venga, no te derrumbes! —gritó Abbott, cogiéndome por la muñeca—. No temas, Flashy… ¡Les haremos pagar por lo de George, ya verás! ¡Si no, nos perseguirá eternamente el espíritu del viejo rufián, con gafas y todo! ¡Estamos obligados a tomar Firozabad!
Y lo hicieron por segunda vez. Allá fueron, británicos y cipayos, en desiguales líneas rojas bajo la niebla del amanecer, con los cañones retumbando por encima de sus cabezas y las trincheras del khalsa ardiendo en llamas. Los cañones
sijs
batían los regimientos que avanzaban y hacían puntería en nuestros carros de municiones, de modo que nuestras filas parecían ir moviéndose entre columnas de espesas nubes, con los blancos rastros de nuestros cohetes Congreve perforando el humo negro. «Es la última locura», pensé yo, mirando aterrorizado desde la retaguardia, porque ellos no tenían derecho siquiera a seguir en pie, y no digamos a avanzar entre aquella tempestad de metal, exhaustos, medio muertos de hambre, helados de frío y apenas con un sorbo de agua para todos, con Hardinge cabalgando a la cabeza, la manga vacía metida en el cinturón, diciéndoles a sus ayudantes que no había visto nada como aquello desde que dejó España, y Gough dirigiendo por la derecha, desplegando los faldones de su guerrera blanca para que le vieran mejor. Y luego se desvanecieron entre el humo las líneas desiguales y los desgarrados estandartes y los brillantes sables de la caballería… Yo di gracias a Dios por estar aquí y no allí, dirigiendo a un coro de artilleros que dieron tres hurras por nuestros valientes camaradas. Luego me condujeron de vuelta a la sombra para un merecido desayuno de pan y brandy.