Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
—Dudo que eso fuera prudente —dijo tranquilamente—. No. Sólo podemos esperar los acontecimientos. Tanto si nuestros mensajeros encuentran a sir Hugh como si no, tendrá que enfrentarse a la batalla que usted, señor Flashman, ha hecho inevitable. —Se adelantó Un poco para mirarme, y su expresión era impasible como el granito—. Si todo sale bien, él y su ejército recibirán, muy adecuadamente, todo el mérito. Si, por el contrario, es derrotado, usted, señor —inclinó la cabeza hacia mí—, soportará solo toda la culpa. Sí, desde luego que le echarán la culpa, probablemente le encarcelarán, incluso es posible que le fusilen. —Hizo una pausa—. No me malinterprete, señor Flashman. Las preguntas que le he hecho son solamente las que le haría la acusación ante un consejo de guerra… un procedimiento en el cual, se lo aseguro, yo sería el primer testigo a su favor, y afirmaría que, a mi juicio, usted ha cumplido con su deber con ejemplar coraje y resolución, y de acuerdo con la más noble tradición del servicio de las armas.
Un tipo muy especial, Littler, y no sólo porque procediera de Cheshire, cosa que no le suele pasar a mucha gente, según mi experiencia. No puedo recordar a un solo hombre que me asustara hasta tal punto, y sin embargo era muy tranquilizador, todo al mismo tiempo. Porque tenía razón, ¿saben? Yo
había
hecho lo correcto, y lo había hecho bien, pero nunca se me tendría en cuenta, pasara lo que pasara. Si Gough era derrotado, necesitarían un chivo expiatorio, ¿y quién mejor que uno de esos fanfarrones políticos a quienes el resto del ejército detestaba? Por el contrario, si el khalsa era derrotado, lo último que quería oír John Bull era que aquello había sido amañado mediante un trato sucio con dos generales
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traidores… ¿Dónde quedaría la gloria del ejército de Britannia? Así que aquello podría silenciarse, como lo ha sido hasta el mismísimo día de hoy.
Se pueden ustedes preguntar cómo demonios podía encontrar yo tranquilizador el varapalo de Littler. Bueno, la idea de tener a aquel pequeño iceberg de mi lado, si la cosa llegaba ante un consejo de guerra, era decididamente reconfortante. Yo había actuado ya como acusador, y gracias a Dios nunca tuve un testigo de la defensa como él. Y Broadfoot me apoyaría, y Van Cortlandt… y mi reputación afgana hablaría en mi favor. Me percaté de aquello más tarde, aquel mismo día, cuando descansaba mi pierna herida y me mordía las uñas en la veranda después del almuerzo, y oí a los tres generales de brigada de Littler que hablaban detrás del
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Nicolson debía de haber hecho correr la historia de mis hazañas y estaban muy bien informados.
—¿Los
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están haciendo lo que Flashman les ha dicho? ¿Contra sus propios intereses? ¡Que me asen vivo! La desfachatez de esos políticos no tiene límites.
—La de Flashman no, en todo caso. Pregúntales a todas las mujeres de Simla.
—¿Sí? ¿Es del tipo faldero? Es extraño… Su mujer está buenísima, es una belleza. La he visto. Rubia, ojos azules.
—No me suena. ¿Es cierto eso?
—De primera, una barbaridad.
—Quiero decir… que no recuerdo el nombre de la dama. No lo he oído mencionar en los barracones.
—No lo han mencionado. Sólo dicen que está buenísima. Y tiene dinero, también. Lo oí comentar.
—Los tíos como Flashman siempre parecen tener ambas cosas. Me he dado cuenta de eso.
—Es un tipo popular, ¿sabes?
—No con Cardigan. Le largó de una patada de los húsares.
—Eso es algo a favor del chico. ¿Por qué?
—No lo recuerdo. Con tipos así, por cualquier cosa.
—Es verdad. Bueno, que Dios le ayude si Gough queda fuera de juego.
—Es inevitable, ya lo verás. No pueden hacer nada contra el hombre que salvó Jalalabad.
—¿Cardigan hizo eso?
—No, hombre, Flashman. En el 42. Tú estabas en Tenasserim.
—¿De verdad? Ah, sí, ya me acuerdo. Él defendió no sé qué fuerte. Ah, entonces no podrán tocarle.
—Ya lo creo que no. El público no lo toleraría.
—No, si su mujer está tan buena.
Todo aquello era muy halagüeño, aunque no me hacía ninguna gracia oír hablar de Elspeth con tanta libertad. Pero me esperaba todavía un día muy largo, en el calor bochornoso de las líneas de Firozpur. El 62 sudaba enfundado en sus casacas rojas en las trincheras, y los cañoneros cipayos de casaca azul estaban echados a la sombra de sus piezas, mientras a sólo tres kilómetros de allí el sol brillaba en las armas de las poderosas huestes de Tej Singh. Littler y su plana mayor pasaron todo el día en la silla, cabalgando por el sureste para examinar la brumosa distancia. Gough estaba en algún lugar allá fuera, yendo al encuentro de los
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que Lal Singh había enviado contra él., si es que los había enviado. ¿Y si no los había enviado? ¿Y si había ignorado mi plan, o lo había alterado? ¿Y si los temores de Littler estaban bien fundados, y Lal me había estado engañando…? Pero no, aquello no podía ser, aquel tipo estaba casi fuera de sí. Tenía que estar avanzando para encontrarse con Gough… pero ¿tendría en cuenta él lo que yo le dije acerca de destacar regimientos a lo largo del camino, para igualar las oportunidades? Supongamos… Bueno, ¡se podía suponer una cantidad tal de cosas! No podía hacer más que esperar, apartarme del camino de Littler, cojear por allí, consciente de los ojos que me miraban y desviaban la vista.
Eran más o menos las cuatro y el sol estaba empezando a esconderse cuando oímos el primer estruendo hacia el este, y Huthwaite, el coronel artillero, se quedó quieto en la veranda, con la boca abierta, escuchando, y luego gritó: «¡Son grandes! ¡Del 48! ¡
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, seguro!».
—¿A qué distancia? —preguntó alguien.
—No podría decirlo… a treinta kilómetros al menos, quizá treinta…
—¡En Moodkee, pues!
—Tranquilo, ¿quieres? —Huthwaie tenía los ojos cerrados—. ¡Son obuses!
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¡Es Gough!
Y así era, el soldado de la guerrera blanca con un exhausto ejército a sus talones, mal alimentados, sedientos y sin organización alguna, con menos cañones pero no, gracias a Dios, con menos efectivos que los enemigos, dirigiéndose hacia ellos de la única forma que conocían: embistiendo como locos y al diablo con las consecuencias. Por aquel entonces no sabíamos nada de todo esto; sólo podíamos quedarnos allí en la veranda, con las polillas arremolinándose en torno a las lámparas, oyendo el distante cañoneo hora tras hora, mucho después de la puesta de sol, cuando ya podíamos ver los relámpagos reflejados en el distante cielo de la noche. Hasta que uno de los exploradores de la caballería ligera de Harriott volvió, atragantado de polvo y excitación, no tuvimos ni idea de lo que estaba ocurriendo en aquella asombrosa acción, la primera en la gran guerra
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: la Medianoche de Moodkee.
Cuando yo llevo toda mi chatarra, en ocasiones de gran gala, tengo medallas de un sinfín de campañas, desde «Kabul 42» hasta «Sudán 96»… pero no de ésa, la batalla que yo empecé. No me importa; yo no estuve allí, gracias a Dios, y no fue una famosa victoria para nadie, pero me gusta pensar que impedí que fuese una catástrofe. El ejército de Gough, que un khalsa bien manejado podía haber aplastado por su simple peso, vivió para luchar otro día porque yo había igualado las oportunidades… y porque no hay mejores soldados a caballo en el mundo que la Brigada Ligera.
Entre ellos, Hardinge y Gough estuvieron condenadamente cerca de convertirlo en una derrota, uno por su precaución de abuelita medrosa, el otro por su alocada irresponsabilidad. Gracias a Hardinge, estábamos mal preparados para la guerra, los regimientos estaban retenidos desde el frente, no teníamos estaciones de aprovisionamiento adecuadas en la línea de marcha (y de ese modo Broadfoot y sus políticos tenían que saquear el campo para improvisarlas), ni siquiera un hospital de campaña listo para recoger heridos. Paddy tenía que seguir adelante con sus efectivos, cincuenta kilómetros al día a marchas forzadas, con lo que el transporte y servicios auxiliares quedaban desperdigados detrás por todo el camino a Umballa. Hardinge había decidido dejar de ser gobernador general y convertirse de nuevo en soldado, así que fue a toda prisa a Ludhianay vació la guarnición para unirse a la marcha, y cuando alcanzaron Moodkee tenían cerca de doce mil hombres, bastante agotados después de un día de marcha, donde estaban los
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de Lal esperándoles, diez mil efectivos y un par de miles de infantería.
Ahora era el turno de Paddy. Los
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habían estacionado sus soldados y cañones en la selva, y Gough, en lugar de esperar que llegasen, tenía que echarse sobre ellos en caso de huida… y eso era todo lo que él sabía. La artillería se batió bien, levantando una nube de humo y polvo… El hijo de Hardinge me dijo más tarde que era como luchar con la niebla de Londres; el hecho es que no hay dos relatos de la batalla que concuerden, porque nadie podía ver absolutamente nada durante la mayor parte del tiempo. Ciertamente, había tal cantidad de
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que amenazaban con envolvernos, pero nuestra propia caballería los empujó por los flancos, a ambos lados, y rompió su formación. El Tercero de Ligeros galopaba entre los cañones y la infantería
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, pero cuando Paddy lanzó un ataque frontal de infantería echaron a correr entre una gran nube de metralla, y todo el asunto estuvo pendiente de un hilo durante un rato, porque cuando llegaron a la selva los cañones
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estaban todavía haciendo grandes estragos, y hubo una encarnizada lucha entre los árboles. Por entonces estaba oscuro y aquellos tipos estaban disparando a sus propios camaradas, algunos de nuestros regimientos cipayos volaron literalmente por los aires, todo era confusión por ambas partes. Entonces los
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se retiraron, dejando diecisiete cañones tras ellos. Nosotros tuvimos unas doscientas bajas y tres veces más heridos; las pérdidas
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, según me dijeron, fueron mayores, pero nadie lo sabe.
Pueden llamar a esto un tanto a nuestro favor,
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pero aquello aclaró pocas cosas. Nosotros habíamos tomado el terreno y los cañones, para que el khalsa pudiera ser vencido… a un alto coste, porque ellos habían luchado como tigres entre los árboles, y sin tomar prisioneros. Nuestros cipayos habían perdido parte de su miedo a los
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, y nuestra caballería, británica e india, había visto la espalda de los
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. Si Gough podía continuar con rapidez, y disponer del resto de las fuerzas de Lal que estaban concentradas en Firozabad, a veinte kilómetros,
antes
de que las huestes de Tej vinieran a reforzarle, estaríamos en el buen camino para triunfar. Pero si el khalsa se reagrupaba… bueno, entonces sería otra historia.
Enseguida, a la mañana siguiente, se vio claro todo esto. Pero por entonces yo tenía ya otras preocupaciones. Uno de los mensajeros que Littler había enviado con noticias de mis disposiciones con Lal y Tej había alcanzado a Gough en el punto culminante de la batalla; era una visión asombrosa, con veinte mil caballos, soldados de infantería y cañones enfrentándose unos a otros a la luz de las estrellas, y el viejo loco en persona rabioso porque no podía tomar parte personalmente en la carga del Tercero de Ligeros al flanco
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.
—¡Maldición! ¡Aquí estoy yo, y ahí están ellos, yo podría estar igualmente en mi cama! ¡Venga, Mickey, y dale s una de mi parte! ¡Hurra, hurra, chicos…!
El mensajero había decidido sabiamente que no le haría caso durante un buen rato, y cerca de medianoche, cuando la lucha había acabado, Gough y Hardinge abrieron los despachos al dejar el campo, con Broadfoot siguiéndoles. El mensajero dijo que fue como un sueño extraño: una gran luna dorada brillando en la llanura llena de matorrales y la selva, los cañones de los
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, con sus artilleros muertos amontonados en torno a ellos; los cuerpos mutilados de nuestros Dragones Ligeros y lanceros indios señalando el camino de su carga entre las posiciones del khalsa, las grandes masas confusas de hombres y caballos y camellos muertos y moribundos desperdigados por la llanura; el coro de gemidos de los heridos, y los gritos de nuestra gente mientras buscaban a sus amigos entre los caídos; la montaña de cuerpos apilados como un monolito donde Harry Smith había atacado con sus árabes, plantando los colores de la reina en la cabeza de la columna del khalsa, rugiendo a sus compañeros que fueran y lo cogieran… como así hicieron; Gough y Hardinge de pie un poco apartados, hablando tranquilamente a la luz de la luna, y Paddy dándole al mensajero su respuesta, y añadiendo las palabras que hicieron asomar mi corazón a la garganta.
—Mis respetos a sir John Littler, y dígame que oirá hablar de mí… ¡Y que le estaré muy agradecido si me manda a ese joven Flashman cuando pueda! ¡Quiero decirle dos palabras!
No fueron unas palabras duras, sin embargo; en realidad, lo primero que dijo, cuando aparecí cojeando ante su presencia en la gran tienda en Moodkee, fue:
—¿Qué te pasa en la pierna, chico? Siéntate y Baxu te traerá un vaso de cerveza. ¡Da mucha sed galopar en esta época!
Primero, sin embargo, tuve que presentarme ante Hardinge, que estaba con él en la cena, un tipo serio, de cara inexpresiva y muy silencioso, con la manga vacía del brazo izquierdo que le faltaba metida en la casaca. Me desagradó nada más verle, y el desagrado fue mutuo: me dirigió un saludo glacial, pero Broadfoot estaba allí, con una gran sonrisa y un caluroso apretón de manos. Fue una buena bienvenida, se lo aseguro. La cabalgada de cincuenta kilómetros desde Firozpur, dando un rodeo hacia el sur por si había exploradores
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, con sólo seis suboficiales
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como escolta, me deprimió mucho y no hizo ningún bien a mi tobillo lastimado, y cuando alcancé Moodkee sufrí un espantoso golpe. Llegamos por el sur al ponerse al sol, y por eso no vimos nada del campo de batalla, pero estaban enterrando a los muertos, y me aventuré a mirar a un lado a través del mosquitero abierto de una tienda y allí, envuelto en un capote, estaba el cuerpo del viejo Bob Sale.
Aquello me derrumbó. Era un tipo tan agradable, tan entrañable que todavía me parece verle secándose las nobles lágrimas de sus rojas mejillas ante mi lecho de herido en Jalalabad, o sonriendo desde la cabecera de la mesa ante los arranques más locos de Florentia, o golpeándose la rodilla: «No habrá retirada de Lahore, ¿verdad?». Ahora habían tocado a retirada para él, ese viejo luchador de Bob. La metralla le había alcanzado cuando atacaron la selva… ¡El oficial de intendencia cargando con la infantería! Bueno, gracias a Dios yo no tenía que darle la noticia a ella.