Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
VIEJO WALLAH (
agitado
): ¡La medida debe ser exacta!
EUROPEO: Un grano de arroz puede ser exacto en las estrellas, astrólogo, pero no en la tierra. De todos modos, tres metros de piedra detendrán cualquier cohete que puedan lanzarnos los británicos.
VIEJO WALLAH: ¡No si la circunferencia es demasiado pequeña! Debe ser ensanchada…
EUROPEO (
encogiéndose de hombros
): O el general debe perder peso.
TEJ (
furioso
): Maldito sea, Hurbon… ¿Quién eres tú, en el nombre de Satán, y qué demonios quieres?
Porque por entonces Sardul Singh estaba ya ante él, saludándole y luego susurrándole algo con urgencia. Tej se sobresaltó y me dirigió una mirada extraña, como si yo fuera un fantasma. Entonces se recuperó, me hizo señas urgentemente y entró en la colmena.
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Yo le seguí y me encontré en una pequeña cámara circular, asfixiante y apestosa por el humo de una solitaria lámpara de aceite. Tej cerró la puerta, y el sonido de la batalla se amortiguó hasta convertirse en un distante murmullo. Casi se agarró a mí, y las mejillas le temblaban.
—¿Eres tú, mi querido amigo? ¡Ah, gracias a Dios! ¿Es verdad lo que me han dicho? ¿Hay una negociación secreta?
Le dije que no la había, que era una mentira que le dije a Sardul con las prisas del momento, y dejó escapar un gemido de desilusión.
—Entonces, ¿qué vaya hacer yo? ¡No puedo controlar a esos locos! Ya les has visto ahí fuera… ¡actúan como si yo no existiera, y menosprecian mis órdenes esos cerdos amotinados! Sham Singh dirige la defensa, y vuestro ejército será cortado a pedacitos! ¡Yo no busqué esto! ¡Ah, demonios!, ¿por qué tuvo que hacerme esto Gough sahib? —empezó a rabiar y maldecir, golpeando sus gordos puños en la piedra—. Si el
Jangi lat
es vencido, no sé qué será de mí. ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! —y cayó al suelo, un montón de grasa temblorosa con su casaca dorada, sollozando y quejándose de Gough y Sham Singh y Jeendan y Lal Singh, y todo el mundo que le venía a la cabeza.
No le interrumpí. Debió de ser la súbita quietud en aquel pequeño refugio, el caso es que por primera vez me encontré capaz de pensar, y me sumergí en hondas reflexiones. Porque allí estaba yo, por un extraño quiebro del destino, prisionero en el corazón del campamento enemigo, en el supremo momento de la crisis imperial, mientras todo estaba todavía en juego. Una vocecilla en mi alma cobarde me decía lo que había que hacer. Sólo pensar en el riesgo me hacía temblar; de todos modos, todo dependía de una cosa. Esperé a que las lamentaciones de Tej alcanzaran un tono elevado, me deslicé silenciosamente fuera de la colmena, cerré la puerta y miré ante mí, con el corazón encogido.
Por todas partes había una espantosa confusión y la visibilidad apenas llegaba a veinte metros, pero en torno al grupo dirigente había un animado grupo de
sijs
bailando y agitando los
tulwars…
así que nuestro primer ataque había fracasado, aunque el estruendo de la artillería era tan ensordecedor como siempre. Un grupo de artillería a caballo vino haciendo resonar los cascos por el puente; un oficial herido, con su casaca azul empapada de sangre, era llevado en parihuelas por los asistentes; el europeo Hurbon
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> montaba un poni y salió cabalgando en medio de la humareda; el viejo astrólogo todavía estaba murmurando algo sobre sus mapas, pero lo único que a mí me importaba acababa de pasar: Sardul Singh y su pelotón, habiendo cumplido con su deber al entregarme, se habían ido. Y concentrados en la lucha a muerte que se libraba allí mismo en el camino, nadie prestó la menor atención al alto
badmash
Kabuli que se deslizaba furtivamente fuera del escondite del comandante en jefe.
Fue mi providencial suerte la que me inspiró mientras Tej sollozaba a mis pies. Recé silenciosamente una plegaria, di una docena de zancadas, ganando velocidad mientras lo hacía, y con un último y poderoso salto me aparté de la orilla y me sumergí en la rápida corriente del Sadey.
De acuerdo con el
Morning Post
o el
Keswick Reminder
, no recuerdo cuál (o quizá fuera el
Lincoln, Rutland y Stamford Mercury
), fui perseguido por «una horda de furiosos enemigos, cuyas descargas barrieron las aguas por encima de mi cabeza», pero la verdad es que nadie vio mi «enérgico salto hacia la libertad» excepto un par de
dhobi
-
wallahs
que hacían la colada en los remansos (vaya sangre fría, esos, lavar la ropa cuando la batalla estaba en su apogeo), lo cual muestra que uno nunca debería confiar en lo que lee en los periódicos. ¡Pero si dijeron incluso que me había «liberado de mis ataduras» y acuchillado a un par de «oscuros enemigos» en el curso de mi fuga «de las garras del khalsa
sij
»!
Yo
nunca dije nada de eso. Los hechos sucedieron tal como he contado, y aunque quizá los he adornado un poco en beneficio de Henry Lawrence, los relatos sensacionalistas de la prensa son pura fantasía. Es una ley periodística, como saben, que los héroes nunca pueden hacer nada corriente; cuando Flashy, el Héctor de Afganistán, se bate en retirada, tiene que haber un ejército aullando a sus talones, o el público cancelaría sus suscripciones.
Sabiendo la verdad de mi poco gloriosa evasión, ustedes pueden lanzar una exclamación de disgusto ante mi deserción en la hora de más necesidad; bien, allá ustedes. Yo ni siquiera observaré que quedarme no habría servido para nada, ni pretenderé que si hubiera habido una bomba a mano me habría entretenido en colocarla en el alto mando del khalsa antes de salir corriendo… Alguien se habría dado cuenta, seguro. Mi única intención era escapar, y el Sadey me llamaba. Mientras me sumergía en el agua y me alejaba de la orilla, me dispuse a flotar hasta Firozpur si era necesario, disfrutando al saber que la corriente me estaba llevando más allá del alcance de amigos y enemigos. Y eso debió de hacer, puesto que el río había subido dos metros por encima de su nivel normal, desarrollando corrientes que me llevaron casi en diagonal hacia la orilla norte; agotado como estaba yo no podía: permanecer en plena corriente, porque había un terrorífico remolino que me absorbía hacia abajo, y todo lo que pude hacer fue seguir flotando. Soy un buen nadador, pero un río crecido es algo temible; yo estaba ya medio ahogado cuando me encontré en los remansos del norte; luchando, vomitando y jadeando salí a la fangosa orilla.
Me quedé allí echado durante un par de minutos, recuperando el aliento, y cuando atisbé entre las cañas, ante mí estaba el flanco extremo de las fortificaciones khalsa, con el puente de barcos, a apenas un kilómetro corriente arriba. Lo cual significaba que en el acantilado directamente por encima de mí estaban las baterías de reserva
sijs
junto a las cuales habíamos pasado en el camino de ida… y si un artillero ocioso acertaba a mirar por encima del borde, me vería allí, como un pez cogido en una red.
Me deslicé por entre las cañas, maldiciendo mi suerte, y me arrastré al abrigo del farallón, que era de unos nueve metros de alto. Por encima de mí, debajo del saliente, estaba lo que parecía ser un reborde arenoso. Si podía encaramarme allí me podría esconder de las miradas tanto de arriba como de abajo, así que empecé a trepar por la orilla casi perpendicular, escarbando agujeros para apoyarme en la arcilla húmeda. Fue un trabajo duro, pero mi miedo era que en algún momento apareciera una oscura cabeza. Al acercarme a la cima, les oí charlar en los emplazamientos, que afortunadamente estaban a unos veinte metros del borde. Trepé los últimos pies con el corazón en la garganta, gané el saliente y me sentí feliz de ver que éste se extendía hacia atrás un metro por debajo del borde, bien escondido, pero con una clara visión de dos kilómetros río arriba y de la posición khalsa en la orilla sur. Ante mis ojos se mostró la gran batalla de Sobraon.
Cualquier soldado les dirá que, en el fragor de la batalla, las imágenes y sonidos se graban en la memoria y siguen vívidos durante cincuenta años, pero se pierde todo el sentido del tiempo. Todavía
veo
el cigarro de George Paget entre sus dientes cuando se inclinó desde su silla para levantarme en la batería de Balaclava; puedo
oír
todavía la tosecilla de Custer al balancearse hacia atrás sobre sus talones con la sangre asomando por sus labios. Pero ¿cuánto duraron esas acciones? Sólo Dios lo sabe. Balaclava duró veinte minutos, según me dijeron, y Greasy Grass unos quince… Bueno, estuve en las dos, del principio al fin, Y yo habría dicho que duraron más de una hora. En Sobraon, donde admito que fui más espectador que actor, fue algo completamente distinto. Desde el momento en que Sardul y yo cabalgamos por el puente hasta el momento en que alcancé mi repisa, yo había calculado que había pasado una media hora como máximo; de hecho, habían pasado entre dos y tres horas, y en aquel espacio de tiempo, mientras Tej estaba peleándose por la medida de su escondite y yo me tragaba el Satley a litros, Sobraon se perdió y se ganó. Así fue como sucedió.
El ataque de nuestra ala izquierda, que yo había presenciado, fue rechazado con grandes pérdidas. Nuestro avance por el otro flanco y el centro era una estratagema, pero cuando Paddy vio a nuestra ala izquierda a la deriva, cambió la treta por un asalto en toda regla, entre una ráfaga de fuego; de algún modo, nuestros hombres la sobrevivieron y atacaron las defensas
sijs
a lo largo de todo el frente curvado de cuatro kilómetros, y durante casi una hora hubo una lucha encarnizada por encima de las zanjas y los baluartes. Nuestra gente fue rechazada una y otra vez, pero seguían avanzando, bayonetas británicas e indias y cuchillos gurkas contra los
tulwars
, con estremecedora rabia. No hubo maniobras ni estrategia científica, sino una carnicería cuerpo a cuerpo… Ésa era la forma de luchar que entendía Gough, ¿y acaso los
sijs
no estaban dispuestos a corresponderle?
Luchaban como locos… Quizás ese fue su error, porque cuando repelían un ataque, salían trepando de las trincheras para mutilar a nuestros heridos. Bueno, uno no hace esas cosas a los Atkins y cipayos y gurkas si sabe lo que le conviene; nuestra gente volvía a atacar con rabia asesina, y cuando las escalerillas no llegaban, trepaban unos sobre los hombros de los otros y por encima de los muertos apilados, y casi ensartaban a los
sijs
fuera de sus primeras líneas de trincheras sin disparar un solo tiro. Los buenos luchadores de bayoneta siempre ganan a espadachines y lanceros, e hicieron retroceder a los
sijs
cuatrocientos metros de terreno, hasta la segunda línea, donde se habían detenido los artilleros del khalsa… y Paddy mostró que él era también un gran general, además de un asesino.
Desde mi escondite hasta la segunda línea de los
sijs
había apenas un kilómetro, y pude ver a sus artilleros tan bien como la luz del día, porque el viento se estaba llevando su humo río abajo. Estaban haciendo funcionar sus piezas de campo, obuses y fusiles hasta ponerlos al rojo vivo; la línea parecía como si estuviera en llamas, tan constante era el rugido de las descargas que barrían la tierra, y casi hacían estallar en una tormenta de polvo las trincheras exteriores desde donde nuestra infantería y cañones ligeros estaban tratando de avanzar. Entre la segunda línea de los
sijs
y el río los caballos y la infantería khalsa volvían a formar por miles, preparándose para contraatacar si la oportunidad surgía. Gough se aseguró de que eso no sucediera.
Frente a mí hubo una súbita y colosal explosión en las trincheras del flanco de la segunda línea; los cuerpos volaban como muñecos, un cañón de campaña fue volcado completamente y se levantó una gran columna de polvo, como un genio salido de una botella. Cuando se aclaró, vi que nuestros zapadores habían conseguido hacer una gran brecha en los baluartes, y a través de ésta quién apareció trotando sino el viejo Joe Thackwell, con tanta facilidad como si estuviera en el Row, con una sola fila del Tercero de Ligeros a sus talones, avanzando en línea mientras despejaban el agujero. Detrás de ellos asomaron los
pugarees
azules y los pantalones blancos de los Irregulares Bengalíes, y antes de que los
sijs
supieran qué demonios estaba pasando, Joe se levantaba en sus estribos, agitando el sable, y el Tercero de Ligeros barría la retaguardia de las posiciones de los cañones, apartando a un lado a la infantería de soporte, dando mandobles y cabalgando en todas direcciones. En un momento, la retaguardia de la segunda línea era un torbellino de hombres y caballos, con los sables alzándose y cayendo a la luz del sol; en medio de todo aquello los bengalíes irrumpieron como un rayo. Más allá, la línea de nuestra infantería estaba volcándose sobre los baluartes, una ola de casacas rojas y bayonetas, que en un santiamén había pasado la línea completa, y los batallones del khalsa caían hasta la tercera línea de trincheras a apenas doscientos metros del río. No iban corriendo, sin embargo; se retiraban ordenadamente, lanzando descarga tras descarga a nuestro avance, mientras los bengalíes y los dragones les acosaban por el frente y los flancos, y nuestros cañones ligeros venían a la carrera a través de las líneas exteriores para prepararse y volver su fuego hacia el sentenciado ejército
sij
.
Porque al final lo habían conseguido. Aunque parecía sólido como una roca mientras permanecía en el recodo del río, con los batallones formados, los escuadrones ordenados, los estandartes elevados delante de ellos y sus muertos apilados en el suelo… se vio abrumado por un enemigo que había superado la ventaja en contra simplemente porque se negaba a ser detenido: habían perdido sus cañones. Ahora, mientras nuestra artillería ligera y nuestras piezas de campo abrían grandes brechas en sus filas, sólo podía replicar con fusilería y acero a las cargas de nuestros caballos yal avance fijo de nuestra infantería. Poco a poco, vacilaron y se fueron echando atrás, disputando cada centímetro. Yo miraba los estandartes, esperando que cayeran como prueba de rendición. Pero no lo hicieron. Los khalsa, los puros, morían al pie de sus estandartes, sus
sirdars
y generales trepando a las trincheras deshechas para defenderlas. Incluso me pareció adivinar la alta figura del viejo guerrero que había visto dirigiendo el alto mando; estaba encima de un destrozado cañón, con la blanca túnica brillando a la luz del sol, un escudo en un brazo y el
tulwar
levantado, como un espíritu del khalsa, y entonces le envolvió una nube de humo, y cuando se aclaró, había desaparecido.
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