Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Y no fue sólo ése el motivo de que yo me encontrara ausente de la fiesta diplomática. Sospeché que la aversión que sentía Hardinge hacia mí se basaba en la sensación de que yo estropeaba la imagen que él tenía en su mente de toda la guerra
sij
. Yo no cuadraba con ella; era una mancha en el paisaje, más molesto si cabe precisamente porque pertenecía a él. Creo que él soñaba con algún noble tapiz para exhibirlo en la gran galería histórica de la aprobación pública: un cuadro bastante realista, de heroísmo británico y fe más allá de la muerte frente a las probabilidades en contra. Sí, y también de valentía ante ese obstinado enemigo que murió en el Satley. Bueno, saben ustedes lo que yo pienso del heroísmo y la valentía, pero los sé apreciar, como sólo un cobarde de nacimiento puede hacerlo. Estarían allí reflejados, seguro, en el noble tapiz, Hardinge severo y controlado, plantando una bota dominante en un
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muerto y levantando a un contrito, aterrorizado Dalip con la mano, mientras Gough (a un lado) se dirigía al cielo con la espada levantada ante un fondo de un humeante cañón, soldados británicos pasando a bayoneta a unos negros con los dientes apretados, y Marte y la Madre India flotando por encima con vestiduras adecuadas. Precioso todo.
Bueno, uno no puede estropear un espectáculo como ése con una caricatura a lo
Punch
de Flashy tirándose a oscuras damiselas, espiando y fraguando sucios tratos con Lal y Tej, ¿verdad que no?
Sin embargo, las órdenes de Lawrence debían ser obedecidas, así que yo luché por levantarme de mi lecho del dolor, me quité la barba, obtuve ropas limpias y civilizadas, corrí a Firozpur por el río en una barcaza y me dirigí hacia Kussoor con aspecto pálido y atractivo y un cojín en la silla.
Mientras yacía con aquellos dolorosos retortijones, Gough y Hardinge estuvieron persiguiendo la paz con vigor. Paddy tenía todo el ejército al norte del Satley, a tres días de Sobraon, y Lawrence había estado en contacto con Goolab, que ahora creyó seguro aceptar abiertamente el nombramiento de visir que el khalsa le había estado ofreciendo, y adelantarse a negociar en su propio interés. Todavía quedaban unos treinta mil en armas, como recordarán, y Hardinge estaba ansioso por llegar a un acuerdo antes de que aquellos brutos pudieran reconstruir de nuevo su ejército. Porque era una posición muy delicada, políticamente hablando: teníamos los hombres y medios necesarios, como había señalado Paddy, para conquistar el Punjab; lo que nos hacía falta era mí tratado que nos diera el control efectivo, disolviera los últimos restos del khalsa y mantuviera contentos a Goolab, Jeendan y los demás nobles carroñeros. Así que Hardinge, con una velocidad y un celo que habrían sido muy útiles unos meses atrás, tuvo sus condiciones preparadas y listas para restregárselas por la cara a Goolab apenas cinco días después de que acabase la guerra.
Kussoor se encuentra a apenas cincuenta kilómetros de Lahore, y Hardinge se había instalado con su séquito en unas tiendas cerca de la ciudad vieja, con el ejército acampado en la llanura. Mientras yo trotaba a través de las líneas podía sentir aquel aire de exaltación que viene del final de una campaña: los hombres están cansados, y les gustaría dormir durante un año seguido, pero no quieren perderse el cálido sentimiento de supervivencia y camaradería, así que se quedan allí tirados parpadeando al sol, o se animan a retozar y jugar a pídola. Recuerdo a los lanceros jugando al béisbol, y un joven artillero sentado en un cañón, chupando su lápiz y escribiendo al dictado de un sargento con el brazo en cabestrillo: «… y dile a Sammy que papá tiene una espada
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y que se la dará si se porta bien, y un chal de seda para su mamá… Espera, pon su querida mamá y mi queridísima…». Los cipayos estaban haciendo la instrucción, grupos de tipos en chaleco y pantalones ponían sus cazuelas al fuego para cocinar, las largas líneas de arruinadas tiendas dormitaban en el calor, las cornetas sonaban en la distancia, y el aroma de lo que cocinaban los nativos surgía de entre los acampados, que eran cincuenta mil. Más allá del parque de artillería, un sargento de color gritaba para oír el eco, y un rufián de cabello rojo con un ojo negro estaba atado a la rueda de un cañón como castigo, intercambiando joviales insultos con sus compañeros. Yo me detuve para cambiar unas palabras con Bob Napier el zapador,
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que tenía el caballete puesto y estaba pintando pacientemente a un
sowar
bengalí con traje completo de casaca azul, banda roja y pantalones blancos, pero tuve mucho cuidado de evitar a Havelock el Sepulturero, que estaba sentado delante de su tienda (con el Libro de Job, probablemente en la mano). Todo estaba tranquilo y adormilado, después de seis días de fuego y furia durante los cuales aquellos tipos habían conseguido mantener cerradas las puertas de la India. El ejército del Satley estaba en paz.
Se lo habían ganado. Había mil cuatrocientos menos, y cinco mil heridos en las barracas de Firozpur. Para compensar, habían matado a dieciséis mil punjabíes y destruido el mejor ejército al este de Suez. Hubo un gran escándalo en casa, por cierto, a propósito de nuestras pérdidas; habiendo visto la crudeza de dos de las cuatro batallas, y sabiendo la calidad del enemigo, yo diría que fuimos muy afortunados de que la factura de la carnicería fuese tan pequeña. Con Paddy al mando, era poco menos que un milagro.
Si las tropas tenían un aire relajado, el cuartel general parecía la Guardia Montada durante una alarma de incendios. Hardinge acababa de emitir una proclama diciendo que la guerra había terminado, y que había sido culpa de los
sijs
, que nosotros no deseábamos expansión territorial y que estábamos repletos de pacífico autocontrol, pero si los gobernantes locales no cooperaban para rescatar al estado de la anarquía, tendrían que tomar «otras medidas», ya saben. En consecuencia, mensajeros alborotados corriendo de acá para allá, escribientes sudando, ejércitos de porteadores por todas partes buscando refrescos y muebles, y ramilletes de jóvenes edecanes apostados por ahí con aire aburrido. Sin duda yo soy un poco despiadado, pero había notado que apenas deja de sonar el eco del último tiro, pelotones de estos exquisitos llegan como por arte de magia, empleados en cosas vagas, quejándose mucho, atacando la ginebra para hacer cócteles y oliendo a brillantina. Había un grupo delante de la tienda de Lawrence, todo risas y matamoscas.
—Te digo, muchacho —me dijo uno—, que no puedes entrar. El mayor no recibe a civiles hoy.
—Oh, por favor, señor —supliqué yo, quitándome el sombrero—, es terriblemente importante, ¿sabe?
—Si vendes licores —continuó—, ve a ver al… cómo se llama, ¿Tommy? Ah, sí, el
khansamah…
el mayordomo para ti, guapo.
—¿Quién digo que me envía? —pregunté, humildemente—. ¿Los porteros del mayor Lawrence?
—¡Cuidado con sus modales, caballero! —exclamó él—. ¿Quién demonios eres, de todos modos?
—Flashman —contesté, y disfruté al verlos abrir la boca—. No, no, no se levanten, pueden seguir sobre sus traseros. Y hablando de mayordomos, ¿por qué no se van a ayudar a Baxu a limpiar las cucharas?
Me sentí mejor después de aquello, y mejor todavía cuando Lawrence, nada más verme, despidió a sus wallahs y me estrechó la mano con entusiasmo. Estaba más encorvado y preocupado que nunca, en mangas de camisa y con una mesa repleta de papeles y mapas, pero escuchó atentamente la historia de mis aventuras (en las cuales no hice mención alguna a Jassa), y no le dio importancia a mi fracaso con Dalip.
—No fue culpa suya —dijo, con su estilo brusco—. Goolab nos ha dicho que el chico está bien, eso es lo que importa. De todos modos, eso pertenece al pasado. Mi preocupación es el futuro y lo que tengo que decirle ahora es confidencial. ¿Está claro? —Me miró con ojos penetrantes, sacó su mandíbula inferior y continuó, vigorosamente—: A sir Henry Hardinge no le gusta usted, Flashman. Piensa que es un mequetrefe, demasiado independiente y reacio a la autoridad. Su conducta en la guerra, con la cual estoy muy satisfecho, déjeme que se lo diga, no le gusta. «Un bufón de Broadfoot», ya sabe. Le diré que cuando él supo que Goolab tenía al chico, habló de someterle a usted a un consejo de guerra. Incluso se preguntó si usted habría obrado de acuerdo con Gardner. Ésa es la maldición de la política india, que hace que sospeches de todo el mundo. De todos modos, pronto le disuadí (por un instante juro que la severa cara de caballo apareció triunfante, luego se mostró preocupado de nuevo). En resumen, él no piensa en usted, ni le ve como alguien de confianza.
Mis propios sentimientos acerca de Hardinge exactamente, pero no dije nada.
—Ahora bien, Goolab Singh vendrá mañana para saber cuáles son los términos del tratado y yo vaya enviarle a usted para que se encuentre con él y le acompañe al campamento. Por eso le he mandado llamar. Usted tiene la confianza de ese viejo zorro, y quiero que eso se vea y se sepa. Especialmente sir Henry. A él quizás no le guste, pero yo quiero que él entienda que usted es necesario. ¿Está claro?
Dije que sí, pero, ¿por qué?
—Porque cuando este tratado esté firmado (no puedo decirle cuáles son los términos, son secretos hasta que los escuche Goolab) es probable que se requiera una presencia inglesa en Lahore, con un residente, para mantener el
durbar
bajo nuestras riendas. Yo seré ese residente y quiero que usted sea mi ayudante.
Viniendo del gran Henry, creo que fue un cumplido tan grande como darle la mano a Wellington o uno de los extáticos gemidos de Elspeth. Pero era tan inesperado y ridículo que casi me eché a reír.
—Por eso se lo estoy adelantando ahora. Goolab será la
éminence grise
, y si él le respeta y confía en usted, eso ayudará a convencer al gobernador general sobre lo de su nombramiento —hizo una amarga mueca—. No nos llaman políticos por nada. Tengo que persuadir a Currie y al resto de los wallahs de Calcuta. Pero me las arreglaré.
Cuando pienso en el número de hombres eminentes (y mujeres) que me han tomado por lo que no soy y se han formado una alta opinión de mi carácter y habilidades, tiemblo por el futuro de mi país. Quiero decir que si ellos no pudieron detectar que yo no era un tipo fiable, ¿a quién podrán desenmascarar? Aun así, es agradable que piensen bien de uno, y esto ha hecho mi fortuna, a expensas de algunos espantosos peligros… y dificultades menores como confesar con mucho tacto a Henry Lawrence que yo no habría tocado esa desagradable propuesta ni con guantes. Mi primera razón era que estaba hasta las narices de la India y del servicio, de los
sijs
, de las salvajes carnicerías y los peligros mortales, y me sentía aterrorizado, acosado, atormentado y utilizado, cuando todo lo que quería eran las comodidades del hogar y meterme con Elspeth y otras mujeres civilizadas en la cama, y no volver a salir nunca más de Inglaterra. No me atreví a decirle todo aquello, pero afortunadamente había un medio de escapar.
—Es muy amable por su parte, señor —dije—. Me siento muy honrado, en realidad. Pero me temo que tengo que declinar su oferta.
—¿Qué está diciendo? —saltó al momento, listo para luchar con su propia sombra si le contradecía, así era él.
—No puedo quedarme en el Punjab, señor. Y ahora que la guerra ha terminado, quiero volver a casa.
—¿Ah, sí? ¿Y puedo preguntarle por qué? —estaba casi a punto de estallar.
—No es fácil de explicar, señor. Tomaría como un gran favor… que usted me permitiese simplemente declinar la oferta… lamentándolo mucho, se lo aseguro…
—¡No haré tal cosa! ¡No puede quedarse en el Punjab, vaya! —se calmó abruptamente, mirándome—. ¿Es a causa de Hardinge?
—No, señor, en absoluto. Simplemente, estoy decidido a que me manden a casa.
Se echó atrás en la silla, dando golpecitos con un dedo.
—Usted nunca huye del deber, así que tiene que haber una buena razón para esto… ¡Es absurdo! Venga, hombre… ¿qué pasa? ¡Dígamelo!
—Muy bien, señor… ya que insiste —creí que había llegado ya el momento de soltar mi bomba—. El hecho es que usted no es el único que quiere que yo me quede en Lahore. Hay una dama allí… que tiene intenciones… honorables, por supuesto, hacia mi persona… y… bueno, no puede ser, como puede imaginarse. Ella…
—¡Dios mío! —probablemente soy el único hombre que he conseguido que Henry Lawrence se tomase el nombre de Dios en vano—. ¿La maharaní?
—Sí, señor. Me lo ha dicho de forma absolutamente clara, me temo. Y yo ya estoy casado, como usted sabe —por alguna razón, Dios sabe cuál, añadí—: A la señora Flashman no le gustaría ni pizca.
No dijo nada al menos durante tres minutos. Estoy seguro de que el muy canalla estaba preguntándose qué ventaja podía haber en tener a la reina madre del Punjab suspirando por su ayudante. Son todos iguales estos condenados políticos. Finalmente, sacudió la cabeza y dijo que había comprendido mi objeción, pero que mientras no estuviera en Lahore, no había razón alguna para no ser empleado en alguna otra parte…
—No, señor —repetí firmemente—. Me voy a casa. Si es necesario, renunciaré. —Quizá fuera que no me había curado del todo de mi enfermedad, el caso es que me sentía asqueado, cansado y dispuesto a pegarme con él si quería. Creo que se dio cuenta, porque se puso bastante razonable y dijo que ya vería. No era un mal tipo, tal como se mostró al final de la conversación.
—Creo que me ha proporcionado usted material para otra novela romántica —dijo, con aire voluble—. Dígame, esa dama, ¿es tan atractiva como dicen?
No era el único que me hacía aquella pregunta. Había sido mi destino conocer a algunas misteriosas bellezas que excitaban el interés lujurioso de mis superiores. Recuerdo a Elgin poniéndose rojo de curiosidad con la emperatriz de China, y el brillo en los ojos de Colin Campbell y Hugh Rose cuando me interrogaron acerca de la Rani de Jhansi. Lincoln y Palmerston también. Le dije a Lawrence que era una mujer muy bella, pero dada a los excesos alcohólicos, y que no se podía confiar en ella. Información política, como ven, pero sin detalles lascivos. Él dijo que estaba muy interesado en conocerla, y yo le indiqué que Gardner era el hombre adecuado para eso.
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—Al menos hablará con Goolab Singh —dijo él, lo cual no me importaba, porque seguro que aquello ponía furioso a Hardinge, así que ala tarde siguiente fui trotando por la carretera de Lahore, de nuevo con uniforme, para encontrarme con el convoy de elefantes que llevaba a los emisarios del khalsa desde Loolianee. Lawrence me había dicho que ellos no iban a mostrar ninguna ceremonia, y yo debía esperar a un kilómetro y dejarles que se acercaran a mí, para mantener las formas. Pero se detuvieron a dos kilómetros de la ciudad, y vi a los conductores azuzando a las bestias y las tiendas levantadas por los
sirdars
, mientras un pequeño cuerpo de
gorracharra
montaba guardia junto a ellos. Yo continué sentado en mi poni, esperando, y finalmente vi a un jinete solitario trotando hacia mí. Era el propio Goolab. Me saludó y lanzó un grito de «
Salaam
, soldado!», mientras tiraba de las riendas, sonriendo con su cara roja de bribón y cogiéndome la mano. Para mi sorpresa, no llevaba armadura ni joyas, sino una simple túnica y turbante.