Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
—¡El enviado de un enemigo vencido no debe acudir con orgullo! —dijo él—. No soy sino un pobre suplicante, buscando misericordia del
Malki lat
, y así me he vestido. Y el que viene a encontrarse conmigo es un simple soldado… aunque distinguido. Ah, bueno, estos son tiempos difíciles.
Yo le pregunté dónde estaba Dalip.
—En buenas manos. Un niño muy tozudo, que no me muestra ningún respeto; ha pasado demasiado tiempo entre mujeres, así que sin duda ellas serán su perdición algún día. Finalmente le traeré… de la mano, ¿recuerda? —Rió y adoptó un aire artero—. Pero sólo cuando el tratado esté firmado sin duda alguna; hasta entonces mantendré al pájaro en la jaula.
Dimos un paseo hacia las líneas de Kussoor, porque él parecía no tener prisa; en realidad, para ser un hombre destinado a una embajada delicada, se mostraba insólitamente despreocupado, bromeando y hablando de tonterías, con un aire de gran satisfacción. Sólo cuando mencioné que me iba a casa al cabo de un día o dos él tiró de las riendas con asombro.
—¿Pero por qué? Si la fortuna le espera aquí… No… ¡no con esa buscona real en el fuerte de Lahore! Gurdana me lo ha contado; ¡no será usted tan loco! Mejor unirse a una víbora. ¡Pero sí en Cachemira, conmigo! —Sonreía y fruncía el ceño a la vez—. ¿Duda de mí acaso, del futuro dorado que le prometí? Regimientos para mandar, rango de general, señoríos y rentas… ¡Gurdanaya ha aceptado! ¡Sí, él abandona Lahore para venirse conmigo! ¿Y por qué no usted? ¿Acaso la Lanza Ensangrentada de Afganistán es menos soldado que Gurdana, o que ese sucio perro de Harlan, que gobernó bajo Runjeet, o Avitabile y los demás? —Me dio una palmada en el hombro—. Y nosotros hemos luchado juntos, usted y yo … ¡y quien lucha con Goolab es amigo suyo!
Si era así como recordaba él nuestra escaramuza en las callejuelas de Lahore, me parecía muy bien, pero ¿por qué se empeñaban todos en reclutar a Flashy? Reputación y crédito no era un tema que les afectara. Lawrence, Goolab e incluso una reina me ofrecía su corona. Sí, pero no estaban en casa. Se lo agradecí, explicándole educadamente que yo no era un soldado de fortuna, y él sacudió la cabeza, encogió sus grandes hombros y dejó el tema. Le pregunté si estaba seguro de obtener Cachemira, y dijo que figuraba en el tratado. Entonces me tocó a mí sorprenderme.
—¡Pero los términos son secretos, se supone que se desconoce todavía!
—¿Ah, no? Oh, no por parte de Lawrence sahib ni de su gente —se agitó entre grandes risotadas—. ¿No es éste el Punjab, y no sé yo todo lo que pasa aquí? Un tratado con dieciséis artículos, por el cual el
durbar
dará a los británicos las orillas del Satley y el Jullundur Doab, y mantendrá sólo un
kutch
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(khalsa de unas veinte mil bayonetas y doce mil caballos), y pagará una potente indemnización de un millón y medio de libras esterlinas. —Estalló en risas ante mi asombro—. No tiene que decirle a Lawrence sahib y al
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que yo sé todo eso… ¡Dejémosles que duerman por las noches! Pero si tiene que hacerlo, no importa, ellos mantendrán el trato, porque contiene todo lo que necesitan: la rica provincia del Punjab, para castigarnos y mostrarle al mundo la locura de desafiar al Sirkar; un khalsa pequeño y débil, eso sí, comandado por ese león entre los guerreros, Tej Singh, con Lal como visir, y un
durbar
sumiso para hacer su voluntad, con Dalip y su madre como marionetas obedientes… bonitamente subvencionados, seguro. Así el Punjab sigue siendo libre… pero su dueña es la Reina Blanca.
Yo no dudaba de su información. En una tierra de espías, no hay secretos. Y aquél era el mejor trato para nosotros: control sin conquista. Una cosa, sin embargo, no la comprendía yo.
—¿Cómo demonios va a pagar el
durbarde
Lahore una suma de un millón y medio? ¿No están en bancarrota?
—Claro que sí. Así que, como no tienen dinero, pagarán en especies, cediendo Cachemira y el país montañoso a los británicos.
—¿Y ellos le darán Cachemira a usted por los servicios prestados?
Él suspiró.
—No, ustedes me
venderán
Cachemira por medio millón. Su gente no desperdicia las oportunidades de sacar provecho. ¡Y dicen que los judíos son avaros! El precio no se menciona en el tratado ni tampoco otra prenda que se entregará como señal de buena fe y lealtad punjabí.
—¿El qué?
—Ya habrá oído hablar de la Montaña de Luz… Koh-i-noor, el gran diamante de Golconda. Bueno, pues también les daremos eso, como trofeo para su reina.
—No me diga. La parte de Su Majestad del botín, ¿eh? ¡Bien, bien!
—Que se lo quede —dijo Goolab, magnánimo—. Al fuerte, el premio. Al paciente esclavo, comprado con oro…, Cachemira.
Hardinge, evidentemente, no había sido advertido de que yo estaba infestando con mi presencia los cuarteles generales de nuevo, porque dio un respingo cuando escolté a Goolab hasta la gran tienda del
durbar
; y lanzó una indignada mirada a Lawrence. Había una estupenda reunión, incluyendo a Mackeson, que casi había conseguido el puesto de agente frente a Lawrence después de la muerte de Broadfoot; Currie, el secretario del gobierno, y un gran número de «Calcutawallahs», como les había llamado Lawrence. Cuando presenté a «Su Alteza, el rajá Goolab Singh» casi pude leer la mente de Hardinge: conspiración, estaba pensando, ese pequeño bellaco ha estado conspirando para conseguir un contrato de noventa y nueve años en el Khyber Pass. Fue todo hielo y dignidad hacia Goolab, que se mostraba servil y bonachón, apoyándose en un bastón y haciendo grandes aspavientos para que se fijaran en su pie gotoso, con la esperanza de que le dijeran que se sentase, lo cual no hicieron; Hardinge devolvió su saludo con un discurso formal comunicando (pero sin decirlo, porque era un experto y un diplomático) que los términos que oiríamos en breve se habían pensado para dividir en varias partes el Punjab, y que podían considerarse afortunados de salir tan bien parados. Entonces cedió la palabra a Currie y Lawrence, que explicarían el tratado, y éstos se adelantaron. Hardinge me dirigió otra fría mirada, y por un momento pensé que iba a hablarme, pero cambió de opinión; por la forma, de soslayo, en que me miraban los pelotas de Calcuta yo podía ver que había corrido la voz de que Flashy era un tipo de cuidado, así que encendí un cigarro, esperando que me regañaran. No dijeron nada, así que salí para tomar el aire.
Lawrence me había dicho aquella mañana que iría a Umballa al día siguiente (¡ya casa, gracias a Dios!), así que cuando dejé el
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hice unas cuantas gestiones para recoger las cartas y cualquier chuchería que mis camaradas quisieran enviar a casa… más rápido y más seguro que el correo del ejército. Hubo una general lamentación ante mi partida (porque como Thomas Hughes ya les habrá contado, yo tenía el don de la popularidad) y el querido y viejo Paddy Gough me llamó a su tienda e insistió en que tomase una copa con él.
—¡Los mejores hombres siempre mueren, o se casan o se retiran! —dijo, brindando conmigo—. Usted ha hecho las dos últimas cosas, Flashman, hijo mío, ¡deseamos que nunca haga la primera! Lo cual me recuerda que…, ¿me devolvió usted aquel pañuelo después de Firozabad? ¡No, no fue así, joven demonio de dedos largos! ¿Creerá usted, Smith…, un oficial que roba los efectos de su propio general en presencia del enemigo? ¡Sí, sí, lo hizo! ¡Nunca se vio nada parecido en la guerra de España, se lo juro!
Aquello iba dirigido a Harry Smith, que se parecía a Wellington más de lo habitual.
—Nunca confíe en un político —comentó—. Salud, Flashman.
Y mientras bebíamos, me sentí un poco conmovido, porque Paddy había estado presidiendo una conferencia, y su tienda estaba llena de hombres importantes: Joe Thackwell, Gilbert con su brazo en cabestrillo desde Sobraon, y el Sepulturero, y chicos más jóvenes como Edwardes y Johnny Nicholson, y Rake Hodson, y Hope Grant. Bueno, no es algo que suceda todos los días, que beban a la salud de uno tipos como esos.
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Hablaban de Sobraon, por supuesto: el Sepulturero había perdido su quinto caballo de campaña en la refriega, y Thackwell dijo que habría que empezar a cobrarle por los relevos; Harry Smith dijo que aquella situación era la cuarta más peligrosa en la que se había visto, siendo las tres primeras Waterloo, Badajoz y New Orleans, en este orden, lo cual hizo que empezaran a discutir. El viejo M’Gregor, el matasanos, me fascinó con una encantadora disertación sobre los diferentes efectos de una bala de mosquete y de la metralla, con una exquisita descripción de rodillas abiertas,
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y yo les hice reír con mi relato del escondite de Tej Singh y una versión ligeramente corregida de mi escapada por el Satley.
—¡Y yo que creía que estábamos disparando sólo a los
sijs
! —gritó Hodson—. ¡Oh, Flashy, si lo hubiéramos sabido!
Y en medio de todo aquel jaleo y risas, ¿quién viene afectadamente sino el canijo ayudante con el que yo había cruzado unas palabras ante la tienda de Lawrence el día anterior? Al ver aquella compañía, lo lógico era que se hubiera escabullido silenciosamente y hubiera salido de allí, pero sin duda acababa de salir de Eton o Addiscombe o uno de esos sitios, porque fue derecho a la mesa de Paddy, se quitó el sombrero y con una voz atildada pidió permiso para entregar un mensaje del gobernador general. Sin ceremonia ni nada parecido. Pero Paddy, muy tranquilo con su vaso en la mano y suponiendo que era para él, le dijo que disparara. El canijo se volvió hacia mí con un brillo malicioso en los ojos.
—¡Señor Flashman! —gritó, y al hablar él la charla se apagó por completo—. Sir Henry Hardinge entiende que usted va a dejar el ejército del Satley mañana. Me ha rogado que le diga que ya no se requieren sus servicios entre sus oficiales y que debe usted considerarse relevado de todo deber político y militar de ahora en adelante. También debo recordarle que está estrictamente prohibido fumar en el
durbar
.
No se oyó ni una mosca durante un momento excepto la áspera respiración de M’Gregor. Entonces alguien dijo:
—¡Dios mío!
Y yo, anonadado por ese insulto deliberado, pronunciado en presencia de la flor y nata del ejército, de alguna manera encontré el sentido común suficiente para replicar con tranquilidad.
—Mis cumplidos al gobernador general —dije—, y gracias por su cortesía. Eso es todo. Puede retirarse.
Sin embargo, no pudo hacerlo. Mientras todos después de una asombrada pausa, se ponían a hablar con sus vecinos en voz alta como si nada hubiese pasado, el Sepulturero se abalanzó sobre aquel miserable como un ángel vengador.
—Joven! —tronó, y juro que el muchacho se echó a temblar—. ¿Ha perdido todo el sentido de la decencia? ¿No sabe que una comunicación personal debe entregarse en privado? ¡Fuera, señor, en este mismo instante! ¡Y cuando haya purgado usted su insolencia, puede volver para presentar sus disculpas a este oficial, y al comandante en jefe! Y ahora… ¡fuera!
—Me dijeron… —replicó el imbécil con apenas un hilo de voz.
—¿Me desafía usted? —rugió Havelock—. ¡Fuera!
Y se fue. Me ardían las mejillas y la rabia bullía en mi interior. ¡Que te ponga en evidencia en aquella compañía un imberbe salido del jardín de infancia, y no poder hacer nada…! Pero aquello no podía haber pasado ante hombres mejores. Al momento todos estaban riendo y charlando, y Gough me dirigió una sonrisa y movió la cabeza. Harry Smith se levantó y al salir me cogió el brazo y susurró:
—Hardinge no quería hacerlo en realidad, ya sabe.
Y Johnny Nicholson y Hodson se reanimaron y M’Gregor hizo una broma acerca de amputaciones.
Mirando hacia atrás, no culpo a Hardinge en absoluto. Con todas sus faltas, sabía lo que hacía, y yo no dudo de que, en su irritación al verme junto a Goolab, hubiera murmurado algo así como: «¡Ese maldito cachorro está en todas partes! Así que se va mañana, ¿eh? ¡Ya era hora! ¡Díganle que está suspendido de todo cargo, antes de que haga alguna otra barrabasada! ¡Y fumar aquí, como si estuviera en una taberna!». Y Charlie, o alguien, pasó la orden, y el mequetrefe recibió el mensaje, y pensó marcarse un tanto. Era un idiota. Sí, pero Hardinge tenía que haber dispuesto que la cosa se hiciera de una forma decente. ¡Maldita sea!, podía haberme hecho llamar él mismo, y unir su rechazo a una palabra de agradecimiento por mis servicios, sincera o no. Pero no lo hizo, y su acólito me había hecho quedar como un idiota. Bueno, quizá pudiera jugar yo también a aquel juego.
Mientras tanto, el viejo Goolab Singh estaba encerrado charlando con Currie y Lawrence, y sin duda alzando sus garras con fingido horror ante cada cláusula del tratado que le iban exponiendo.
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Estoy seguro de que nunca dejó entrever que lo conocía todo de antemano, y se lo pasó muy bien sacudiendo la grisácea barba y protestando que el
durbar
nunca aceptaría tan duros términos. Las negociaciones duraron toda la tarde y la noche…, al menos por parte de Goolab, porque Currie abandonó después de unas horas, y les dejó a él y a Lawrence echados en su
charpoy
fingiendo dormir. Todo era pura comedia, porque Goolab estaba obligado a aceptar al final, pero mantuvo las apariencias, y no cedió hasta la madrugada. Yo estaba allí cerca, satisfaciendo mi insaciable curiosidad, cuando Lawrence le vio salir, pero no le dijo nada. Cojeó al salir de la tienda, se subió a su caballo y trotó, abandonando el campamento
sirdar
, y ésa fue la última vez que le vi, un viejo robusto a lomos de un caballo, como Alí Babá saliendo a coger leña a la luz de la luna.
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—Todo está atado y bien atado, y listo para ser firmado cuando lleguemos a Lahore —dijo Lawrence—. ¡Viejo bribón! Encantado, sin embargo, si le he juzgado bien. Tiene que estarlo… no le echan a uno un reino en el regazo todos los días. Entregará al pequeño maharajá a Hardinge dentro de un par de días —bostezó y se desperezó, mirando hacia el cielo nocturno—. Pero por entonces tú estarás corriendo hacia casa, hombre afortunado. Quédate un momento y nos tomaremos un ron para celebrarlo.
Aquello fue una concesión, porque él no era sociable como norma. Di una vuelta a lo largo de las líneas de tiendas mientras esperaba, admirando las sombras de la luna que vagaban por el solitario
doab
, y mirando la cinta recta y gris del camino de Lahore que, Dios mediante, no volvería a pisar nunca más. No muy lejos había temblado ante las pisadas de cien mil hombres, y el estrépito de grandes cañones. «
Khalsa
-
ji
! ¡A Delhi, a Londres!» Y la marcha había acabado con las ruinas humeantes de Firozabad y las aguas bajo el Sobraon. Un torbellino había arrasado el país de los Cinco Ríos, y ahora se había desvanecido sin un susurro. Y como dijo Lawrence, yo corría hacia casa.