Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
El otro día, mi pequeña sobrina-nieta Selina —ese encanto cuya conducta licenciosa casi me llevó a cometer un crimen en Baker Street, aunque eso forma parte de otra historia—, me dijo que no podía soportar a Dickens porque sus libros estaban llenos de coincidencias. Yo le repliqué contándole lo del tipo que perdió un rifle en Francia y se tropezó con él en el África oriental veinte años después,
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y añadí a más abundancia el relato de mi propia y extraña experiencia después de separarme de Harlan en el
doab
. Aquello fue coincidencia, si quieren, y condenada suerte también, buena y mala a la vez, porque aunque me salvó la vida, también me situó en el centro mismo del último acto de la guerra del Punjab.
Una vez que alcancé esa especie de cinturón de selva, riendo entre dientes al pensar en el momento en que Jassa se detuviera a relamerse ante su botín, me eché al suelo. Aunque él averiguara que había sido burlado, nunca se atrevería a volver a buscarme, así que decidí quedarme allí y cruzar el río cuando cayese la noche. Con mi atuendo de Kabul podía pasar bastante bien por un
gorrachar
, pero cuanto menos me viesen, mejor, así que planeé dejar mi refugio un par de horas antes de oscurecer, deslizarme hacia el río, cruzarlo a nado (no tenía ni cuatrocientos metros de ancho) y quedarme en la otra orilla hasta que se hiciese de día.
Empezó a llover fuertemente por la tarde, por lo que me alegré mucho de tener un refugio, y sólo cuando empezó a oscurecer me aventuré a salir a un camino de tierra que conducía hacia el Satley. Éste cruzaba un bosquecillo, y yendo yo tranquilamente por él, ansioso de ver por fin el río, di la vuelta a un recodo y allí, a menos de veinte metros delante de mí, se encontraba un pelotón de caballería regular del khalsa, con sus caballos atados y un fuego encendido. Era demasiado tarde para retroceder, así que me dirigí a ellos, dispuesto a pasar a su lado y saludarles, y sólo cuando estuve casi encima de ellos vi seis o siete cuerpos que colgaban de los árboles en el bosque. Retrocedí con la natural alarma…, aquello resultó fatal. Ya me estaban mirando, y alguien gritó una orden, y antes de que me diera cuenta ya me habían cogido unos sonrientes
sowars
y me habían llevado a presencia de un robusto
daffadar
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que estaba de pie ante el fuego, un pote de rancho en la mano y la casaca desabrochada. Me miró con malevolencia, quitándose migas de la barba.
—¡Otro de esos! —dijo—. ¿Eres de los
gorracharra
? ¡Sí, un despreciable desertor! ¿Qué cuento nos vas a contar?
—¿Cuento,
daffadar
sahib? —dije yo, asombrado—. ¡Ninguno! Yo…
—¡Vaya, esto es un cambio! ¡La mayoría de vosotros tenéis a vuestras madres muy enfermas! —Ante lo cual sus sicarios soltaron unas risotadas—. ¿Dónde está tu caballo? ¿Y tus armas? ¿Y tu regimiento? —De repente apartó el pote a un lado y me abofeteó la cara, de un lado y del otro—. ¡Por tu honor, cobarde villano!
Por un momento aquello conmocionó mis sentidos, y estaba empezando a balbucear cosas sin sentido sobre un asalto por unos bandidos cuando me golpeó de nuevo.
—¿Así que te han robado? ¿Y te han dejado esto? —cogió el cuchillo persa de mango de plata de mi bota—. ¡Mentira! ¡Eres un desertor! ¡Como esos cerdos de ahí! —señaló con el pulgar a los cuerpos colgantes, y vi que la mayoría de ellos llevaban algunos restos de uniforme—. ¡Bueno, puedes volver con ellos de nuevo, carroña! ¡Colgadle!
Fue tan súbito y brutal, tan imposible… Yo no sabía que llevaban semanas cazando a los desertores de la mitad de los regimientos del khalsa, colgándoles inmediatamente sin cargos, y no digamos nada de juicios. Me arrastraron hacia los árboles antes de que pudiera reaccionar, y sólo había una manera de detenerles.
—
Daffadar
—grité—, estás bajo arresto por asaltar a un oficial superior e intentar asesinarlo! ¡Yo soy Katte Khan, capitán y ayudante del Sirdar Heera Sing Topi, de la división de la corte! —Era éste un nombre que recordaba de hacía meses, el único que me vino a la mente—. ¡Tú! —le espeté al
sowar
con los ojos abiertos como platos que me sujetaba el brazo izquierdo—. ¡Quita tu asquerosa mano de encima de mí o te mato! ¡Yo os enseñaré a ponerme las manos encima, malditos bandidos Povinda!
Esto les paralizó, como suele pasar siempre con la voz de la autoridad. Me soltaron en un santiamén, y el
daffadar
, con la boca abierta, incluso empezó a abrocharse la casaca.
—No somos de la división Povinda…
—¡Silencio! ¿Dónde está tu oficial?
—En el pueblo —dijo él, hoscamente, y sólo medio convencido—. Si eres quien dices…
—¡Cómo que si soy! ¡Demuéstrame que no es verdad! —Dejé caer mi voz de un grito a un susurro, lo cual siempre les impresiona—.
Daffadar
, yo no acostumbro a explicarme con los barrenderos de la alcantarilla! ¡Trae a tu oficial …
jao
!
Ahora se convenció.
—Te llevaré ante él, capitán sahib…
—¡Tráelo aquí! —rugí yo, y él dio un salto hacia atrás y envió a uno de los
sowars
al galope, mientras yo me, volvía sobre mis talones dándoles la espalda, para que no pudieran ver que estaba temblando como una hoja. Había sido todo tan rápido, libre un momento, condenado al siguiente, que no había tenido tiempo para sentir miedo, pero ahora estaba a punto de desmayarme. ¿Qué le iba a decir al oficial? Me estrujé los sesos… y cuando quise darme cuenta ya oí el sonido de los cascos, y me volví para ver llegar a la coincidencia, galopando hacia mí.
Era un joven
sij
alto y de aspecto atractivo, con su casaca amarilla manchada por semanas de campaña. Desmontó, preguntando al
daffadar
qué demonios pasaba, saltó de la silla y caminó hacia mí… Para mi consternación le reconocí y cualquier esperanza de mantener mi impostura desapareció. Porque había muchas probabilidades de que él me reconociera también, y si lo hacía… Un pensamiento loco me asaltó de repente, y antes de que él pudiera hablar me levanté, le saludé y con mis modales más corteses le pedí que enviara a sus hombres lejos para que no pudieran oírnos. Mi estilo seguramente le impresionó, porque les hizo señas de que se alejaran.
—Sardul Singh —dije yo tranquilamente, y él se sobresaltó—, soy Flashman. Usted me escoltó desde Firozpur a Lahore hace seis meses. Es vital que estos hombres no sepan que soy un oficial británico.
Dio un respingo y se acercó un poco, escudriñándome en la oscuridad.
—¿Qué demonios está usted haciendo aquí?
Respiré hondo y recé en silencio.
—Vengo de Lahore… de la maharaní. Esta mañana estaba con Raja Goolab Singh, que ahora está en Pettee, con su ejército. Iba de camino al
Malki lat
, con mensajes de la mayor importancia, cuando por mala suerte estos tipos me han tomado por un desertor… Gracias a Dios que es usted quien…
—¡Espere, espere! —dijo él—. ¿Viene de Lahore con una embajada? Entonces, ¿por qué ese disfraz? ¿Por qué…?
—Los enviados no llevan uniforme estos días —repliqué yo, e inventé un cuento sobre la marcha—. Mire, no debería decírselo, pero… ¡hay negociaciones secretas en curso! ¡No puedo explicárselo, pero el futuro del Estado depende de ellas! Debo pasar el río sin dilación… Las cosas están en una situación muy delicada, y mis mensajes…
—¿Dónde están?
—¿Dónde?, por el amor de Dios, no están escritos. ¡Están aquí! —me di un golpecito en la cabeza, lo cual estarán de acuerdo conmigo en que fue un gesto adecuado.
—Pero tendrá algún salvoconducto, ¿verdad?
—No, no; no puedo llevar nada que pueda traicionarme. Es un asunto muy confidencial, ya me comprenderá. Créame, Sardul Singh, cada minuto es un tiempo precioso. Tengo que cruzar secretamente hacia…
—Un momento —dijo él, y mi corazón se detuvo, porque aunque la joven cara no mostraba sospechas, era condenadamente listo—. Si debe pasar sin ser visto, ¿por qué se ha acercado tanto a nuestro ejército? ¿Por qué no ir por Hurree-kee, o al sur por Firozpur?
—¡Porque Hardinge sahib está con el ejército británico al otro lado de Sobraon! ¡Tengo que ir por este camino!
—Pero usted podía haber cruzado más allá de nuestras patrullas, perdiendo poco tiempo —reflexionó, frunciendo el ceño—. Perdóneme, pero usted tiene que ser un espía. Hay muchos que están explorando nuestras líneas.
—Le doy mi palabra de honor de que no soy un espía. Lo que digo es verdad… Si usted me retiene, estará condenando a muerte a su ejército y al mío, y a su país a la ruina.
Por Dios, lo estaba poniendo muy negro, pero mi única esperanza era que, siendo un aristócrata bien educado, conociera la desesperada intriga que estaba en curso y los tratos que se tejían en aquella guerra… Si me creía, sería un subalterno muy imprudente si retenía a un correo diplomático con un cometido tan vital. Sin embargo, las mentes de los subalternos recorren siempre unos caminos trillados, y la suya no era un excepción: enfrentado a una decisión importante, mi vivaz escolta del camino de Lahore se había convertido en un Esclavo del Deber… y la Seguridad.
—¡Esto me supera! —sacudió su atractiva cabeza—. Debe de ser como usted dice, ¡pero no puedo dejarle marchar! No tengo autoridad. Mi coronel tendrá que decidir…
Hice un último y desesperado intento.
—¡Eso sería fatal! ¡Si trasciende algo de las negociaciones, estamos condenados al fracaso!
—No hay miedo de que ocurra eso, mi coronel es hombre de confianza. Él sabrá qué hacer. —Había alivio en su voz ante el pensamiento de pasarle la patata caliente a una autoridad superior—. ¡Sí, eso será lo mejor, iré yo mismo tan pronto como acabe nuestra guardia! Puede quedarse aquí, para que si decide liberarle pueda seguir sin problemas, y así habrá perdido poco tiempo.
Yo lo intenté de nuevo, insistiendo en la necesidad de actuar con rapidez, implorándole que confiase en mí, pero no había nada que hacer. El coronel debía pronunciarse, y mientras él trotaba de vuelta a su destacamento en el pueblo, yo debía esperar bajo custodia del furioso
daffadar
y sus compañeros, resignados. ¡Qué mala suerte había tenido, cuando ya estaba casi a salvo! Porque me importaba un pimiento si su coronel creía mi descabellada historia o no… Nunca me dejaría seguir mi camino sin recurrir a instancias más altas aún, y Dios sabe cómo podía acabar aquello. No se habían atrevido a maltratarme, en vista del cuento que les había contado; aunque ellos no lo creyeran, no estarían tan locos como para fusilarme por espía, en un momento de la guerra como aquel, seguramente… alguno de aquellos fanáticos
akalis
estaban tan sedientos de sangre que eran capaces de cualquier cosa…
Con tan alegres reflexiones me dispuse a esperar en aquel húmedo y pequeño campamento —porque volvía a llover a cántaros de nuevo—. El coronel se había ausentado sin permiso, o Sardul perdía un montón de tiempo mordiéndose las uñas con indecisión, porque no regresó hasta la madrugada. Agotado por la humedad y la desesperación, yo me había sumido en un leve sopor, y cuando Sardul me sacudió el hombro, por un momento no le reconocí.
—¡Todo está bien! —gritó, y por un condenado segundo pensé que me iba a dejar seguir mi camino—. He hablado con el coronel sahib, y le he contado… lo de su deber diplomático. —Bajó la voz, mirando a nuestro alrededor a la luz del fuego—. El coronel sahib piensa que es mejor que no le vea personalmente —otro irresponsable estúpido forjado en la Academia Militar, estaba claro—. Dice que es un tema de alta política, así que tengo que llevarle ante Tej Singh. ¡Vamos, tengo un caballo para usted!
Si me hubiera dicho que me iban a mandar con permiso a Ooti me habría sentido menos asombrado, pero las siguientes palabras procuraron la explicación:
—El coronel sahib dice que como Tej Singh es comandante en jefe, seguramente sabrá algo de esas negociaciones secretas, y podrá decidir lo que se debe hacer. Y como está en el campamento que hay debajo de Sobraon, podrá mandarle a usted al
Malki lat
con la mayor prontitud posible. En realidad, será más rápido que si le dejamos ir ahora.
Me había metido yo solito en un fenomenal lío… Sobraon, el corazón del maldito khalsa. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? Cuando uno está a punto de ser colgado, dice lo primero que le viene a la mente, y yo tenía que decirle
algo
a Sardul. Podía haber sido peor. Al menos con Tej estaría a salvo, y él me enviaría de vuelta a Hardinge con rapidez… Bandera blanca, un rápido trote por tierra de nadie, y de nuevo en casa a tiempo para el desayuno. Sí, con tal de que los perros de la guerra no salieran aullando de la perrera entretanto… ¿Qué había dicho Goolab? «Como mucho un día o dos» antes de que Gough ataque las líneas del khalsa en la última gran batalla…
—Bueno, salgamos, ¿de acuerdo? —grité, dando un salto—. Cuanto antes mejor. ¿A qué distancia está? ¿llegaremos antes de que se haga de día?
Dijo que estaba a pocos kilómetros junto a la orilla del río, pero como en aquel camino había mucho tráfico militar, sería mejor dar un rodeo en torno a sus posiciones (y evitar que el condenado Flashy espiara el terreno, como ven). Aun así, deberíamos estar allí poco después del amanecer.
Salimos en la oscuridad lluviosa, el pelotón entero: él no estaba dispuesto a dejarme escapar, y mi brida estaba atada firmemente al pomo del
daffadar
. Aquello estaba muy oscuro, y no había esperanza de que saliera la luna con aquel tiempo, así que íbamos sólo un poco más deprisa que al paso, y al cabo de un rato yo ya había perdido toda noción de tiempo y dirección. Era mi segunda noche en la silla, y estaba cansado, dolorido, empapado y aterrorizado, y a cada instante daba una cabezada sólo para despertarme sobresaltado, cogiéndome a las crines para no caerme. A qué distancia fuimos antes de que el espeso chaparrón cesase y el cielo empezase a iluminarse, no se lo sabría decir, pero finalmente pudimos ver el
doab
ante nosotros, con fantasmas· de vapor suspendidos pesadamente sobre los arbustos. Delante, unas pocas luces brillaban débilmente, y Sardul tiró de las riendas: «Sobraon».
Pero era sólo el pueblo de ese nombre, que se encuentra a un par de kilómetros al norte del río, y cuando lo alcanzamos tuvimos que doblar abruptamente a la derecha para acercarnos a las posiciones de reserva del khalsa de la orilla norte, más allá de las cuales el puente de barcazas conectaba el Satley a las principales fortificaciones
sijs
en la orilla sur, rodeadas por el ejército de Gough. Llegamos y nos aproximamos a la retaguardia de las líneas de reserva. Las hogueras iluminaban débilmente y dejaban vislumbrar unas grandes masas de sombras por delante. Podía ver las trincheras a cada lado, con emplazamientos de cañones pesados dirigidos hacia el río, que estaba todavía fuera de la vista, delante de nosotros. Atravesamos un verdadero barrizal trotando hasta las líneas, unas trompetas dieron el toque de alerta y los tambores
sijs
empezaron a redoblar. Las tropas hormigueaban en las trincheras, y de todas partes a nuestro alrededor llegaba el clamor y la conmoción de un ejército, como un gigante despertando de su sueño.