Flashman y la montaña de la luz (42 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y la montaña de la luz
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—Cielos, no estará embarazada, ¿verdad?

—¿Y cómo demonios voy a saberlo yo? —gritó Gardner, asombrado—. ¡Por todo los diablos! ¡Y ahora, señor, ya se lo he dicho! ¡Así que andando!

—¡Pero no puede ser! ¡Es imposible! ¡Yo ya estoy casado, maldita sea!

—Ya lo sé… pero ella no lo sabe, y es mejor que no lo sepa por el momento. —Me miró y dio una vuelta por la habitación, mientras yo me sentaba en una de las sillas de los niños, que cedió bajo mi peso. Gardner juró, me levantó y me sentó en la silla del maestro—. Veamos, señor Flashman —dijo—, así están las cosas. Mai Jeendan es una mujer de extraño carácter y hábitos condenadamente irregulares, como usted debe de saber ya, pero no es ninguna tonta. Durante años ha tenido en mente la idea de casarse con un oficial británico, como seguridad para sí y para el trono de su hijo. Eso sería una buena política, especialmente ahora que la mano británica está sobre el Punjab. Durante los meses pasados, y esto es la pura verdad, sus agentes en la India le han estado presentando retratos de hombres adecuados. Incluso ha tenido el retrato del joven Hardinge en su
boudoir
, ¡Dios me ayude! Como sabrá, tuvo también el suyo. Fue el único que se llevó a Amritsar, y el resto, un montón de ellos, están almacenados desde entonces.

Nada que objetar a eso, por supuesto. Yo mantuve la cara sin expresión alguna, y él se colocó frente a mí, bastante serio.

—Muy bien, es imposible. Usted ya tiene mujer, y aunque no la tuviera, me atrevo a decir que no le gustaría pasar el resto de sus días como consorte de una reina oriental. Yo mismo, aunque admiro sus muchas y buenas cualidades —dijo con pasión—, ¡no me liaría con Jeendan ni por todo el algodón de Dixie, así que ni hablar del asunto! Pero ella está muy encariñada con usted, y no es momento para desperdiciar ese afecto. El norte de la India está en juego, y ella es el eje sobre el que gira; es bastante firme, pero no debe ser alterado de ningún modo. —Se inclinó y me cogió la muñeca, mirándome a los ojos, ceñudo como un gigante de hielo—. Así que cuando la vea, no la decepcione. Ella no le hará ninguna proposición directa, ése no es el estilo real punjabí. Pero le sondeará…, probablemente le ofrecerá un empleo en el servicio
sij
, para después de la guerra con una clara alusión a sus intenciones, a todo lo cual usted debe dar entusiasta consentimiento para nuestros propósitos, especialmente el suyo. Que no se desate la furia del infierno, ya sabe. —Me soltó y se enderezó—. Espero que sepa cómo…

—¿Complacerla? Ah, sí. Por Dios, es un compromiso. ¿Qué ocurrirá después, cuando vea que no estoy libre?

—La guerra habrá acabado ya, y eso no tendrá importancia —dijo él fríamente—. Incluso me atrevería a decir que ella se olvidará de esto. Es un juego sucio la política… Jeedan es una gran mujer, borracha y todo. Debería sentirse halagado. Por cierto, ¿tiene usted algún pariente aristócrata?

—Mi madre fue una Paget.

—¿Y eso es bueno? Hágala duquesa, mejor. A Mai Jeendan le gusta pensar que usted es un lord… Después de todo, una vez estuvo casada con un maharajá.
[129]

Como resultó luego, mi linaje, aristocrático o no, no fue discutido en el
boudoir
rosa, principalmente porque no hubo tiempo. Cuando Gardner hablaba de no decepcionarla, yo había supuesto (y no tenía dudas de que él quería decir eso) que no debía frustrar sus esperanzas de convertirse en la señora Flashman, así que llegué preparado para un intercambio de saludos y reverencias y tímidos sonrojos por su parte, y ardientes protestas por la mía. Sólo cuando me quedé parpadeando en la oscuridad, y dos suaves brazos me rodearon por detrás, esa familiar risita borracha sonó en mi oído, y ella encendió la lámpara para aparecer vestida sólo con aceite y pulseras, sospeché que se requería una prueba más palpable de mi devoción.

—Me gustabas más cuando ibas bien afeitado —susurró ella, y con Dalip o sin él, no podía hacer otra cosa que dar entusiasta consentimiento, como Gardner había dicho. Felizmente, ella no era dada a prolongar el acto fundamental, como ya sabía yo, y ni siquiera tuve que quitarme las botas; una rápida carrera por la habitación, al estilo de los caballos de artillería, y ella estaba ya chillando como una posesa. Volvimos a la copa de vino y los suspiros de éxtasis, mezclados con ebrios murmullos acerca de la soledad de la viudez y lo deleitoso que era tener un hombre en casa de nuevo. Todo bastante incoherente, como comprenderán, pero inequívoco, así que yo respondí con expresiones afectuosas.

—¿Estarás conmigo siempre? —musitó luego, frotándose contra mí, y yo dije que nadie se atrevería a detenerme. ¿La amaba yo de verdad? Pues claro que sí. Ella murmuró algo de escribir a Hardinge, y yo pensé: «Demonios, esto le estropeará la tostada y el café, sin duda», pero en su mayor parte eran afectuosos balbuceos de borracha y apretados besos, antes de que ella se volviera y empezara a roncar.

Bueno, ya está, ya has cumplido con tu deber, pensaba yo, mientras arreglaba el dulce desorden de mis ropas y salía… con una última mirada a esa alegre pájara brillante a la luz de la lámpara. Yo imaginaba que era la última vez que la vería, y me gusta conservar bellos recuerdos, pero veinte minutos más tarde, cuando Jassa y yo estábamos esperando impacientemente en el aula y Gardner maldecía el retraso de Mangla en traer al joven Dalip, llegó una doncella para decir que la
kunwan
y el maharajá nos estaban esperando en la habitación de Jeedan. Era una hermosa alcoba que se encontraba cerca del
boudoir
, y allí estaba la Madre de Todos los
Sijs
, en su trono, tan respetable como una joven matrona y sólo medio borracha; cómo demonios había conseguido ponerse en orden de revista en aquel breve tiempo, era un misterio para mí.

Ella procuraba calmar al joven Dalip, que estaba de pie, furioso, con un sari infantil, velo y pulseras y un chal de seda en torno a sus pequeños hombros.

—¡No me mires! —gritó él, volviendo la cara, y ella le acarició y le besó para quitarle las lágrimas, susurrando que debía portarse como un maharajá, porque iba a ir entre los soldados de la Reina Blanca, y debía dejar en buen lugar a su casa ya su gente.

—Y esto va contigo, el símbolo de tu reino —dijo ella, y sacó un relicario de plata, con el gran Koh-i-noor brillando en un lecho de terciopelo. Cerró la caja y colgó la cadena en torno al cuello del niño—. Guárdala bien, querido, porque era el tesoro de tu padre, y sigue siendo el honor de tu pueblo.

—Con mi vida, mamá —sollozó él, y se colgó del cuello de ella. Jeedan lloró un poquito, apretándolo fuerte, y luego se levantó y lo empujó hacia mí.

—Flashman sahib te cuidará —dijo—, así que debes obedecerle en todo. Adiós, mi pequeño príncipe, mi único amor —le besó y puso su mano en la mía—. Dios os guíe, sahib…, hasta que volvamos a encontrarnos —extendió una mano, y yo la besé; me dirigió una cálida, turbia mirada, con aquel pequeño mohín de sus labios gruesos. Se tambaleaba ligeramente, y su camarera tuvo que adelantarse rápidamente para sujetarla.

Gardner avanzó, precediéndonos, con Jassa llevando a cuestas a Dalip para ir más deprisa, y todo fueron carreras hacia el
palki
en el pequeño patio, y Mangla junto a mí insistiendo en que su majestad no debía comer naranjas, porque le daban diarrea, y que allí tenía una loción para el sarpullido de su brazo, y una carta para la institutriz que se debía contratar para él en la India —«una dama de Cachemira, elegante y culta, si puede ser, y no una severa mensahib inglesa, porque el niño es aún muy pequeño; he escrito cuál es su dieta y sus lecciones»—. Secuestrar a un niño no es una simple cuestión de cogerlo y llevárselo, como ven, y por otro lado Gardner gritaba que las puertas se cerrarían en media hora. Metimos a Dalip en el
palki
y él sollozaba y decía que no se quería ir y se colgaba de Mangla, y Gardner se puso furioso mientras dos de sus casacas negras sacaban la cabeza para ver que todo estuviese despejado. Jassa y yo nos pusimos entre las varas, y Mangla me besó rápidamente en la mejilla, dejando un rastro de perfume mientras se iba corriendo. Gardner se volvió hacia mí en la desfalleciente luz del pequeño patio.

—Al sureste, sesenta kilómetros, las rocas de Jupindar —dijo bruscamente—. Espero que no volvamos a verle en Lahore de nuevo, señor Flashman. Si yo fuera usted, me quedaría bien al sur del Satley durante los siguientes cincuenta años o así. Y eso mismo para ti, Josiah… ¡Has apurado tu suerte, doctor; aparece ante mí de nuevo y soy capaz de desnucarte!
Jao
!

—¡Sí, tú y el congreso continental! —replicó Jassa—. ¡Ve a cambiar tus centinelas, Gardner. Ése es tu trabajo!


Jao
, digo! —gruñó Gardner, y lo último que recuerdo de él es su orgulloso mostacho en la morena cara de halcón retorcida en una agria mueca bajo el
pugaree
de tartán.

Pasamos por Buggywalla Doudy cuando el sol se hundía detrás de la mezquita de Badshai, entre ruidosas multitudes, ignorantes de que los dos robustos portadores de
palki
se estaban llevando a su gobernante sacándolo de las garras del enemigo. Él sollozaba temeroso detrás de las cortinas, con su pequeño sari y sus pulseras. Ahmed Shah estaba de mal humor porque había tenido que vender dos animales y quedaban sólo cinco, además de nuestras propias monturas, lo cual significaba solamente un relevo para los cuatro. Colocamos el
palki
entre dos de los caballos delanteros, y cuando metí la cabeza para ver cómo estaba Dalip, murmuró, lastimero:

—Oh, Flashman sahib, ¿dónde puedo quitarme este traje vergonzoso? Vea, Mangla me ha puesto mis ropas de hombre en esta bolsa, y pasteles y dulces. Ella siempre se acuerda —dijo, y sollozó—. ¿Por qué no podía venir con nosotros? ¡Ahora nadie me cantará antes de dormir! —Y volvió a sollozar—. ¡Quisiera que Mangla estuviera aquí!

Mangla, como verán, no mamá. Bueno, yo tampoco le habría hecho ascos.

—Mirad, maharajá —susurré—, os pondréis las ropas vos mismo y cabalgaréis con nosotros como un soldado, pero ahora debéis estar callado y quieto. Y cuando llegue el final del día, ¡veré lo que puedo hacer por vos! —Estaba lo bastante lejos del
palki
para sacar el Coaper de mi faja durante un instante, y él chilló y se dejó caer en los cojines, tapándose los ojos con alegría.

Pasamos bajo el arco de Rushnai cuando ya los
chowkidars
gritaban el toque de queda, y rodeamos los muros de la ciudad hasta el grupito de álamos blancos, escarlata con el último sol del atardecer. En la penumbra, estábamos fuera de la vista de la puerta, y sacamos enseguida al pequeño Dalip, porque yo lo quería cuanto antes en la silla para poder abandonar el molesto
palki
y poner tierra de por medio entre nosotros y Lahore.

Dalip salió contento, quitándose el sari y el velo y arrojando sus pulseras con maldiciones infantiles; temblaba al quedarse en camisa mientras Jassa le ayudaba a ponerse los pequeños pantalones de montar, en esto que se oye el retumbar de cascos y entre la creciente oscuridad se divisó una tropa de
gorracharra
, dirigiéndose hacia la ciudad a toda prisa antes de que cerraran las puertas. No había tiempo para esconder al crío; debimos quedarnos allí cuando ellos pasaban al trote… Entonces su oficial tiró de las riendas, ante la visión de un niño a medio vestir rodeado por tres rudos vendedores y sus animales.

—¿Dónde vais a estas horas, vendedores de caballos? —gritó.

Respondí despreocupadamente, esperando que se mantuviera a distancia, porque incluso con la luz menguada había diez posibilidades contra una de que reconociera a su propio monarca si se acercaba mucho.

—¡A Amritsar, capitán sahib! —dije—. Llevamos al hijo de mi amo a su abuela, que está enferma, y lo reclama. ¡Deprisa, Yakub, o el niño cogerá frío! —Dije esto a Jassa, que estaba ayudando a Dalip a ponerse el abrigo, y ayudándole a montar sobre la silla. Yo salté a mi propio caballo, con el corazón latiéndome deprisa, sin hacer caso del oficial, esperando la gracia del cielo de que aquel bruto inquisitivo se limitara a cabalgar detrás de su tropa, que se había desvanecido en el crepúsculo.

—¡Espera! —Se inclinó hacia delante, mirando con más atención que nunca, y con un escalofrío me di cuenta de que el abrigo de Dalip era el de ceremonias, todo de oro, que había puesto en su equipaje la imbécil de Mangla, e incluso a aquella luz incierta proclamaba que su portador era un compañero muy improbable para tres rufianes de la frontera.

—¿Dices que es el hijo de tu jefe? ¡Déjame echarle un vistazo! —Dirigió su caballo hacia nosotros, su mano cayó sobre la empuñadura de la pistola y los tres actuamos como un solo hombre.

Jassa dio un salto en su silla y cogió la brida de Dalip mientras yo golpeaba picaba la grupa de la bestia. Ahmed Shah giró sobre sus talones y dio un golpe al
sij
logrando arrojarle de la silla. En ese momento salimos al
maidan
, Dalip y Jassa delante, Ahmed y yo detrás, con los caballos a todo galope. Se oyó un grito en la oscuridad, y el tranquido de un disparo. El pequeño Dalip chilló con deleite, cogiendo su brida de la presa de Jassa.

—¡Yo ya sé cabalgar, amigo! ¡Déjame solo! ¡Ai-e,
shabash, shabash
!

No hubo más remedio que hacer aquello, ya que nos habían descubierto, y mientras yo daba la vuelta completa y rugía a Jassa que cambiara el curso hacia babor, calculaba que no había pasado nada irreparable. Teníamos caballos frescos, en cambio los
gorracharra
llevaban todo el día en la silla; les tomaría tiempo montar cualquier tipo de persecución desde la ciudad, suponiendo que pensaran que valía la pena, con la noche tan cerca. Teníamos la oportunidad de que hicieran primero algunas averiguaciones para ver si faltaba algún niño de una familia rica, porque estoy seguro de que el oficial nos había tomado por secuestradores vulgares. Nunca se habría arriesgado a dispararnos si hubiera sabido quién era Dalip. Y si, por una asombrosa casualidad, se descubría que el maharajá había ahuecado el ala, estaríamos al otro lado del río y muy lejos.

Hice un alto después de los primeros tres kilómetros, para apretar las cinchas, hacer inventario y asegurarme del rumbo, y luego cabalgamos más despacio. Estaba completamente oscuro, y mientras pudimos trotar por un camino no nos atrevimos a internarnos por el duro terreno de los campos. La luna no saldría hasta dentro de seis o siete horas, así que debíamos consolarnos con la certeza de que la oscuridad era nuestra aliada, y ningún perseguidor podía esperar encontrarnos mientras durase. Entretanto, seguimos hacia el sudeste, con Dalip dormido en el hueco de mi brazo, porque con el esfuerzo y la emoción estaba bastante cansado, y ser acunado por
Tom Bowling
y no por las canciones de Mangla no le molestó en absoluto.

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