Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Le pregunté, sorprendido, cómo demonios me iba a aprovechar a mí aquello, y dirigiéndome una mirada maliciosa, me dijo:
—¿Qué no podrá darte el rey de Cachemira cuando esté en su trono? Hay allá empleos bien remunerados, si lo deseas, y una cálida bienvenida de esa encantadora viuda, mi querida hermanita. Piensa en ello,
bahadur
.
Irónico, ¿verdad? Una reina quería casarse conmigo, un rey me ofrecía sustanciosas recompensas, cuando toda mi ambición en este mundo era saltar desde Colaba Causeway al puente de un Indiaman que me llevara a casa, y no volver a ver nunca ese sucio y peligroso país en mi vida. Podía darle las gracias a mi buena suerte por haber llegado hasta allí, a ese protegido campamento bajo las rocas de Jupindar, donde descansamos y tomamos licor junto al fuego de Goolab, con el pequeño Dalip dormido en una tienda allí cerca (Goolab se había comportado bastante servilmente con él, pero el real pequeñajo estaba demasiado exhausto para hacer algo más que aceptar fríamente y echarse a dormir), y los lanceros del khalsa desarmados y bajo vigilancia. Se habían tomado aquello sin comentario alguno, toda vez que habían descubierto quién era su captor. Hasta el momento estaba seguro, y todo lo que podía hacer era pasar al otro lado del río e informar del fracaso a Hardinge… seguro que lo disfrutaría.
Para mi sorpresa, dormí profundamente en Jupindar, y después de mediodía Dalip se enteró de que no vendría conmigo al ejército Sirkar, sino que se quedaría un poco con aquel pariente suyo, Goolab Singh, hasta que fuera seguro para él volver a casa con mamá. Yo esperaba una real rabieta, pero se lo tomó bien, sin un solo parpadeo de esos grandes ojos marrones, asintiendo gravemente mientras miraba al campamento, repleto de seguidores de Goolab.
—Sí, ya veo lo que pasa… son muchos y vosotros sólo sois tres —dijo—. ¿Puedo tener mi pistola ahora, Flashman
bahadur
?
Aquello me conmocionó, lo confieso. No medía ni dos palmos de alto, lo habían sacado disfrazado del palacio de su madre, le habían disparado y perseguido en una noche oscura y fría, le habían dejado en las manos de un rufián de quien no había oído contar nada bueno y todo lo que le importaba era la pistola prometida. Sin duda los príncipes Sindiawalla estaban acostumbrados a los más variados sustos y paseos desde la cuna; Dios sabe lo que llegan a entender los niños, de todos modos, pero me di cuenta de que cualesquiera que fuesen los defectos que desarrollase Dalip Singh en los años venideros, el miedo no sería uno de ellos. Sí, era bastante asombroso. Estábamos aparte de los demás, vigilando de reojo y esperando que Goolab se bebiera su ponche matinal sentado en una alfombra junto a la tienda, y Jassa y Ahmed estaban junto a los caballos. Llamé a Ahmed y saqué la Cooper, y Dalip me miró con los ojos como platos mientras yo descargaba las seis balas. Le mostré el mecanismo y coloqué el cañón en su manecita; tuvo que sujetarlo bien alto para poner sus dedos en el gatillo.
—Ahmed Shah guardará estas balas para vos, maharajá —le dije—, y las cargará cuando las necesitéis.
—¡Lo puedo cargar yo! —dijo su majestad, luchando virilmente con el cañón—. Tengo que tener la pistola cargada, ¡no puedo disparar a los bandidos y
badmashes
con un juguete vacío!
Le aseguré que no había bandidos por allí, y él me dirigió una mirada de hombre maduro.
—¿Y ese gordo barbudo de ahí, el Dogra a quien has llamado pariente mío? ¡Mangla dice que le robaría el estiércol a una cabra!
Aquello era un buen presagio para la buena marcha de la custodia de Goolab, sin duda.
—Mirad, maharajá, ahora Raja Goolab es vuestro amigo, y os protegerá hasta que volváis a Lahore, que será muy pronto. Y Ahmed Shah se quedará con vos también. Es un soldado del Sirkar, y camarada mío, así que debéis obedecerle en todo —lo cual era exagerar un poco, porque yo apenas conocía a Ahmed, pero era un
pathan
de Broadfoot, y lo mejor que tenía por el momento. Así que le dije—: Sobre tu cabeza, Yusufzai —y asintió, tocó el pomo de su espada y Dalip le miró entre asombrado y reticente.
—¿Puede ayudarme a disparar la pistola cuando yo quiera? Entonces, vale. Pero ése de la tripa gorda sigue siendo un bandido. Me puede proteger, pero también me puede robar, porque soy pequeño. —Examinaba el Cooper mientras emitía su juicio,
sotto voce
, sobre el carácter de Goolab, pero metió la pistola en su faja y habló claramente, con su aguda vocecilla—. ¡Regalo por regalo,
bahadur
! ¡Baja la cabeza!
Sorprendido, me incliné hacia él, y para mi asombro deslizó el pesado relicario de plata de su cuello y pasó la cadena por encima de mi cabeza, y por un momento sus pequeños brazos se estrecharon en torno a mi cuello y me abrazó. Sentí que temblaba y que sus lágrimas mojaban mi cara.
—¡Seré muy valiente! ¡Seré valiente,
bahadur
! —susurró, sollozando—. Pero debes guardar esto para mí, hasta que vuelva de nuevo a Lahore. —Le dejé en el suelo y él se quedó de pie frotándose los ojos con fuerza, mientras Goolab venía cojeando, para disculparse por interrumpir a su majestad, pero era hora ya que todos nos dispersáramos y siguiéramos nuestros diferentes caminos.
Le pregunté adónde llevaría al maharajá, y me contestó que no más lejos de Pettee, a unos pocos kilómetros de allí, donde sus guerreros se estaban reuniendo; se había traído a cuarenta mil desde Jumoo.
—… por si el
Jangi lat
necesita ayuda contra esos perros rebeldes del khalsa. Felizmente, podemos cortarles cuando vuelen desde el Sobraon. Entonces —y se inclinó tanto como le permitió su vientre— debemos hacer que su majestad tenga un nuevo ejército de hombres auténticos. —Dalip se tomó esto de buen humor, sin importar lo que hubiera estado pensando.
Era hora de irse. Jassa montó a mi lado y en ese momento supe con toda seguridad que él no había tomado parte en el pequeño complot de Gardner. Parecía tan asombrado como yo de encontrar a Goolab Singh esperando en Jupindar, pero a lo mejor fingía… El hecho de que se volviese cabalgando conmigo era una prueba de su inocencia. Le dirigí un último saludo a Dalip, allí de pie, tan pequeño y tieso, separado del viejo Goolab. Jassa y yo cabalgamos hacia el sur desde las rocas de la montaña Jupindar, con el rabo entre las piernas, como vulgarmente se dice y dos millones de libras en carbón cristalizado en torno a mi cuello.
Era un niño precavido y listo para su edad el joven Dalip, ¿no es cierto? Sabía que Goolab no se atrevería a tocarle, pero sus propiedades eran otro cantar. Si el viejo zorro hubiese olido que el fabuloso tesoro del que Koh-i-noor estaba al alcance de su mano, seguramente habría encontrado su camino hacia Cachemira. Con su infantil inocencia, Dalip me lo había pasado a mí, para que lo salvaguardara…
Yo rumiaba todo aquello mientras trotábamos hacia el sur por el
doab
en aquella tarde neblinosa, con el Jupindar desvaneciéndose de la vista detrás de nosotros, y el verde distante que señalaba el Satley acercándose poco a poco por delante. Normalmente yo tenía que haber estado decidiendo por dónde cruzar y calculando la distancia a Sobraon, donde finalmente se desataría todo el infierno. Pero tener el objeto más precioso del mundo golpeando contra el estómago de uno concentra la mente de forma maravillosa. No se trata de la espantosa responsabilidad, tampoco. Todo tipo de locas fantasías volaban por mi mente, no eran para tomárselas en serio, ya me comprenden, pero sí que alimentaban ideas absurdas como teñirse el pelo y huir a Valparaíso bajo el nombre de Butterworth y no volver nunca a Inglaterra. Dos millones de libras, ¡por el amor de Dios!
Sí, pero, ¿cómo puede uno disponer de un diamante del tamaño de una mandarina? En Ámsterdam no, desde luego. Probablemente habría tiburones que nos triturarían entre sus mandíbulas… Ya me veía completamente loco, escondido en una buhardilla, parloteando acerca de un tesoro que no me atrevía a vender. Pero si era capaz de hacerlo y desaparecer, ¡Dios!, la vida que podía llevar: posesiones, palacios, lujo por un tubo, pureras de oro y calzoncillos de seda, batallones de esclavos, batallones de mujeres dispuestas, Xanadú, Babilonia, bebida sin límite, placeres…
No más riñones y bistec… ni Elspeth. Se acabaron los días soleados en Lords o los paseos por Haymarket, las cenas de cazadores, el juego de bolos, la lluvia inglesa, la Guardia Montada y los cuartillos de cerveza. ¡Oh, Elspeth, desnuda y saltarina y una jarra de buena cerveza, pan y queso junto a la cama! Todas las joyas de Golconda no pueden comprar eso, ni siquiera suponiendo que uno tuviera el aplomo suficiente para huir con ellas, cosa que yo no tenía. No, apoderarse del Koh-i-noor es como cambiar de bando a mitad del juego. Es algo que uno nunca haría, pero que no dejamos de pensar en hacer.
—¿Por dónde quiere cruzar, teniente? —dijo Jassa, y me di cuenta de que él había estado jurando todo el tiempo desde que dejamos Jupindar, lleno de resentimiento contra Gardner, y yo apenas había escuchado ni una maldita palabra de lo que había dicho. Le pregunté, como buen conocedor del país, dónde estábamos.
—A unos ocho kilómetros al nordeste de Nuggur Ford —dijo—. El paso del Sobraon está a menos de dieciséis kilómetros al este. Mire, aquel humo debe de ser de las líneas
sij
—señaló al frente, a nuestra izquierda, y en el horizonte, por encima del verdor distante, se podía ver el humo espeso como una niebla oscura—. Podemos explorar el Nuggur, y si no está claro, bajar un poco por el río. —Hizo una pausa—. Al menos usted puede hacerlo.
Algo noté yo en su tono que me hizo volverme en redondo hacia los seis cañones de su pistola. Había parado su caballo a unos pasos detrás de mí, y había una mueca dura y obstinada en su fea cara.
—¿Qué demonios haces? —exclamé—. ¡Guarda esa maldita cosa!
—No, señor —dijo él—. Y ahora tranquilo, porque no quiero hacerle daño. ¡No empiece a gritar ni a tirarse de los pelos! Simplemente quítese esa cajita y la cadena, y tírelos hacia aquí… ¡Deprisa, venga!
Por un momento me había distraído, me había olvidado de que él estaba allí cuando Jeendan le enseñó la piedra a Dalip y la colocó en torno a su cuello, y cuando Dalip me pasó a mí el relicario.
—¡Maldito loco! —grité, medio riendo—.
¡Esto
no se puede robar!
—¡No me diga! Ahora, haga lo que le he dicho, ¿me oye?
Yo cabalgaba en el caballo de Ahmed Shah, que tenía dos largas pistolas en las fundas de la silla, pero no podía alcanzarlas. La cosa tenía guasa… ¿no era precisamente eso lo que yo había estado pensando, de forma más académica, desde una hora antes?
—¡Harlan, estás loco! —exclamé—. ¡Venga, hombre, baja esa pistola y razona un poco! ¡Éste es el Koh-i-noor y estamos en el Punjab! No podrás avanzar ni un kilómetro, te ahorcarán…
—¡Señor Flashman, cállese ya! —dijo, y la dura cara con sus espantosas patillas color naranja parecía la de un mono asustado—. Y ahora, señor, o me pasa el objeto por las buenas o…
—¡Un momento! —dije, y levanté la caja de plata pulida con la mano—. Escúchame un momento. Yo no sé cuántos quilates pesa esto, o cómo piensas convertirlo en dinero… ¡Aunque consigas escapar de los
sijs
, piensa en el ejército británico! Pero hombre, ¡si nada más verlo te pondrán los grilletes!, no puedes esperar vender…
—¡Está acabando con mi paciencia, señor! ¡Olvida usted que conozco este territorio desde miles de kilómetros a la redonda mejor que ningún hombre vivo! ¡Conozco judíos en cada ciudad desde Prome a Bujara que pueden convertir ese pedrusco en veinte trozos más rápido de lo que usted puede escupir! —Se echó atrás el
pugaree
, impaciente, y levantó la pistola; a pesar de toda su fanfarronería, le temblaba la mano—. No quiero dispararle en la silla, pero lo haré; por lo más sagrado, que lo haré.
—¿Serás capaz? Gardner dijo que eras incapaz de asesinar… pero tenía razón de que eres un ladrón…
—¡Él sí que lo es! —gritó—. ¡Y si le prestó atención, ya sabrá cuál es mi historia! —Hacía muecas como un maníaco—. He perseguido la fortuna durante la mitad de mi vida, cogiendo al vuelo cada oportunidad que se me ha presentado, no voy a perderme ahora la mejor que he tenido nunca. Y puede usted mandar a los británicos y a todo el Punjab detrás de mí, hay que acabar la guerra, y hay más rutas despejadas entre Kabul y Katmandú y Quetta de las que nadie podría pensar nunca… ¡excepto yo! ¡Cuento hasta tres!
Tenía los nudillos blancos, deslicé la cadena por encima de mi cuello, sopesé el relicario un momento y se lo lancé. Él lo cogió por la cadena, sus ojos febriles sin dejar de mirarme ni un segundo, y lo dejó caer dentro de su bota. Su pecho se alzaba con fuerza al respirar, y se pasó la lengua por los labios. El robo de guante blanco no era su estilo, según pude comprobar.
—¡Ahora baje del caballo y mantenga las manos apartadas de esas pistolas! —Yo desmonté, y él vino hacia mi costado y cogió las riendas de mi montura.
—No me dejarás a pie y desarmado, ¡por el amor de Dios! —grité. Hizo retroceder a su caballo, apuntándome todavía, y llevándose mi corcel.
—Está a menos de dos horas del río —dijo, sonriendo—. Llegará sano y salvo. Teniente, hemos tenido nuestros momentos buenos y malos, pero no le guardo rencor. De hecho, casi me da pena separarme de usted… Usted es de los míos, ¿sabe? —Lanzó una aguda risotada—. ¡Por eso no le ofrezco una parte en la Compañía Koh-i-noor!
—No la aceptaría. ¿Cuánto tiempo hace que planeas esto?
—Unos veinte minutos. ¡Tenga… coja esto! —desató el
chaggle
de la silla de Ahmed y me lo lanzó—. ¡Un día cálido… beba a mi salud!
Arreó al caballo y salió al galope, hacia el norte, con mi montura detrás, dejándome solo en el
doab
. Esperé a que los matorrales lo ocultaran, y sin más me volví y corrí a toda velocidad en dirección a Nuggur Ford. Había todo un cinturón de bosque por aquel camino, y yo quería ponerme rápidamente a cubierto. Mientras corría, mantuve todo el rato la mano apretada contra mi costado, sintiendo el tranquilizador bulto del Koh-i-noor bajo mi faja. Puedo soñar despierto en ocasiones, pero cuando llevo objetos de valor incalculable en compañía de tipos como el doctor Josiah Harlan, los aparto de su alcance en la primera ocasión, pueden estar seguros.
Si él hubiera tenido el sentido común de abrir el relicario, habría sido otra historia. Pero si él hubiera mostrado algo de sentido común, no se habría visto reducido a hacer recados para Broadfoot, eso para empezar. El hecho es que a pesar de toda su experiencia en maldades, Jassa era un aprendiz. El Hombre que Quiso Reinar… pero no lo hizo.