Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Yo estaba en el campamento de Gough en Sobraon cuando llegaron las noticias, porque Hardinge tenía la costumbre de cabalgar los treinta kilómetros desde Firozpure un día sí y otro también, con su nueva plana mayor de aduladores, para desautorizar y quejarse de las disposiciones de Gough,
[125]
y Lawrence siempre le acompañaba, con su corresponsal guardando la retaguardia. Una gran animación recorrió las líneas, y Paddy bailó con alegría, y corrió a su tienda para rezar. Lawrence y otros santurrones siguieron su ejemplo. Yo estaba a punto de escabullirme de la tienda de oficiales cuando oí un gran rugido muy cerca, y encontré allí al viejo Havelock el Sepulturero, con el aspecto de Thomas Carlyle con reumatismo, apretando sus huesudas zarpas suplicantes. Nunca vi a aquel hombre en otra tesitura que rogando a Dios por una cosa o por otra: posiblemente era el verme lo que le producía aquel efecto. Estuvo rezando junto a mí como un monje loco en Jalalabad, pero lo último que vi de él fueron sus botas, desde debajo de la mesa de billar donde yo estaba achuchando a la señora Madison.
—¡Amén! —rugió, y dejó de dirigirse al cielo para apretar mi mano alegremente—. ¡Es Flashman! Pero, chico, ¡cuánto tiempo hacía que no te veía!
—Desde la sala de billares en Simla —dije yo, sin pensarlo, y él frunció el ceño y dijo que yo no estaba allí aquella noche, ¿verdad?
—¡Claro que no! —dije yo rápidamente—. Tuvo que ser otra persona. Veamos, ¿cuándo nos vimos por última vez? En una iglesia, ¿verdad?
—¡He pensado en ti a menudo desde Agfanistán! —gritó, y todavía me parecía que estaba espachurrando mi miembro—. ¡Ah, cómo olíamos la batalla desde lejos, los gritos de los capitanes, todo aquello…!
—¿Eso hacíamos? Ah, sí. Bueno…
—Pero vamos, ¿no unirás tu voz a la de nuestro jefe, en gratitud a Aquél que nos ha conferido esta victoria?
—¡Ah, sí! Pero tendrás que guiarme tú, Sepul… capitán, quiero decir. Siempre lo has hecho tan bien… eso de rezar, ¿no es así? —lo cual le causó un infinito placer, y en dos zancadas estuvimos de rodillas en la parte exterior de la tienda de Gough, y me di cuenta al mirarles, el viejo Paddy, Havelock, Lawrence, Edwards, Bagot y creo que también Hope Grant, que nunca en mi vida había visto rezar con tanta devoción a un grupo tal de asesinos natos. Hay algo extraño en los hombres implacables: son todos adictos a Dios o al diablo, y no estoy seguro de cuáles son más terroríficos, si los santos o los otros.
Pero principalmente recuerdo aquella oración improvisada porque me hizo pensar en Elspeth de nuevo, cuando Havelock invocó una bendición no sólo para nuestros camaradas caídos, «sino para aquellos que caerán en las futuras batallas, y para esos queridos, distantes hogares que se oscurecerán con el luto bajo las alas del ángel de la muerte». «Amén —pensé yo—, pero apártalo del número 13 de Brook Street, oh, Señor, si no te importa.» Escuchando al Sepulturero, pude imaginar vívidamente aquella melancólica escena, con el crespón de luto en el llamador de nuestra puerta, y las cortinas corridas, y mi suegro refunfuñando por el coste de la tela…, y mi encantadora y rubia Elspeth, con los azules ojos llenos de lágrimas, con un velo negro y guantes negros y unos encantadores zapatitos de satén negro, y medias bordadas con escarapelas púrpura en las ligas, y aquel resplandeciente corsé francés ajustado con cintas de las que sólo había que dar un tirón y caía y ella surge…
—Flashman estaba muy conmovido, me pareció —dijo después Havelock, y sí que lo estaba, al pensar en aquella voluptuosa diosa tan lejos de allí y tan desperdiciada… Al menos, esperaba que lo estuviera, pero tenía mis dudas; el cielo sabe cuántas víctimas habría arrastrado hasta su colchón en mi ausencia aquella criatura inocente. Rumiando aquello durante la cena, y sin encontrar consuelo en el oporto y los gratos recuerdos de mis propias indiscreciones con Jeendan y Mangla y la señora Madison, me puse bastante celoso… y hambriento de aquella rubia belleza que se encontraba ahora al otro lado del mundo…
Era un buen momento para un rápido paseo por el frío aire de la noche. Estábamos en el campamento de Gough en Sobraon, para que él y Hardinge pudieran pelearse acerca del siguiente movimiento que íbamos a emprender, y paseé a lo largo de las líneas en la helada oscuridad, escuchando a nuestra artillería que disparaba con salvas reales como salutación para celebrar la victoria de Smith en Aliwal; apenas a dos kilómetros de allí se podían ver los fuegos de los vigías de las trincheras del khalsa en la orilla del Satley, y mientras el estampido de nuestros cañones se iba extinguiendo, que el demonio me lleve, el enemigo respondía con el real saludo a su vez, y sus bandas tocaban… nunca adivinarán el qué. Aquello fue lo más extraño de aquella extrañísima campaña, el silencio en nuestras propias filas mientras el humo de pólvora se elevaba por encima de nuestras cabezas, la luna plateada en el horizonte púrpura, brillando sobre las filas de tiendas y los distantes fuegos parpadeantes. ¡Y por encima del oscuro terreno que se encontraba en medio, los acordes solemnes del
Dios salve a la Reina
! Nunca lo oí tan bien tocado como por el khalsa, y por mi vida que no sé todavía si era burla o saludo; con los
sijs
, nunca se sabe.
Pensaba en ello, y en la imposibilidad de saber siquiera lo que se esconde tras los ojos de un indio, pues yo mismo los había interpretado mal (especialmente los de Jeendan) y reflexionando que con un poco de suerte pronto los vería por última vez, gracias al cielo, en aquel preciso momento vino corriendo un ordenanza para decirme
—Saludos del mayor Lawrence, señor, ¿podía acudir a ver al gobernador general de inmediato, por favor?
Nunca se me ocurrió que mis pensamientos habían estado tentando al destino, y mientras esperaba en el anexo vacío que servía como antesala para el pabellón de Hardinge, sentía sólo una tibia curiosidad de por qué me solicitaría. Sonaban voces en el recinto interior, pero no les presté atención al principio: Hardinge decía que era un asunto serio, y Lawrence replicaba que no había que perder tiempo. Entonces sonó la voz de Gough:
—¡Bueno, entonces, una columna volante! ¡Ocultos por la oscuridad y adelante, como alma que lleva el diablo! Mande a Hope Grant con dos escuadrones del Noveno, podemos entrar y salir antes de que nadie se entere.
—¡No, no, sir Hugh! —gritó Hardinge—. Si hay que hacerlo, debe ser en secreto. Se ha insistido mucho en ello…, si debemos creer a ese tipo. Supongamos que se trata de algún truco infernal… ¡Oh, tráigale otra vez, Charles, y averigüe qué le ha pasado a Flashman! Se lo aseguro, me preocupa que él aparezca en este…
Yo estaba escuchando, todo oídos, cuando apareció el joven Charlie Hardinge, gritando que allí estaba yo, y haciéndome entrar a toda prisa. Hardinge decía que todo aquello era de lo más precario, y que no era trabajo para un hombre joven que había probado ser tan autosuficiente. Tuvo la decencia de callarse al verme, y se sentó con aire irritado con Lawrence y Van Cordandt, a quienes no había visto desde Moodkee, de pie tras él. El viejo Paddy, temblando, envuelto en su capote en una silla de campaña, me deseó las buenas noches, pero nadie más habló, y se podía notar una gran tensión en el aire. Entonces volvió de nuevo Charlie, acompañando a una figura cuya inesperada aparición hizo que mis tripas se retorcieran con espantosa alarma. Entró tranquilamente, nada acobardado por la noble compañía, llevando sus trapos afganos como si fueran un manto de armiño, y su fea cara partida por una sonrisa mientras sus ojos se clavaban en mí.
—¡Eh, hola, teniente! —dijo Jassa—. ¿Cómo va eso?
—¡Quédese ahí, bajo la lámpara, por favor! —exclamó agriamente Hardinge—. Flashman, ¿conoce usted a este hombre? —Jassa sonrió más ampliamente aún, y por la mirada entre Lawrence y Van Cordandt yo adiviné que ellos ya lo habían identificado cien veces, pero Hardinge, como de costumbre, estaba procediendo por laboriosa rutina. Dije que sí, que era el doctor Harlan, un agente de Broadfoot que últimamente actuaba como ordenanza mío, y anteriormente al servicio de Su Majestad en Birmania. Jassa pareció complacido.
—¡Vaya, ha recordado usted eso! ¡Gracias, señor, me siento orgulloso!
—Eso basta —dijo Hardinge—. Puede irse.
—¿Cómo, señor? —preguntó Jassa—. ¿Pero no debería quedarme? Quiero decir, que si el teniente va a…
—¡Eso es todo! —dijo Hardinge, desdeñosamente, así que Jassa se encogió de hombros, murmuró mientras pasaba a mi lado que aquella maldita fiesta no era la suya, y salió. Hardinge exclamó irritado—: ¿Cómo llegó Broadfoot a emplear a un tipo como ése? ¡Es un americano! —dijo, como si Jassa fuera una prostituta.
—Sí, y muy resbaladizo —dijo Van Cortlandt—. Se ganó una reputación dura en el Punjab en mi época. Pero si viene de Gardner…
—Ése es el tema, ¿viene efectivamente de Gardner? —Lawrence fue brusco. Me tendió una nota sellada—. Harlan trajo esto, para usted, del coronel Gardner en Lahore. Dice que establece su credibilidad. El sello no se ha tocado.
Preguntándome qué demonios sería aquello, rompí el sello… Tuve una súbita premonición de lo que iba a leer. Claro, allí estaba, una sola palabra: Wisconsin.
—Es de Gardner —dije yo, y ellos se miraron unos a otros. Expliqué que era una palabra clave sólo conocida por Gardner y por mí, y Hardinge puso una expresión de desprecio.
—¡Otro americano! ¿Vamos a confiar en mercenarios extranjeros en el trato con el enemigo?
—En este mercenario… sí —dijo Van Cortlandt brevemente—. Es un amigo fiel. Sin él, Flashman no habría dejado Lahore vivo. —«Ésa no es forma de aumentar el mérito de Gardner», pensé yo. Hardinge levantó las cejas y se echó hacia atrás, y Lawrence se volvió hacia mí.
—Harlan ha llegado hace una hora. Son malas noticias de Lahore. Gardner dice que la maharaní y su hijo están en grave peligro, por su propio ejército. Habla de conjuras para asesinarla, para raptar al pequeño maharajá y llevárselo al corazón del khalsa, para que los panches puedan hacer lo que quieran en su nombre. Eso significaría el fin de Tej Singh, y el nombramiento de algún general de confianza, que podría conducirnos a una larga guerra —no necesitó añadir que sería una guerra desastrosa para nosotros; el khalsa todavía estaba en abrumadora mayoría de fuerzas si tenía un líder que supiera cómo usarlas.
—El chico es la clave —dijo Lawrence—. Quien lo tenga, tiene el poder. El khalsa lo sabe, y también su madre. Ella quiere que salga de Lahore bajo nuestra protección. De inmediato. Pasará una semana al menos antes de que podamos acabar con el khalsa en una batalla definitiva…
—Diez días, probablemente —dijo Gough.
—Es el tiempo que tienen los conspiradores para actuar.
Lawrence hizo una pausa, y se me secó la boca al darme cuenta de que todos me estaban mirando, Gough y Van Cortlandt agudamente, Hardinge con oscura desaprobación.
—La maharaní quiere que usted lo saque en secreto —dijo Lawrence—. Éste es su mensaje, dado por Gardner a Harlan.
«Ahora tranquilo —pensé yo—, no debo vomitar ni prorrumpir en sollozos. Debo mantener una cara serena, y recordar que la última cosa que Hardinge quiere es tener a Flashy remoloneando por el Punjab de nuevo… Ése es tu triunfo, chico, si quieres que se frustre esta absurda propuesta.» Así que adopté un falso aspecto pensativo, tragué saliva y fui directamente al grano:
—Muy bien, señor. Tengo las manos libres, supongo. Aquello dio en el clavo; Hardinge saltó como si le hubieran pinchado.
—¡No, señor, no las tiene! ¡Ni hablar de eso! Se mantendrá usted en su lugar hasta… —Miró nerviosamente a Lawrence y luego a Gough—. ¡Sir Hugh, ya no sé qué pensar! Este plan me llena de malos presentimientos. ¿Conocemos a esos americanos… y a esa maharaní? ¿Y si todo esto es un simple complot para desacreditarnos…?
—¡No por parte de Gardner! —exclamó Van Cortlandt.
—La maharaní tiene buenos motivos para temer por la seguridad de su hijo —dijo Lawrence—. Y por la suya propia. Si algo les ocurre, cuando esta guerra haya acabado, nos encontraríamos tratando con un Estado en plena anarquía. Ella y el chico son nuestra única esperanza de una buena solución política.
Gough habló.
—Y si no lo conseguimos, debemos conquistar el Punjab. Le diré, sir Henry, que no tenemos los medios para ello.
La cara de Hardinge mostraba una gran concentración. Tamborileó con los dedos irritados.
—No me gusta. Supongamos que todo está preparado para que parezca que nosotros hemos secuestrado al chico…, podrían achacarnos que hacemos la guerra a los niños…
—¡Oh, eso nunca! —exclamó Lawrence—. Precisamente le hemos protegido. Pero si no hacemos nada, y el khalsa lo secuestra, lo asesina y a su madre con él… Eso no nos daría muy buena imagen, creo yo.
Le habría dado una patada en el estómago. Aquél era el argumento ideal, el que mejor podía comprometer a Hardinge en aquella espantosa locura. ¡Imagen, ése era el tema! ¿Qué pensaría Londres? ¿Qué diría el
Times
? Podíamos ver a nuestro gobernador general imaginando el escándalo si al maldito pequeño Dalip le rebanaban el gaznate por culpa de nuestra negligencia. Se puso pálido, y luego su cara se iluminó, mientras fingía que consideraba el asunto.
—Ciertamente, la seguridad del chico es muy importante para nosotros —dijo solemnemente—. Tanto el humanitarismo como la política lo exigen. Sir Hugh, ¿qué piensa usted?
—Saquémosle de allí —dijo Paddy—. No podemos hacer otra cosa.
Aun entonces Hardinge tuvo que simular que sopesaba el tema cuidadosamente, frunciendo el ceño en silencio mientras· el corazón se me subía a la garganta. Entonces suspiró.
—Bien, pues hagámoslo. Esperemos no ser víctimas de alguna intriga singular. Pero, insisto, Lawrence, en que o usted o Van Cortlandt se hagan responsables de esto. —Me dirigió una ominosa mirada—. Alguien mayor…
—Con permiso, señor —dijo Lawrence—. Flashman, será mejor que espere en mi tienda. Me reuniré con usted enseguida.
Así que salí obedientemente y di la vuelta a la tienda de Hardinge quedándome en el exterior como un ratón asustado, pasando por encima de las cuerdas y deslizándome en la helada oscuridad antes de quedarme apostado en las sombras, con un oído atento bajo la pantalla de muselina. El hombre hablaba a voz en grito, y capté el final de su discurso.
—¡… menos adecuado para este trabajo tan delicado, no puedo imaginarlo! ¡SU conducta con los líderes
sijs
fue irresponsable hasta un grado… tomándose la libertad de determinar la política, un simple oficial sin experiencia, repleto de soberbia…!