Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Cuando los tambores y trompetas les llamaban no sabían, ni yo tampoco, que aquél era el último despertar del khalsa. Pero al entrar en la última línea de retaguardia, de alguna parte lejos de allí, más allá de la sábana gris que cubría la costa norte delante de nosotros, llegó otro sonido, asombroso por su carácter repentino: el estampido de los cañones haciendo eco a lo largo del valle del Satley, un rugido de continuas explosiones que sacudían el suelo bajo los pies y reverberaban a través de la niebla de la mañana. Más allá de nuestra vista, en la costa sur, un viejo irlandés con una guerrera blanca estaba golpeando su
shillelagh
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a la puerta del khalsa, y con el corazón encogido me di cuenta de que había llegado demasiado tarde. La batalla de Sobraon había empezado ya.
La mejor manera de contemplar el enfrentamiento de dos ejércitos es desde un globo aerostático, ya que se puede ver lo que está pasando y además uno se encuentra a salvo, fuera de alcance de los disparos. Lo hice una vez, en Paraguay, y es perfecto, con tal de que un cerdo de marido celoso no corte el cable con un hacha. El siguiente lugar más seguro es una elevación del terreno, como el Sapoune en Balaclava o los acantilados por encima de Little Big Horn, y si puedo hablar con autoridad de ambos enfrentamientos no es porque estuviera implicado directamente en ellos, ya que tuve la oportunidad de supervisar el terreno de antemano.
Sobraon era algo por el estilo. La orilla norte del Satley en aquel lugar es más elevada que la orilla sur, y ofrece una amplia vista de todo el campo de batalla y mucho más allá. No iba a ver aquello durante una hora o así, porque cuando empezaron los cañonazos, Sardul dio el alto y me dejó a cargo de su pelotón y él se alejó para ver qué estaba pasando. Le esperamos en el fangoso amanecer, mientras las tropas de apoyo
sij
se alineaban para la inspección en las trincheras y emplazamientos de cañones junto a nosotros; los artilleros preparaban sus piezas pesadas, apilando las balas y haciendo rodar el gran cañón de calibre 48 por los rieles, todo listo para la carga. Eran gente muy preparada esos artilleros, tomando sus posiciones tranquila y ordenadamente, las caras bronceadas y barbudas, a la barrera de fuego escondida al otro lado de la niebla del río.
Sardul llegó a toda prisa, salpicando en el barro, muy excitado. Las baterías de Gough estaban golpeando las fortificaciones en la orilla sur, pero hacían poco daño, y los cañoneros
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le estaban devolviendo disparo por disparo.
—¡Finalmente atacará, y será derrotado! —gritó Sardul exultante—. La posición es segura, y podemos bajar con tranquilidad hasta Tej Singh. ¡Ven,
bahadur
, es una vista espléndida! ¡Ciento cincuenta grandes cañones tronando unos contra otros… pero tu
Jangi lat
está fallando! Su parábola de tiro es demasiado larga, y desperdician la pólvora. ¡Ven a verlo!
Le creí. Conociendo a Paddy, podía adivinar que estaba disparando sólo para complacer a Hardinge, pero no podía esperar el momento de calar las bayonetas. Eso sería pronto, por lo que parecía; aunque hubiera comprado el almacén de Umballa entero, no podía mantener tal barrera de fuego durante mucho tiempo.
—Nunca en toda la historia de la India se había visto una lucha tal de artillería pesada —gritó Sardul—. ¡Su humo es como el de una ciudad ardiendo! ¡Oh, qué magnífico día! ¡Qué día!
Era como un niño en la feria cuando nos conducía hacia abajo, a través de las posiciones de artillería silenciosas; por fin llegamos a un pequeño promontorio donde había un grupo de oficiales
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a caballo, muy guapos con sus casacas de gala. No nos dirigieron apenas una mirada, porque en aquel momento la niebla se levantó del río como una cortina, y ante nosotros se desplegó una vista realmente asombrosa.
A veinte pies por debajo del acantilado, la corriente aceitosa del Satley estaba remolineando, con la superficie marrón y burbujeante salpicada de ramas que se iban apilando contra el gran puente de barcos, de cuatrocientos metros de largo, anclado con pesadas cadenas, que unía el río a la orilla sur. Allí, en una media luna de un kilómetro y medio de extensión, las líneas del khalsa estaban formadas en tres grandes semicírculos concéntricos de baluartes, zanjas y bastiones; había treinta mil soldados
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allí, la crema del Punjab, de espaldas al río y con setenta grandes cañones lanzando su réplica a nuestras posiciones de artillería a unos mil metros de distancia. Por encima de toda la plaza fuerte
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se cernía un enorme palio de humo negro, y por encima del extendido arco distante de nuestros cañones colgaba un palio similar, más delgado, dispersándose más aprisa que el suyo, porque mientras sus baterías estaban concentradas dentro de la fortaleza de un kilómetro y medio de ancho, nuestras sesenta piezas estaban repartidas en una línea curva dos veces más larga, y Sardul tenía razón, su parábola de tiro era demasiado larga. Podía ver nuestros morteros disparando alto por encima de las posiciones
sijs
, y las pesadas balas levantando surtidores de tierra roja, pero causando poco daño; lejos, a la derecha, teníamos una batería de cohetes en acción, los largos rastros blancos zigzagueando entre las negras nubes; algunos fuegos ardían en aquel final de las líneas
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, pero todo a lo largo de las fortificaciones delanteras los artilleros del khalsa estaban disparando a todo trapo… Pady no iba a ganar aquella pelea, eso estaba claro.
Incluso en medio del estruendo de los cañones podíamos oírles lanzando vítores en las trincheras al otro lado del río, y la música de sus bandas militares, con el redoble de los tambores y el chocar de los címbalos. Entonces cesaron las salvas de los cañones británicos y el humo se dispersó sobre nuestras posiciones distantes. Las trompetas en el campamento
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ordenaron el alto el fuego y los últimos jirones se dispersaron por encima de sus posiciones, y Sam Khalsa y John Company se miraron a los ojos a casi un kilómetro de llanura con matorrales y bosquecillos, como dos boxeadores cuando sus entrenadores y sus hinchas han dejado de gritar barbaridades y los dos restriegan sus pies contra el suelo y flexionan los brazos dispuestos a la pelea.
Con el enemigo protegido detrás de sus baluartes, era Gough quien debía hacer el primer movimiento, y lo hizo al estilo clásico, con un golpe de izquierda. Sardul cogió mi brazo, señaló, y ahí estaba, a nuestra derecha, el acero brillante refulgiendo entre los últimos jirones de niebla. Tenía un pequeño catalejo colocado en el ojo, pero luego me lo pasó a mí y mi corazón dio un vuelco al ver los blancos cascos y rojas casacas saltar hasta un primer plano en el círculo de cristal, las bayonetas fijas resplandeciendo en la primera luz del sol, los oficiales y tambores delante, la bandera ondeando en la brisa… Podía incluso ver la «X» bordada, pero debió de ser sólo mi imaginación la que oyó los pífanos tocando:
El guardabosques estaba vigilándonos,
por él no nos atrevimos,
porque podemos pelear y luchar, chicos,
y saltar por todas partes…
Mientras, el Décimo de Lincoln llegaba en formación, las armas terciadas, los cañones ligeros disparando por su flanco, y junto a ellos los chacós y los cinturones blancos de la Infantería nativa, y otra bandera británica. No pude distinguir cuál, y de nuevo nuestros cañones empezaron a retumbar mientras Paddy gastaba las últimas andanadas de fuego de cobertura por encima de su cabeza y el polvo se arremolinaba en el frente derecho del khalsa.
Las baterías
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explotaron en un torrente de llamas, y yo vi temblar y recuperarse a nuestras líneas y volver a avanzar de nuevo antes de que las nubes de humo y polvo nos las ocultaran a la vista. En el ala derecha un gran cuerpo de caballería emergió desde las trincheras, dispersándose para cargar nuestras baterías de cohetes cuyos proyectiles ondulaban por encima de la infantería que avanzaba y explotaban en los parapetos. Los caballos
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rodearon nuestros flancos y fueron hacia los morteros lanzacohetes como Pedro por su casa, pero el comandante de batería sin duda se dio cuenta del peligro y dio las órdenes oportunas, porque les dejó llegar a tiro antes de soltar una andanada completa a ras del suelo, que salió zumbando y estalló entre la caballería; la carga se disolvió en una nube de humo blanco y llamas anaranjadas.
Los oficiales que estaban detrás de nosotros se pusieron a gritar y a señalar: mientras el ala izquierda de Gough se acercaba entre el humo al frente derecho de los
sijs
; fuera, en la llanura, más allá de los matorrales y la selva, algo se movía en la niebla calurosa: pequeñas figuras rojas, azules y verdes aparecían ante la vista, largas líneas de figuras, con los cañones ligeros en los espacios que dejaban. Yo dirigí el catalejo hacia ellos, y allí estaban las bocamangas amarillas del 29, allí las de color ante del 31, por todas partes las casacas rojas y las cananas de la Infantería nativa…, el rojo y el azul del Regimiento de la Reina…, en el flanco, las figuras oscuras del Noveno de Lanceros, las casacas azules y los
pugarees
de la caballería bengalí… las plumas veteadas de escarlata del Tercero de Ligeros … y las pequeñas figuras contrahechas de los gurkas, trotando para mantener el paso. Mientras yo miraba onduló un relámpago de plata a lo largo del frente y aparecieron los cuchillos de ancha hoja. Todo nuestro ejército estaba moviéndose hacia el centro y la izquierda de la posición khalsa… veinte mil británicos y la Infantería nativa, caballos y cañones acercándose con una ventaja de tres a dos. Los cañones pesados de los
sijs
estaban colocándose frente a ellos, levantando penachos de polvo a lo largo del gran arco que formaba nuestro avance.
Ahora todas las trincheras delanteras estallaban a la vez, barriendo la tierra con una lluvia de metralla y granadas, oscureciendo el escenario tras una espesa niebla de polvo y humo. Retuve el aliento con horror, porque era como Firozabad de nuevo, con aquel loco viejo comedor de patatas arriesgándolo todo al sable y la bayoneta, cuerpo a cuerpo. Entonces los
sijs
venían debilitados de Moodkee, sus posiciones fueron preparadas a toda prisa, mientras que ahora estaban atrincherados en una Torres Vedras en miniatura, con zanjas y diques de veinte pies de alto, cubiertos por mortíferos obuses giratorios repletos de lunáticos agitando los
tulwar
, locos por matar por el Guru. «No puedes hacerlo, Paddy —pensé yo—, no resultará esta vez, te romperás tu cabezota irlandesa contra esa muralla de disparos y acero y romperán tu ejército en mil pedazos y perderás la guerra; nunca volverás a Tipperary, estúpido viejo cabeza de chorlito…»
—¡Vamos! —gritó Sardul, y yo aparté mis ojos de aquella agitada oscuridad más allá de la cual nuestro ejército avanzaba hacia una muerte cierta, y le seguí por la colina fangosa abajo, hacia el puente de barcos. Eran grandes barcazas, con los bancos de remeros atados entre sí y cubiertos con pesados maderos que formaban una carretera tan derecha y sólida como tierra firme… «Ah, hay algún zapador blanco escondido por ahí —dije yo—, maldito sea, porque ningún punjabí habría conseguido hacer eso.» Cabalgamos por el puente con el pelotón a nuestros talones y llegamos a la retaguardia de la posición khalsa, su última línea de defensa, donde el cuartel general dirigía las operaciones, los ayudantes se apresuraban a un lado y otro entre las tiendas y cabañas, carros de heridos atravesaban el puente y todo era actividad y estrépito, como un manicomio disciplinado; me di cuenta de ello, a pesar del ensordecedor rugido de los cañones y fusiles que disparaban desde las líneas.
Había un grupito de oficiales apiñados en torno a un gran modelo a escala de las fortificaciones —sólo le pude echar un vistazo, pero debía de ser más o menos de seis metros de ancho, con todas las trincheras, parapetos y cañones bien colocados— y un espléndido y viejo
sirdar
de barba blanca con una cota de malla encima de su casaca de seda estaba señalando con una larga varita chillando órdenes por encima del estruendo, mientras quienes le escuchaban enviaban mensajeros a través del vapor sulfuroso que brotaba por todas partes en un radio de cincuenta metros y hacía el aire casi irrespirable. Estaba claro que se trataba del alto mando, pero no había ni rastro de Tej Singh, general y guía del khalsa, hasta que oí su voz abriéndose paso entre el estruendo, a pleno pulmón.
—¿Trescientos treinta y tres granos largos de arroz? —gritaba—. ¡Pues tómalos, idiota! ¿Soy acaso un tendero? ¡Coge un saco de la cocina y corre, pervertido hijo de una madre desvergonzada!
Cerca de la cabeza de puente había una curiosa estructura como una gran colmena, de unos diez metros de alto, construida con bloques de piedra. Delante de ella, vestido de gala con un traje dorado, casco con turbante y cinturón enjoyado estaba el propio Tej… No estaba ni a diez metros de la conferencia del alto mando, pero podía haber estado en Bombay por el caso que se hacían unos a otros. Ante él se agachaban atemorizados un par de ayudantes, un
chico
sujetaba una sombrilla coloreada por encima de su cabeza y en una mesa, junto a la entrada de la colmena, un anciano wallah con un gran
pugaree
estudiaba unos mapas con unos magníficos anteojos y tomaba notas. Mirando la escena se encontraba un europeo con quepis, en mangas de camisa y con perilla.
Esto es lo que vi por entre el humo que se elevaba y la confusión. Y por encima del estruendo de la gran batalla en la cual se iba a perder o ganar la India, oí lo siguiente, y juro que es la pura verdad:
VIEJO WALLAH: ¡La circunferencia interior es demasiado pequeña! De acuerdo con las estrellas, debe ser trece veces y media la anchura del vientre de su excelencia.
TEJ: ¿Mi vientre? ¿Qué tiene que ver mi vientre con todo esto, en el nombre del cielo?
VIEJO WALLAH: Es el refugio de su excelencia, y debe ser construido en relación con vuestras proporciones, o la influencia de vuestros planetas no os ayudará. Debo conocer cuál es vuestra circunferencia, tomada con precisión por el ombligo.
EUROPEO (
sacando una regla
): un metro y medio, al menos. Aquí está señalado en pulgadas inglesas.
TEJ: ¿Tengo que medirme el vientre en estos momentos?
EUROPEO: ¿Tiene algo más que hacer? Los
sirdars
tienen la defensa en sus manos, y mis fortificaciones no serán invadidas si están adecuadamente preparadas. Por cierto, trescientos treinta y tres granos de arroz largo hacen unas tres yardas inglesas y cuarto.