Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
—¡No estará allí todavía! —susurró la mujer—. ¡Con tantos centinelas en las calles tiene que esperar! —Me dirigió una mirada rápida, humedeciéndose los gruesos labios—. Además, me da miedo la oscuridad. Ve tú; mientras, yo espero aquí con él.
—¡Dios, se pondría a flirtear hasta en el borde de un precipicio! —exclamó el viejo—. ¿No tienes sentido de la oportunidad, con la casa llena de enemigos y el pie que me duele a rabiar? ¡Sal y mira desde la ventana de la calle, te digo! ¡Puedes seducirle en otro momento!
La mujer lanzó una mirada furiosa, pero fue moviéndose rápidamente en la oscura habitación hacia el muro más lejano, mientras él seguía agarrándome del brazo, con la gran cabeza de patillas blancas levantada para escuchar. Los únicos sonidos que oía yo eran mi corazón y su respiración fatigosa. Él me miró y habló áspero y bajo.
—Flashman, el asesino de Afganistán. ¡Sí, tienes un aspecto brutal! Están ahí abajo…, ratas del khalsa, escondidos esperándote…
—Lo sé… ¡les he visto! ¿Cómo…?
—Te han atraído con un falso mensaje. Unos chicos listos.
Le miré horrorizado.
—¡Pero eso es imposible! ¡No… no puede ser! Nadie podría…
—¡Oh, entonces tú no estás aquí y ellos tampoco! —dijo él, haciendo una mueca—. ¡Espera a que sus desolladores caigan sobre ti, y cambiarás de opinión! ¿Vas armado?
Se lo enseñé, y, ¿pueden creerlo?, quedó extasiado de admiración ante mi pistola.
—¿Todo eso? ¿Seis disparos, dices? ¡Qué maravilla! Con una de ésas, ¿quién necesita recaudadores de impuestos? ¡Por Dios que si lo necesitamos nos podemos abrir paso, tú con disparos y yo con mi acero! Que el diablo se lleve a esa mujer, ¿dónde está? ¡Haciendo ojitos con algún merodeador, como si lo viera! ¡Ah, mi pobre pie…! Dicen que la bebida lo inflama, pero yo creo que me pasa por arrodillarme para la oración. Ah, ¿por qué me habré levantado hoy de la cama?
Todo aquello murmurado en susurros en la oscuridad, y yo fuera de mí de terror, sin saber qué demonios estaba pasando, salvo que las huestes de Midian iban detrás de mí, pero al parecer yo había encontrado dos amigos excéntricos, gracias a Dios y… quienquiera que fuesen, no eran personas corrientes. Uno no toma notas cuidadosas en esos momentos, pero incluso en las garras del terror me daba cuenta de que la dama podía tener unos ojos seductores, pero también hablaba como una sultana; la pequeña habitación era opulenta como un palacio, con suaves lámparas brillando entre sedas y plata, y mi viejo caballero gotoso sólo podía ser algún pez gordo. La autoridad estaba marcada en cada línea de la fuerte y poderosa cara, la curva nariz y la hirsuta barba, e iba vestido como un rajá guerrero: un gran rubí en el turbante, tachuelas de plata en la cota de malla de cuero acolchada,
pyjamys
de seda negra metidos en unas altas botas y, a la cadera, una espada con joyas en la empuñadura. ¿Quién demonios era aquel tipo? Bajando la voz, se lo pregunté, y él rió y me contestó—con un susurro, los ojos vueltos hacia la puerta:
—¿No lo adivinas? ¡Ah, la fama! Pero me conoces muy bien, Flashman sahib… y también a esa dulce palomita cuya tardanza hace peligrar nuestra seguridad. ¡Sí, has estado muy ocupado con nuestros asuntos durante estos dos meses! —rió para mi asombro—. Bibi Kalil es sólo su apodo… Se trata de la viuda de mi hermano, Soochet Singh, que descanse en paz. Yo soy Goolab Singh.
Si me quedé asombrado no fue por la incredulidad. Él cuadraba con la descripción de los documentos de Broadfoot, incluso por la gota. Pero Goolab Singh, pretendiente al trono, el rebelde que se había proclamado a sí mismo rey de Cachemira como desafio al
durbar
, tenía que estar «en una roca en el camino de Jumoo, con cincuenta mil montañeses», como George había explicado. Debía de ser el hombre más buscado de Lahore en aquel momento, ya que mientras algunos del khalsa le habían propuesto como visir, Jeendan le había declarado aliado británico, lo cual estaba muy bien para mí, pero no explicaba en absoluto su presencia en aquel lugar.
—Te lo explicaré —dijo, mientras Bibi Kalil salía de la puerta inferior—. Esta casa es de ella, y la bella viuda tiene admiradores… —señaló hacia abajo—, hombres de posición en los
panches
del khalsa. Ella los recibe y hablan con libertad, con lo que yo, permaneciendo cerca de Lahore en estos días de incertidumbre, me entero de todo. Así que cuando traman un complot para capturarte, aquí estoy, con gota y todo, para probar mi lealtad al Sirkar rescatando a su enviado…
—¿Qué demonios quieren de mí?
—Hablar contigo sobre un fuego lento, creo…, una pequeña florecilla, ¿qué pasa con Donkal?
—Ni rastro de él… ¡Goolab, hay hombres en las calles y alguno más en eljardín! —le temblaba la voz y tenía los ojos muy abiertos por el susto, pero no era una de esas que se desmayan—. He oído que Imam Shah preguntaba por la fulana que te ha traído. —Se dirigía a mí.
—Sí, bueno, toda espera tiene su fin —dijo Goolab, animadamente—. Ella les dirá que has entrado, registrarán el jardín, pensarán mirar arriba… —Aguzó el oído mientras llegaban voces distantes del jardín—. Maka Khan se impacienta. ¡Ten a mano tu revólver, inglés!
Bibi Kalil dio un respingo y se acercó a mí, temblando, pero yo no estaba en situación de disfrutarlo. Ella me rodeó con un brazo y yo la agarré instintivamente sólo para tranquilizarla, no por lujuria, se lo aseguro. Las preguntas revoloteaban confusas en mi mente: cómo me había visto atrapado en aquel agujero del infierno, cómo sabían aquellos cerdos del khalsa que yo venía, por qué Goolab y su temblorosa amiga estaban tan a mano para ayudarme. Todo aquello no significaba nada junto a aquellas horribles palabras: «A fuego lento», murmuradas casi al descuido por aquel viejo bandido loco que, con cincuenta mil montañeses a sus órdenes, por lo visto se había traído sólo uno que estaba perdido en la oscuridad. Se me heló la sangre y me agarré a la viuda para no caerme, en esto que sonaron unos pasos en la escalera exterior.
Ella se agarró a mí a su vez, la mano de Goolab voló a la empuñadura de su espada y nos quedamos paralizados, mortalmente quietos, hasta que un golpe resonó en la puerta. Una pausa y luego la voz de un hombre:
—¿Señora? ¿Estáis ahí? ¿Señora?
Volvió sus bonitos ojos hacia mí, indefensa, y luego Goolab se acercó y puso sus labios junto al oído de la viuda:
—¿Quién es ése? ¿Le conoces?
Su respuesta fue un susurro perfumado:
—Seefreen Singh. El ayudante de Maka Khan.
—¿Un admirador?
El viejo demonio estaba ardiendo en ira incluso entonces, y pasó un momento antes de que ella se alzara de hombros y susurrara:
—A distancia.
Otro golpe.
—¿Señora?
—Pregúntale qué quiere —susurró Goolab.
Noté cómo temblaba ella, pero se rehízo y exclamó en voz alta con tono soñoliento:
—¿Quién es?
—Sefreen Singh, señora. —Una pausa—. ¿Estáis…, perdonadme…, estáis sola?
Esperó un momento y luego dijo:
—Estaba durmiendo… ¿Qué pasa? Por supuesto que estoy sola… —Goolab me hizo una mueca por encima de la cabeza de la viuda… ¡Estaba disfrutando de aquello, maldito sea!
—Mil perdones, señora. —La voz era toda disculpas—. Tengo órdenes de registrar. Hay un
badmash
por ahí. Si pudiera abrir…
—Bueno, aquí no está —empezó ella, pero Goolab le volvió a susurrar al oído:
—¡Tenemos que dejarle entrar! Pero primero… sedúcele. —Él pestañeó—. Si tiene que entrar con el arma lista, que no sea la de acero.
Ella le miró con ira, pero asintió, luego me dirigió una mirada que era como para derretirse mientras soltaba su teta derecha de mi involuntario asimiento, y exclamó impaciente:
—Ah, muy bien…, un momento…
Goolab sacó su sable con mucho sigilo, me lo pasó y cogió la corta espada de mi cinturón, pinchando su pulgar en la punta.
—Es mío. Si fallo… córtale la cabeza. —Él fue cojeando rápidamente hacia el cerrojo de la puerta, me hizo señas de que me quedara detrás de ésta y le hizo una señal a la viuda. Ésta puso la mano en el cerrojo y habló con suavidad.
—Sefreen Singh… ¿estás solo? —La miel no podía ser más dulce.
—¡Oh…, oh…!, ¡sí, señora!
—¿Seguro? —se le escapó una risita—. En ese caso…, si prometes quedarte un ratito…, puedes entrar…
La viuda descorrió el cerrojo, abrió la puerta y volvió la cabeza, mirando por encima del hombro, en esto que allá se precipita Barnacle Bill, sin creer en su suerte, y recibe la enhiesta punta del arma de Goolab bajo su barbudo mentón antes de haber dado un solo paso. Un salvaje y experto pinchazo en el cerebro… Cayó sin emitir un solo gemido. Goolab interrumpió su caída, y cuando yo volví de cerrar la puerta con una mano temblorosa el viejo rufián estaba limpiando la hoja en la camisa del muerto.
—Ochenta y dos —murmuró, y Bibi Kalil exhaló un profundo y tembloroso suspiro entre sus dientes apretados; le brillaban los ojos de excitación. «Vaya, así es la India», pensé yo.
—¡Venga, vámonos! —exclamó Goolab—. ¡Esto sólo nos da unos momentos! ¡Enséñale el camino hacia abajo,
chabeli
! Esperaré aquí hasta que hayáis llegado a la puerta de la calle…
—¿Por qué? —preguntó la viuda.
—¡Oh, para pasar el rato! —exclamó él—. ¡Por si vienen otros y llaman, corderita sin seso! ¿Acaso puedo correr, con el pie tan dolorido? Pero puedo vigilar una puerta, o parlamentar. ¡Se lo pensarán dos veces antes de clavar sus espadas en Goolab Singh! —Nos empujó—. ¡Venga, mujer, sal con él para que pueda cantar las alabanzas de esta noche al sahib Hardinge! ¡Venga! ¡No temas, yo os seguiré!
Pero ella le abrazó, y él se echó a reír y la besó, diciendo que era una buena hermana y estaba orgulloso de ella. Entonces ella me cogió de la mano y pasamos por la puerta de abajo y bajamos los escalones de piedra hasta un pasaje que acababa en una verja de hierro. Al otro lado de ésta, la callejuela estaba oscura y desierta, pero ella retrocedió, susurrando que debíamos esperar. Entre el peligro de detrás y los desconocidos peligros que teníamos delante, yo estaba asustado por igual, y al cabo de un rato Goolab llegó cojeando, quejándose a cada paso.
—¡Les he oído en la escalera exterior! ¡Por el amor de Dios, si esto no me consigue de la Reina Blanca el trono de Cachemira, es que no queda ya gratitud en este mundo! ¡Hola, una calle desierta! ¡Bueno, vacía o no, no podemos esperar! Mi sable, Flashman… Nosotros los valientes necesitamos espacio libre. ¡Y ahora, rápido… juntos si puede ser, pero si esto se pone al rojo, sálvese quien pueda!
—¡No te dejaré, mi señor! —gritó Bibi Kalil.
—¡Harás lo que yo te diga, insolente! ¡Él debe salir ileso a toda costa, o nuestro trabajo será en vano! Ahora…, uno a cada lado y abrid la puerta, despacio…
—¡Pero Donkal no ha venido! —se quejó la viuda.
—¡Maldito sea Donkal! ¡Sólo tenemos cinco pies ahora, pero nos faltarán tres cabezas si nos quedamos. ¡En marcha!
Salimos corriendo a la calle, la viuda y yo aguantando su mucho peso, y fuimos dando saltos en la oscuridad, yo ciego de pánico, Bibi Kalil sollozando débilmente y el señor de Cachemira musitando blasfemias y dándonos ánimo… Todo lo que necesitábamos era un vehículo para salir pitando de allí. Desde la casa oímos cómo se alzaban voces, y el distante sonido de golpes en una puerta, y alguien que llamaba a Sefreen Singh. Llegamos al final de la calle, y mientras Bibi Kalil corría para echar un vistazo, Goolab se apoyó en mi hombro, jadeando.
—¡Sí, levántate, Sefreen, y déjales entrar! —gruñó—. ¿Está todo despejado, cariño? Dios bendiga sus regordetes miembros; cuando volvamos a Jumoo tendrá una nueva esmeralda cada día, y jovencitas que le canten para entretenerla… Sí, y veinte robustos muchachos como guardaespaldas… ¡Vamos, vamos, rápido! ¡Oh, si tuviera los dedos de los pies sanos de nuevo!
Fuimos dando tumbos, doblamos la esquina y nos dirigimos hacia una plazoleta donde se cruzaban cuatro calles. Una antorcha ardía con luz mortecina en un soporte encima de nosotros, proyectando extrañas sombras. Bibi Kalil enfiló hacia una de las calles… y de repente lanzó un grito, echándose hacia atrás, con lo que Goolab se golpeó su pie gotoso y se: cayó, entre maldiciones, y mientras yo le ayudaba a levantarse, dos hombres aparecieron dando saltos en nuestro camino y se arrojaron sobre nosotros.
Si hubieran salido a matarnos, habríamos estado listos, yo cargado con el desamparado Goolab… Pero lo que querían era capturarnos. El primero agarró mi espada y recibió mi acero en su hombro para su mal.
—
Shabash
, asesino afgano! —rugió Goolab, todavía de rodillas, y se cebó en el cuerpo caído, pero su camarada se arrojó sobre Goolab, ahogando el triunfante grito de «¡Ochenta y tres!» y haciéndole caer a tierra. Bibi Kalil corrió hacia allí, gritando y arañando la cara del atacante con las uñas, mientras yo corría lanzando gritos y buscando una oportunidad de apuñalarle, hasta que se me ocurrió que podía usar mi tiempo mejor y me volví hacia la calle más próxima.
Bueno, Goolab había dicho sálvese quien pueda, pero no pretenderé que nunca haya necesitado permiso para largarme. No me ha sido dado el precioso regalo de la vida para malgastarlo en oscuros callejones, luchando junto a gordos rajás y viciosas viudas; la cosa es que estaba ya escabulléndome como un cervatillo asustado y confiando en mi juventud cuando vi la luz de una antorcha ante mí, y me di cuenta con horror de que por la esquina próxima se acercaban unos pasos. Ahí tienes tu merecido, cobarde, dirán ustedes, por abandonar a tus compañeros en la necesidad, ahora bien que te zumbarán la badana… Pero nosotros, los cobardes experimentados, no nos rendimos tan fácilmente, se lo aseguro. Me detuve, me deslicé a un lado, y mientras los poderes de la oscuridad surgían a la vista, llenos de malicia y decisión, yo me quedé quieto como un muerto señalando a la plazoleta, donde se veía a Goolab y a la viuda sacándole las tripas al segundo asaltante, que no se lo estaba pasando demasiado bien.
—¡Allí están, hermanos! —grité yo—. ¡Vamos, vamos, cogedlos! ¡Ya son nuestros!
Incluso salté hacia atrás, hacia la plazoleta, dando saltos artísticos para dejar que les cogieran… Y si creen que aquello era una estratagema desesperada… pues sí, lo fue, pero raramente falla, y habría tenido éxito si yo hubiera tenido el sentido común de seguirles unos metros mientras ellos pasaban a toda prisa junto a mí. Pero me volví y salí corriendo demasiado rápido; uno de ellos debió de verme por el rabillo del ojo y se dio cuenta de que aquel vociferante
badmash
no era de la banda, porque se detuvo, gritó y me siguió. Corrí, doblé una esquina y la siguiente, vi una abertura adecuada, me lancé por ella, y me agaché jadeando en las sombras mientras los perseguidores seguían adelante. Me apoyé en la pared, con los ojos cerrados, casi exhausto de miedo y cansancio, intentando recuperar el aliento, y sólo cuando di un cauteloso vistazo a mi alrededor me di cuenta de que el escenario era familiar: el pequeño portillo en la abertura… Gemí en voz alta, me di la vuelta y, efectivamente, ante mí estaba la escalera exterior que subía al porche, y dos tipos bajaban los restos mortales de Sefreen Singh, y desde varios lugares del jardín de Bibi Kalil una docena de caras barbudas me miraban con asombro. Entre ellos, ni a diez pasos de distancia, con los brazos en jarras y mirándome amenazador como un magistrado abstemio, estaba el general Maka Khan, y detrás de él, gritando con espantoso deleite, el fanático
akali
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