Read Flashman y la montaña de la luz Online
Authors: George MacDonald Fraser
Tags: #Humor, Novela histórica
Salir de la fortaleza fue menos sencillo. Yo había salido un par de veces por la noche, pero nunca más allá del mercado de la puerta de Hazooree en el muro interior, que era el bazar de categoría que suministraba víveres a los hogares de calidad al sur del fuerte, antes de llegar a la torre propiamente dicha. No me atreví a ponerme el disfraz dentro de palacio, así que lo metí en una bolsa, todo menos las botas, que me puse debajo de los pantalones de civil. Entonces ya sólo fue cuestión de asegurarse de que Jassa no anduviera por allí cerca y deslizarme a los jardines después del anochecer. Había poca gente por allí, y enseguida me escondí detrás de un arbusto, con los pies enredados en los pantalones, maldiciendo a Broadfoot y a los mosquitos. Me envolví el
puggaree
bien colocado en la cabeza, me tizné la cara, puse la bolsa con mis ropas civilizadas en una grieta en el muro del jardín, recé para que aquella noche pudiera volver a recogerlas y salí.
Me he disfrazado de nativo más veces de las que puedo contar, y les aseguro que todo es cuestión de confianza en sí mismo. Un aficionado se delata porque está seguro de que todo el mundo sospecha que lleva un disfraz, y se comporta de acuerdo con eso. Pero nadie se da cuenta, por supuesto, y por una simple razón: no les importa en absoluto, y si uno va por ahí sin meterse con nadie, la cosa cuela perfectamente. Nunca olvidaré cómo me escabullí de Lucknow con T. H. Kavanaugh durante el asedio.
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Él era un irlandés grandullón que no sabía ni una palabra de hindi, disfrazado como un pachá de pantomima y tiznado de carbón que casi no cubría sus redondas y coloradas mejillas, maldiciendo con acento de Tipperary durante todo el camino; pues ni uno solo de los amotinados le dirigió la mirada. Ahora, mi imberbe mandíbula era mi principal motivo de preocupación, pero soy bastante moreno de piel, y una expresión torva consigue muchas cosas.
Llevaba mi pistola, pero me compré un cinturón y una espada corta de Cachemira en el mercado para más seguridad, y para completar mi disfraz. Me siento muy cómodo disfrazado de
pathan
fanfarrón que habla
pashto
o, en este caso, un mal punjabí, así que escupí mucho, carraspeé y le saqué el arma al dueño del puesto callejero a mitad de precio; él ni siquiera parpadeó, así que cuando llegué a los callejones de la ciudad nativa me detuve en un tenderete para tomar un
chapatti
y cotillear un poco, ver cómo estaban las cosas y recoger cualquier rumor que corriera por allí. Los tipos del pueblo no hacían más que hablar de la guerra que se avecinaba, que los
gorracharra
habían cruzado el río sin oposición por el
ghat
de Harree, y que los británicos estaban abandonando Ludhiana… lo cual no era verdad, como supe luego.
—Han perdido la moral—dijo un sabelotodo—. Afganistán fue su muerte.
—Afganistán es la muerte de cualquiera —dijo otro—. ¿Acaso no murió mi tío en Jalalabad, que la paz le acompañe?
—¿En la guerra británica?
—No, era cocinero en un caravasar, y una mujer del bazar le contagió una enfermedad detestable. Se puso ungüentos de un
hakim
,
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sin ningún efecto, hasta que se le cayó la nariz y murió, delirando. Mi tía culpó a los ungüentos. Quién sabe, como era un
hakim
afgano…
—¡Así es como debemos destruir a los británicos! —cacareó un viejo—. ¡Mandemos a la maharaní para que les infecte! ¡Je, je, ella debe de estar podrida ya!
No me hizo gracia escuchar aquellas tonterías, ni tampoco a un tipo robusto que llevaba la casaca de caballería.
—¡Más respeto, cerdo! ¡Ella es la madre de tu rey, que se sentará en el trono en el palacio de Londres cuando nosotros, los del khalsa, nos hayamos comido al ejército Sirkar!
—¡Escuchadle! —se burló el viejo comediante—. ¿El khalsa atravesará el océano para llegar hasta Londres?
—¿Qué océano, loco? Londres está sólo a unos pocos
cos
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más allá de Meerut.
—¿Tan lejos? —dije yo, haciéndome el paleto—. ¿Has estado allí?
—Yo no —admitió el pájaro del khalsa—, pero mi
havildar
estuvo allí como camellero. Es un sitio muy pobre, por lo que parece, no mucho mayor que Lahore.
—¡Qué va, hombre! —gritó el del tío sifilítico—. Las casas de Londres tienen las fachadas de oro, y hasta los urinarios públicos tienen las puertas de plata. Eso me han contado.
—Eso era antes de la guerra con los afganos —dijo el mentiroso número uno del khalsa, cuyo estilo estaba empezando a admirar—. Eso empobreció a los británicos, y ahora están en deuda con los judíos; incluso Wellesley sahib, que venció a Tipu y los mahratas en otro tiempo,
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ya no tiene ningún prestigio, y la joven reina y sus doncellas se venden en las calles. Eso me lo ha contado mi
havildar
, él mismo se tiró a una de ellas.
—¿Y todavía tiene nariz? —gritó otro, Y hubo muchas carcajadas.
—¡Sí, sí, reíd! —gritó el viejo—. Pero si Londres se ha empobrecido tanto, ¿dónde está todo el botín que íbamos a disfrutar cuando vosotros, los héroes del Pure, lo hubierais traído a casa?
—¡Que Dios te dé sensatez! Dónde sino en Calcuta, en las cajas fuertes de los hebreos. Iremos allí cuando hayamos tomado Londres y Glasgou, donde plantan tabaco y hacen los barcos de hierro.
Estaban tan bien informados como el público inglés lo está de la India, como pueden comprobar. Me quedé un rato más, hasta que ya pensaba en punjabí; entonces, con aquel hueco en mi interior que me resultaba tan conocido, seguí mi camino con aprehensión.
El Shah Boorj está en la parte sudoeste de la ciudad de Lahore, a menos de dos kilómetros a vuelo de pájaro, pero a más de tres cuando se tiene que seguir un camino por las serpenteantes callejuelas de la ciudad vieja. Eran unas pésimas calles, por las que corría la inmundicia y unos tipos muy feos y muy pobres te miraban desde los portales o rebuscaban entre la basura con las ratas y los perros asilvestrados. El aire era tan ponzoñoso que tuve que envolverme el
puggaree
en torno a la boca para resistir los pestilentes vapores, mientras seguía mi camino entre charcos y basura corrompida. Algún fuego en los montones de excrementos proporcionaba la única luz, y por todas partes había ojos como ascuas, humanos y de animales, que se apartaban a un lado al aproximarme yo, apretando el paso para salir de aquel infierno. Imaginaba constantemente horribles sombras que se acercaban a mí y me atacaban, como el tipo aquél del poema que no se atreve a mirar atrás porque sabe que hay un espantoso fantasma pisándole los talones.
Finalmente el camino mejoró un poco y pasé entre grandes edificios y almacenes y unos pocos merodeadores nocturnos que se escurrían por allí. Cerca del muro sur las calles eran más anchas, con casas bastante decentes detrás de los altos muros. Un par de
palkis
pasaban por allí, balanceándose entre sus portadores, y había incluso un
chowkidar
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patrullando con su linterna y su bastón. Pero yo todavía me sentía terriblemente solo, con aquel sórdido y hostil territorio que se abría entre mí y mi casa…, que era como consideraba yo entonces la fortaleza, a la cual me había aproximado con tanta alarma un par de meses atrás. Las personas somos tremendamente adaptables.
El cabaret de los soldados franceses estaba cerca de la puerta de Buttee, y si los mercenarios gabachos, cuyos horrendos retratos adornaban sus paredes, lo hubieran podido ver, habrían pedido una indemnización. Allí estaban, mirando desde sus marcos una habitación grande y ruidosa, llena de humo: Ventura, Allard, Court e incluso mi viejo amigo Avitabile, con su aspecto de bandido italiano, el gorro adornado con borlas y su tieso mostacho. «Me gustaría verte aquí en este momento», pensé yo, mientras supervisaba a la clientela: matones de dos rupias, arpías pintarrajeadas que tendrían que haber estado subidas a un árbol, un zarrapastroso grupo musical compuesto de flauta y tam-tam que acompañaba a un par de bailarinas que uno no habría tocado ni con guantes, y brandy
sij
como para ahogarse en él. «Nunca más volveré a decir ni una sola palabra contra Boodle», me dije; al menos allí no había que sentarse con la espalda pegada a la pared.
Encontré un taburete libre entre dos tipos encantadores que evidentemente habían dormido en un establo de camellos, pedí un vaso de licor que me cuidé mucho de no beber. Ellos gruñían cuando se dirigían a mí y me senté como buen espía, usando las señales convenidas: me metía el pulgar entre el dedo índice y el medio y me rascaba el sobaco derecho de vez en cuando. La mitad de la clientela estaba haciendo lo mismo, con buenos motivos, lo cual era desconcertante, pero yo me quedé sentado, ceñudo, deseando encontrarme muy lejos, sin darme por enterado de los halagos de unas pájaras que se pueden obtener por cuatro peniques con pastel de cordero y una jarra de cerveza incluidas; aunque mejor no intentarlo, porque seguro que el pastel de carne era malísimo. Ellas refunfuñaban y gruñían, según les daba, pero la última, una bruja teñida con henna y de feos dientes, dijo que yo era muy remilgado y que ¿qué esperaba encontrar en un sitio como aquél, a Bibi Kalil quizás?
Había tanto ruido que supuse que nadie más la había oído, pero esperé hasta que se fue, y otros diez minutos más por si acaso. Me levanté y me dirigí hacia la puerta, despacio. Ella me esperaba en la sombra del porche. Sin mediar palabra, me condujo hacia la callejuela y yo la seguí de cerca, con el corazón latiéndome deprisa y la mano en la pistola debajo de mi
poshteen
mientras escudriñaba las sombras frente a mí. Fuimos por calles zigzagueantes hasta que por fin se detuvo junto a un alto muro con un portillo abierto.
—Por el jardín y rodeando la casa. Tu amiga está esperándote —susurró ella, y desapareció en las sombras.
Eché un vistazo para localizar posibles puntos de huida, y entré cautelosamente. Un pequeño recinto con arbustos rodeaba una alta casa bien cuidada, y una escalera exterior conducía a un pequeño porche con arcadas en el piso superior, con una puerta débilmente iluminada al fondo. Por detrás de la esquina de la casa, a mi izquierda, salía luz de una habitación de la planta baja que yo no veía. «Ése es mi camino», pensé, pero mientras seguía andando, la luz en la arcada por encima de mi cabeza se hizo más brillante al abrirse del todo la puerta, y una mujer salió sigilosamente al pequeño porche. Se quedó de pie mirando hacia abajo, al jardín, pero yo me había escondido ya entre los arbustos, por precaución.
Mirando por entre las ramas pude verla claramente, y si aquélla era Bibi Kalil, me parecía la mar de bien. Era alta y bien modelada, como una afgana, de redondeadas caderas y abultado trasero con sus pantalones con flecos y su chaquetilla: una matrona carnosa, mi tipo preferido. Entonces retrocedió, y como mi obligación se encontraba dando vueltas a la esquina de la planta baja (¡vaya por Dios!), suspiré y me dirigí allí. Me paré en seco cuando recordé la palabra que había usado mi guía: «¿Amiga?». Aquello no era propio del lenguaje político. Lo normal era «hermano» o «hermana». Quienquiera que la hubiera instruido habría tenido que decirle las palabras exactas que debía usar. Recordé otra frase algo extraña en el mensaje de Broadfoot: «No digas nada a tu ordenanza…». Eso no era tampoco demasiado correcto. Eran dos detalles sin importancia; de repente la oscuridad pareció hacerse más profunda y la noche más silenciosa. El instinto de la cobardía, si quieren. Pero si todavía estoy aquí y gozo de buena salud, aparte de mis riñones un poco tocados y una cierta tendencia a encorvarme, es porque desconfío hasta de las motas de polvo, y no voy directamente a un sitio si puedo echar un vistazo antes. Así que en lugar de dar la vuelta directamente a la casa como se me había indicado, me deslicé a escondidas, detrás de los arbustos, hasta que pasé la esquina y atisbé por entre el follaje aquella planta baja tan bien iluminada con las persianas levantadas. Di un silencioso respingo y tuve que sujetarme a una rama para no caerme.
Había en la habitación media docena de hombres, armados esperándome; entre los asistentes se encontraban el general Maka Khan, su compañero, el del cuchillo, Imam Shah y el
akali
loco que denunció a Jeendan en el
durbar
: Líderes del khalsa, enemigos jurados del Sirkar, esperando que apareciera el viejo Flash… ¡Vaya «amigos»! ¿Y se suponía que yo iba a tragar que Broadfoot me había llevado hasta ellos?
No lo creí, ni por un momento… que fue lo que tardé en darme cuenta de que había cometido un espantoso y terrible error. Aquello era una trampa; había estado a punto de meterme en la boca del lobo y lo único que debía hacer era escapar al instante. Uno no se para a pensar cómo ni por qué en ocasiones como aquélla; se limita a apretar los dientes para evitar que castañeteen y volver sobre sus pasos lentamente hacia los arbustos oyendo el rugido de las propias tripas, con mucho cuidado de no rozar las hojas, hasta que estás cerca de la puerta, crees oír movimientos furtivos en la callejuela y das un salto, pisas un palito que chasquea haciendo un ruido como un maldito cañonazo, y chillas y saltas un metro… y si tienes suerte un ángel de misericordia con pantalones con flecos aparece en el porche de arriba, susurrando: «¡Flashman sahib! ¡Por aquí, rápido!».
Subí la escalera como un zorro con un puñado de perdigones en el culo, resbalé en el último escalón y caí de cabeza más allá de la mujer en los brazos de un robusto viejo rufián que salía, cojeando, del interior. Vislumbré unas grandes patillas blancas y unos ojos intensos bajo un turbante negro, pero antes de que pudiera decir esta boca es mía, estaba en las garras del oso con una mano como un jamón encima de mi boca.
—
Chub’rao! Khabadar
!
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—gruñó—. ¡Por mil demonios, quita tu enorme pie infiel de encima del mío! ¿Vosotros, ingleses, no sabéis lo que es tener la gota? —y a la mujer—: ¿Han oído algo?
Ella se quedó un momento de pie en el porche, escuchando, y luego entró, cerrando despacio la puerta.
—¡Hay hombres en el callejón, y se oyen ruidos en la habitación del jardín! —Su voz era profunda y aterciopelada, y en la débil luz vi sus pechos temblar de agitación.
—¡Que Satán se los lleve! —gruñó él—. ¡Ahora o nunca! ¡Abajo,
chabeli
,
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por la escalera secreta…! ¡Busca a Donkal y los caballos! —me empujaba hacia la habitación—. ¡Deprisa, mujer!