Dioses, Tumbas y Sabios

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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«Cómo lograr que la arqueología resulte emocionante». Ese es el secreto que descubrió C. W. Ceram y que nos revela en su libro
Dioses, tumbas y sabios
. Como si de las aventuras de Indiana Jones se tratara, el autor nos narra los descubrimientos arqueológicos más importantes de la historia: nos lleva a las pirámides de Egipto (y al desciframiento de la piedra de Rosetta), a Nínive (y al desciframiento de la escritura cuneiforme), a la enterrada Pompeya, a Troya, incluso a los imperios azteca y maya. Ceram consigue que las ruinas hablen de su historia, y más aún, hace que la aventura que supuso descubrirlas sea más interesante que cualquier película.

La lectura aúna el interés científico con la aventura de forma tal, que aprendes historia sin darte cuenta, porque en este libro (para todos los públicos, tanto para jóvenes como para adultos) lo importante es divertirse y emocionarse con los desafíos de la arqueología.

C. W. Ceram

Dioses, Tumbas y Sabios

La gran aventura de la arqueología

ePUB v1.0

tagus
21.07.12

Título original:
Götter, Gräber und Gelehrte. Roman der Archäologie

C. W. Ceram, 1949.

Traducción: Manuel Tamayo

Diseño/retoque portada: Redna Azaug

Editor original: tagus v1.0

ePub base v2.0

No existe un arte nacional ni una ciencia nacional. El arte y la ciencia, como todos los sublimes bienes del espíritu, pertenecen al mundo entero, y sólo pueden prosperar con el libre influjo mutuo de todos los contemporáneos, respetando siempre todo aquello que el pasado nos legó.

GOETHE.

Quien quiera ver correctamente la época en que vive debe contemplarla desde lejos. ¿A qué distancia? Es muy sencillo: a la distancia que no permite ya distinguir la nariz de Cleopatra.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET.

Introducción

Aconsejo al lector que no empiece la lectura de este libro por la primera página. E insisto en ello porque conozco la poca fe que se concede a las afirmaciones más rotundas de un autor que tenga que presentar una materia de extraordinario interés, y de lo poco que esto sirve, sobre todo cuando el título promete una novela de la Arqueología, ciencia que para todos es una de las más áridas y aburridas. Por estas consideraciones, recomiendo empezar la lectura en el capítulo sobre Egipto, el llamado «II. Libro de las pirámides». Entonces tendré la esperanza de que hasta el lector más desconfiado adopte una postura benévola respecto a nuestro tema y se decida a dejar de lado ciertos prejuicios muy extendidos. Después de tal introducción, ruego al lector que, en su propio interés, hojee hacia atrás el libro y vuelva al Capítulo Primero, pues para mejor comprender los acontecimientos más sensacionales de las prodigiosas aventuras de la Arqueología, necesita una dirección y un plan.

Este libro ha sido escrito sin ambición científica alguna. Más bien he intentado presentar el objeto de estudio de los investigadores y sabios, en su matiz emocional más íntimo, en sus manifestaciones dramáticas, en su relación hondamente humana. No he podido evitar algunas divagaciones, así como tampoco reflexiones personales y una constante relación con la actualidad. Por eso he hecho un libro que los hombres de ciencia tienen derecho a calificar de «no científico». Pero eso es lo que me propuse hacer, y eso me justifica.

La ciencia arqueológica es rica en hazañas donde se emparejan un gran espíritu de aventura y la paciencia de un estudio ímprobo; es una gran empresa romántica realizada con gran modestia espiritual, en la cual nos hundimos en la profundidad de todas las épocas y recorremos toda la amplitud de la Tierra. Todo esto no puede quedar reducido a simples disertaciones de expertos. Por muy alto que haya sido siempre el valor científico de las memorias, tesis y publicaciones de esta índole, hemos de confesar que no estaban escritas para ser «leídas». Es increíble que hasta la fecha no se hayan hecho más que tres o cuatro intentos de asociar el apasionante ambiente de la aventura con las excavaciones que nos han conducido a la vida de los tiempos pasados; muy extraño, porque realmente no se concibe aventura más excitante que ésta, siempre que consideremos la aventura como una armoniosa mezcla de espíritu y acción.

Aunque no soy partidario del método de la simple y objetiva descripción, lo utilizo a veces para seguir fielmente la pura ciencia arqueológica. Y no puede ser por menos, ya que el libro es un elogio de sus resultados, de la agudeza de espíritu que revelan, de la constancia de los infatigables excavadores; una alabanza, sobre todo, a los propios exploradores, que, generalmente, guardan silencio por modestia, cosa que les hace más dignos de encomio, porque su actitud debería ser imitada en muchos terrenos. De este hecho se desprende también mi esfuerzo por evitar engañosas correlaciones y falsos acentos. La «novela de la Arqueología» es novela en cuanto narra vidas, sucesos remotísimos que no se hallan en contradicción, ni mucho menos, con la verdad; que fueron realidad un día y que surgen a la actualidad diaria en la apasionante aventura de la búsqueda de siglos pretéritos en su sentido más estricto: lo que aquí se cuenta no son hechos adornados por la fantasía del autor, sino sucesos rigurosamente históricos que a veces pueden parecemos fantásticos.

A pesar de mis esfuerzos, estoy convencido de que el experto que tome este libro descubrirá faltas en él. Para mí, por ejemplo, al principio constituía una gran dificultad la trascripción de los nombres. Más de una vez, para escribir un nombre de lugar o de persona he tenido que elegir entre doce grafías distintas y todas aceptables. Correspondiendo al carácter del libro, me decidí por la más generalizada sin seguir ningún principio científico, que en algunos puntos hubiera ocasionado una confusión completa. Adopté tal decisión teniendo en cuenta que ya el gran historiador E. Meyer, al encontrarse ante el mismo dilema, dice en su
Historia de la Antigüedad
(a pesar de que él se dirigía a expertos): «no me ha quedado otra solución que la de prescindir en absoluto de todo principio fijo». El autor de un simple relato puede seguir muy bien la decisión adoptada por un historiador tan relevante. Pero, además, seguramente he cometido otras faltas que son inevitables cuando se intenta abarcar un tema tan inmenso que comprende cuatro ciencias especiales. Por eso agradeceré a todos los lectores las rectificaciones que puedan comunicarme.

Pero no solamente a la ciencia me siento obligado, sino también a determinada clase de literatura, mejor dicho, al creador del género literario en cuya línea se coloca modestamente este libro. Que yo sepa, fue el famoso médico y escritor americano Paul de Kruif quien emprendió por vez primera la tarea de presentar la aventura científica de tal modo que pudiera leerse con ese apasionamiento que en nuestro siglo sólo suscitan las novelas policíacas. De Kruif descubrió, en el año 1927, que el proceso de la bacteriología, bien presentado y ordenado justamente, contiene elementos de gran capacidad novelesca. Y descubrió también que incluso los problemas científicos más complicados pueden presentarse de un modo sencillo y comprensible si se los describe como procesos de trabajo, es decir, conduciendo al lector exactamente por el mismo camino que recorrió el sabio investigador desde el momento en que tuvo la primera inspiración hasta que alcanzó el resultado apetecido. Vio también que todos los rodeos, encrucijadas y callejones sin salida en que el científico se encontró por la humana limitación, o por acontecimientos exteriores, aparecen impregnados de ese dinamismo, de ese dramatismo básico de toda narración novelesca que es capaz de despertar una tensión inmensa. Así surgió su libro sobre
Cazadores de microbios
, título que transformaba en categoría humana la sobria denominación de «bacteriólogos», conteniendo sistemáticamente todo el programa de un nuevo género literario: la
novela de los hechos
.

Desde los primeros ensayos de Paul de Kruif, ya no queda apenas un terreno científico que no haya sido explorado por uno u otro autor, o varios al mismo tiempo, empleando este nuevo género literario. Y es muy natural que esto lo hicieran, generalmente, escritores no científicos, profanos en la materia. El fundamento de una crítica que aún puede hacerse me parece éste: ¿En qué proporción aparecen en tales libros el elemento literario y el científico? ¿En qué medida predomina el hecho real o el novelesco? A mí me parece que los mejores libros de esta clase son aquellos que alcanzan su valor de novela sin necesidad de desvirtuar los hechos reales y que, por lo tanto, siempre se supeditan a ellos. Yo he intentado colocar mi libro dentro de esta categoría, y espero servir así a todo lector que quiera «andar seguro» por el ámbito de esta ciencia apasionante, así como a aquel que desee utilizar esta obra como manual de consulta.

En la materia tratada cuento también con una precursora perteneciente a otra categoría. Se trata de Anne Terry White, cuyo libro
Lost Worlds
me vino a las manos cuando casi había terminado
Dioses, tumbas y sabios
. A esta compañera americana quisiera expresarle mi gran estima por su trabajo. Mas, como yo creo que el principio según el cual el «hecho» debe prevalecer siempre sobre la anécdota es perfecto, he decidido, al contrario que la señora White, ser útil con mi obra a todos los que se interesan por la Arqueología, suministrándoles datos exactos. Por eso no he tenido reparo en interrumpir el relato con fechas y resúmenes, y he completado el libro con bibliografía, mapas, tablas cronológicas y un índice de materias.

Para terminar doy las gracias a todos aquellos que han colaborado conmigo, en especial a los profesores alemanes doctor Eugen von Mercklin, doctor Carl Rathjens y doctor Franz Termer, que tuvieron la amabilidad de examinar el manuscrito.

Los profesores Kurt Erdmann, doctor Hartmut Schmoekel y el investigador de Schliemann, doctor Ernst Meyer, me han hecho correcciones importantes. Todos ellos me facilitaron indicaciones preciosas, me apoyaron en todos los sentidos, sobre todo proporcionándome bibliografía —en lo que también debo dar las gracias al profesor doctor Walter Hagemann, de Münster— y me señalaron algunos errores que así pude eliminar. A ellos no solamente les doy las gracias por su ayuda, sino sobre todo por la comprensión que demostraron como especialistas en la materia frente a un libro que tiene la audacia de irrumpir en su terreno sin títulos rigurosamente comprobados. Igualmente deseo dar las gracias a Edda Roenckendorff y a Erwin Duncker, por haber realizado una parte de los trabajos de traducción a veces sumamente difíciles.

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