Y otra vez sucedió lo que ya sabemos. Las murallas del castillo de Tirinto estaban al descubierto; un incendio había calcinado las piedras y las capas de argamasa que las unían se habían convertido en verdaderas tejas; los arqueólogos creían que estas murallas eran restos de una fortaleza de la Edad Media, y los guías griegos afirmaban que en Tirinto no había nada extraordinario.
Schliemann, basándose en autores antiguos, empezó a excavar con tal celo que destruyó un predio plantado de cominos, propiedad de un aldeano de Cofinio, por lo cual tuvo que pagar 75 francos de multa.
Dícese que Heracles nació en Tirinto. Sus murallas ciclópeas eran consideradas en la Antigüedad como una obra portentosa. Pausanias decía que eran análogas a las pirámides egipcias. Se afirmaba que Preto, el legendario rey de Tirinto, había hecho venir a siete cíclopes para que las edificaran, y que luego fueron imitadas también en otros lugares, especialmente en Micenas, por lo cual Eurípides llamaba a toda la Argólida «tierra de cíclopes».
Schliemann excavó y halló las murallas principales de un castillo que superaba a todo cuanto se había hallado hasta entonces, y esto daba un aspecto importante de aquel pueblo prehistórico que había sido capaz de construir tal maravilla como morada de sus reyes. Semejante a una fortaleza, este castillo se erguía en una roca de piedra caliza; sus paredes consistían en bloques de dos a tres metros de longitud, por uno dé altura y otro de espesor. La anchura total en los bajos, que contenían solamente dependencias secundarias y cuadras, era de siete a ocho metros, y en la parte del palacio donde habitaba el príncipe alcanzaba once metros, con una altura de dieciséis.
¿Qué aspecto ofrecía el interior de aquel vasto castillo cuando se vio poblado por guerreros con armas ruidosas? Nada se había sabido hasta entonces de aquellos palacios homéricos, pues nada se había conservado de los palacios de Menelao, Ulises y otros príncipes; incluso en las ruinas de Troya, en el llamado castillo de Príamo, no se podían distinguir ya las construcciones.
Pero aquí, bajo la piqueta investigadora, se presentó por fin un palacio auténticamente homérico. Aquí estaban los pórticos y las salas, allí el patio de los hombres con su altar, el imponente
megaron
con su antesala y vestíbulo, acá se distinguía aún el baño —cuyo suelo constituía un solo bloque de piedra caliza que pesaba veinte toneladas— donde los héroes de Homero se habían bañado y ungido con olorosas grasas, acullá surgía un cuadro como el que nos esboza la
Odisea
al retorno del astuto Ulises, con el ágape de los pretendientes y la matanza en la gran sala.
Pero había algo más interesante aún. Era el estilo de la cerámica hallada y de las pinturas murales. Schliemann descubrió inmediatamente el parentesco de toda la cerámica encontrada, de todos los vasos, jarras, recipientes de arcilla recogidos hasta entonces, con los hallados en Micenas y en Tirinto, e incluso indicó su semejanza con los encontrados por otros arqueólogos en Asine, Nauplia, Eleusis y en las distintas islas, la más importante de las cuales era Creta. No encontró en las ruinas de Micenas un huevo de avestruz, aunque bien es verdad que por tal había tomado un vaso de alabastro, pero ¿no había en esto una inconsciente alusión a Egipto? ¿No descubría él aquí aquellos mismos vasos con el llamado dibujo «geométrico» que fue llevado a la corte de Tutmosis III ya en el año 1500 a. de J. C. por los fenicios?
Y con una explicación detallada intentaba demostrar que había descubierto determinadas relaciones culturales de origen asiático o africano; una civilización que había bordeado toda la costa oriental de Grecia, que había comprendido la mayoría de las islas y que, probablemente, había tenido su centro cultural en Creta.
Hoy día, a esta civilización la denominamos civilización cretomicénica. Schliemann había encontrado las primeras huellas, pero su descubrimiento completo estaba reservado a otro investigador. Todas las estancias del castillo aparecían cubiertas de cal y todas tenían pinturas murales en forma de frisos, generalmente ribeteados por franjas amarillas y azules que a la altura del cuerpo humano debían dividir en dos partes las paredes de las habitaciones.
Entre estas pinturas murales hay una extraña. En un fondo azul aparece dibujado un toro muy grande, con manchas encarnadas, en actitud de saltar con violencia, con un ojo circular que nos hace sospechar su ferocidad salvaje, y con la cola levantada. Encima de este toro se ve un hombre en actitud rara, medio saltando, medio bailando y asido con una mano a un cuerno del toro.
En el libro de Schliemann sobre Tirinto, el doctor Fabricius da la explicación siguiente: «…uno podría imaginarse que el hombre que se ve sobre el dorso del toro sería el jinete o domador de toros, demostrando su habilidad de saltar sobre el animal mientras éste emprende su loca carrera, de manera análoga al domador de caballos que se menciona en el famoso párrafo de la
Ilíada
, que durante la veloz carrera salta por encima de uno de los cuatro caballos que llevaba en la reata». Esta explicación, a la que Schliemann entonces no consideró oportuno añadir nada, era suficiente. Pero si Schliemann hubiera cedido a la idea de ir a Creta, que muchas veces le asaltaba, allí habría encontrado algo relacionado con esta pintura, confirmando así muchas cosas y coronando la obra de su vida.
El plan de seguir explorando Creta, especialmente en las proximidades de Cnosos, le preocupó a Schliemann hasta su última hora. Donde veía ruinas tenía la esperanza de topar con muchos hallazgos. Un año antes de su muerte escribía:
«Quisiera rematar los trabajos de mi vida con una gran obra, es decir, con la excavación del antiquísimo palacio prehistórico de los reyes de Cnosos, en Creta, que creo haber descubierto hace tres años».
Pero las resistencias que se le oponían eran demasiado grandes. Cierto que contaba con el permiso del gobernador de Creta, pero el propietario de la colina se oponía a las excavaciones y pedía el excesivo precio de cien mil francos; sólo así estaba dispuesto a vender el terreno. Schliemann trató con él, regateó el precio hasta llegar a los 40.000 francos. Cuando volvió para firmar el contrato contó los olivos de su nueva propiedad y descubrió que habían cambiado los mojones de la finca y que ahora, en vez de poseer 2.500 árboles, sólo tenía 888. Rompió el contrato. El espíritu mercantil de Schliemann se impuso en aquel momento a su interés arqueológico. Había derrochado una fortuna en favor de la ciencia, y por el aceite de 1.612 olivos perdió la posibilidad de hallar la clave de los enigmas prehistóricos que le habían planteado todos sus hallazgos, muchos de los cuales aún no habían encontrado solución.
¿Es de lamentar tal circunstancia? No; su vida, brillante y lograda, se hallaba en la cumbre cuando en 1890 le sorprendió la muerte.
Quería pasar las Navidades del año 1890 con su mujer y sus hijos, pero un dolor en los oídos le torturaba mucho. Ocupado con nuevos proyectos, a su paso por Italia se limitó a consultar con algunos médicos desconocidos, quienes le tranquilizaron. Pero el día de Navidad cayó desplomado en plena plaza
della Santa Carita
de Nápoles, y aunque conservaba todo su conocimiento, perdió la facultad de hablar. Gente compasiva le llevó al hospital, donde no quisieron admitirle. Cuando la policía le registró, halló entre sus papeles la dirección de un médico, y se fue en su busca. El médico aclaró de quién se trataba y reclamó un coche para trasladarle. La gente contemplaba a aquel hombre que yacía en el suelo vestido con sencillez, incluso con pobreza. Luego los empleados del hospital preguntaron quién pagaría aquel gasto, a lo que el médico exclamó:
—¡Pero si es un hombre muy rico! —Y registrando las ropas del enfermo sacó de uno de los bolsillos un portamonedas lleno de oro.
Una noche entera padeció Heinrich Schliemann aquella parálisis, con plena conciencia. Después falleció.
Cuando su cadáver fue trasladado a Atenas, junto a su féretro iban el rey de Grecia y el príncipe heredero, los representantes de las potencias extranjeras y los ministros del país, así como los directores de todos los institutos científicos helénicos. Ante el busto de Homero dieron las gracias al helenófilo ilustre que había enriquecido el conocimiento de la Antigüedad ampliando en mil años la perspectiva histórica del mundo clásico. Junto a su féretro iban también su esposa y sus dos hijos, llamados Andrómaca y Agamenón.
Arthur Evans había nacido en 1851, es decir, contaba treinta y nueve años cuando Schliemann falleció; era inglés por excelencia y estaba llamado a cerrar con trazo preciso el círculo que Schliemann esbozó en la vieja tabla de la Historia.
Su vida se diferencia mucho de la de Schliemann. Evans hizo sus estudios en Harrow, Oxford y Gotinga; empezó a interesarse por la escritura jeroglífica y, hallando signos que le indicaban Creta, hizo un viaje a esta isla, y allí, en 1900, empezó nuevas excavaciones y ascendió lentamente en su carrera. Un día pudo llevar el honorífico título de sir y recibió muchas condecoraciones, una de las cuales, en 1936, fue la valiosa Copley Medaille de la Royal Society. En una palabra, tanto por su carácter como por su formación, era el personaje antagónico de Schliemann, nuestro genial autodidacta.
Pero el resultado de sus exploraciones fue también interesante. Llegado a Creta para recoger la confirmación de una teoría sobre aquellos signos de escritura que le interesaban especialmente, no suponía él entonces que iba a permanecer allí mucho tiempo. Pero en sus excursiones por la isla vio los imponentes restos de escombros y los montones de ruinas que tanto habían fascinado a Schliemann, y dejando de lado todas sus teorías paleográficas empuñó la piqueta. Esto sucedía en el año 1900. Trascurrido un año, dijo que necesitaba otro más para despejar todo lo que consideraba útil a la ciencia. Y aún se quedó corto. Efectivamente, tres meses habían pasado de su último plazo cuando aún seguía cavando en el mismo sitio donde creyó al principio que no iba a parar mucho tiempo.
Estudió todos los textos de las leyendas y cuentos —lo mismo que Schliemann—. Excavó palacios y tesoros —exactamente igual que Schliemann— y trazó el marco precioso del cuadro que Schliemann había bosquejado; pero al mismo tiempo esbozó otros muchos cuadros de los cuales aún nos faltan muchos colores. Había hundido su piqueta en el suelo de Creta, fértil en leyendas y preñado de Historia, abriendo la isla de los enigmas.
EL HILO DE ARIADNA
Creta se halla situada en la periferia más saliente de un arco de montañas que se extiende desde Grecia hasta el Asia Menor, por el Egeo.
El mar Egeo no era límite de separación entre los pueblos que a él se asomaban. Y Schliemann demostró esto al hallar en Micenas y en Tirinto objetos que debían provenir de países remotos, y Evans encontró en Creta marfil africano y estatuas egipcias. El comercio y la guerra son las fuerzas impulsivas del tráfico en el reducido mundo de la Antigüedad. Como en nuestros días, y exactamente igual que ahora, tan pacífica y tan rapazmente al mismo tiempo, se comerciaba y se peleaba entonces. Así, las islas, con sus dos madres patrias, constituían una unidad económica y cultural.
¿Sus madres patrias hemos dicho? Aquí, madre patria no lo era en rigor el continente, pues pronto quedaría probado que el suelo materno —tomando por tal aquel en que tuvo lugar el acto creador— lo fue una de las islas: Creta.
Según la leyenda, Zeus mismo nació en ella; era hijo de Rea, la madre Tierra, y vino al mundo en la cueva de los Dictos. Las abejas le llevaban su dulce miel, la cabra Amaltea le ofreció sus ubres, las ninfas le mecieron, y un tropel de jóvenes armados se congregó a su alrededor para protegerle contra su padre, Cronos, devorador de sus propios hijos.
También se dice que Minos, aquel rey legendario, reinó en la isla y era hijo de Zeus.
Evans excavó en la región de Cnosos.
Las murallas afloraban casi a la superficie. A las pocas horas, el trabajo ya dio su fruto, y al cabo de algunas semanas, Evans, lleno de asombro, se vio ante las ruinas de unos edificios que cubrían ocho áreas. En el transcurso de unos años, los restos de un palacio surgieron de un espacio que cubría una superficie de dos hectáreas y media.
La disposición de los edificios estaba bien clara y a pesar de notables diferencias exteriores, mostraba un parecido indiscutible con los palacios de Tirinto y Micenas; pero su poderosa construcción, unida a su gran suntuosidad y belleza, indicaba que los castillos del continente fueron sólo edificaciones secundarias, capitales de provincias o colonias en una marca adelantada. En torno a un rectángulo inmenso, el patio más grande, se erguían varias alas de edificios extendidas en todas las direcciones, con sus paredes de ladrillo hueco y tejados llanos sostenidos por pilares. Pero las estancias, pasillos, salas y los distintos pisos presentaban una distribución tan confusa, ofrecían al visitante tantas posibilidades de equívoco, que incluso el espectador más profano exclamaba: «esto es un laberinto», aunque no supiese que la leyenda atribuye al rey Minos la edificación de un laberinto construido por Dédalo. Laberinto por antonomasia y modelo de todos los que después se han hecho o se puedan hacer.
Evans no vaciló en comunicar al mundo que había encontrado el palacio de Minos, del mismo legendario hijo de Zeus, padre de Ariadna y de Fedra, dueño del laberinto y del temible hombre-toro o toro-hombre que lo habitaba: el Minotauro.
Lo que ahora descubría Evans era un verdadero milagro. El pueblo que lo había habitado, pueblo del que Schliemann sólo había hallado huellas coloniales, y del que hasta entonces nada se había sabido sino rasgos legendarios, se había deleitado allí en la riqueza y en la voluptuosidad, y probablemente en la cumbre de su apogeo se había hundido en aquella decadencia sibarítica que lleva en sí el germen de la muerte por: dormirse en el lecho de rosas de su brillante esplendor.
La gran prosperidad económica de que gozara fue la causa de esa decadente cultura. La Creta de nuestros días, es decir, el país del vino y del aceite de oliva, lo era ya entonces. Y en aquel mundo asomado al Egeo, Creta era un gran centro comercial. Un mercado marítimo, pues era una isla. Lo que más extrañó después de las primeras excavaciones fue que aquel riquísimo palacio del antiguo mundo helénico no presentara traza alguna de fortificación ni de murallas protectoras, cosa que se explicó con el descubrimiento de la riqueza de aquel emporio, pues exigía un poder más fuerte que las piedras para su defensa, una clase de protección más ofensiva que las inertes murallas, medio simplemente defensivo: una flota que de manera activa dominase el mar.