Dioses, Tumbas y Sabios (5 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

BOOK: Dioses, Tumbas y Sabios
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En un sarcófago que hoy se conserva en el museo del Louvre, en París, se halla el grupo Amor y Psique, que tiene rota la parte inferior del brazo de Amor, pero no la mano del mismo, que se conserva y reposa sobre la mejilla de Psique. En las publicaciones de dos arqueólogos franceses esta mano aparece reproducida como si fuese una barba. ¡Psique con barba!

A pesar del latente contrasentido de estos dibujos, otro francés, el redactor de un catálogo del Louvre, escribe: «El escultor del sarcófago no ha entendido este grupo, ya que su Psique, aunque vestida de mujer, lleva barba».

Veamos otro ejemplo en el que quizá la confusión sea mayor que si hubiera sido presentada de una manera deliberada.

En Venecia se halla un relieve donde, en una sucesión de escenas, se representan dos niños conduciendo un carro arrastrado por dos terneras, mientras que de pie se ve una mujer.

El relieve ha sido completado hace unos ciento cincuenta años. Los que lo interpretaron entonces supusieron que era una ilustración plástica del conocido cuento de Heródoto según el cual la sacerdotisa de Hera, Cidipa, en cierta ocasión en que le faltaron los bueyes que solían llevarla a su templo, fue conducida a la sede de los dioses por sus dos hijos, que voluntariamente se uncieron al yugo de los bueyes. Se añade que la madre, conmovida, suplicó a los dioses que sus hijos alcanzasen la felicidad máxima que se pudiera gozar en la tierra. Y Hera, siguiendo el dudoso consejo de los dioses, hizo morir a los dos hijos de su fiel servidora, diciendo que una dulce muerte en la primera juventud es la suprema felicidad a que se puede aspirar en este mundo.

Y basándose en esta interpretación fue completada la escultura. Una verja que había a los pies de la mujer se convirtió en un carro con sus ruedas; el cabo de la cuerda que se ve en la mano del hijo se transformó en la vara del carro; los ornamentos se volvieron más ricos; los contornos fueron completados; el relieve se suavizó, y entonces se amontonaron nuevos detalles correspondientes a tal interpretación. Y a base de esta restauración se atribuyó al relieve una fecha equivocada; los ornamentos fueron considerados como pinturas y el templo como el edículo de una tumba.

Pues bien, toda aquella interpretación era caprichosa, arbitraria.

No se trataba, ni mucho menos, de la ilustración del relato de Heródoto, ya que éste nunca ha sido «ilustrado» en la Antigüedad. El carro es fruto de la invención del artista que lo restauró, y fue tan lejos, que atribuyó a las ruedas unos ornamentos como jamás se conocieran en la Antigüedad; la vara es pura invención, lo mismo que la correa que circunda el cuello de los animales. En este ejemplo vemos cómo una descripción errónea puede llevar por derroteros completamente falsos.

Citamos a Heródoto, es decir, a un escritor cuya obra es aún para nosotros fuente viva de todas las referencias en las fechas, tanto respecto a las obras de arte como a sus creadores. Las obras de los autores antiguos, independientemente de la época a que pertenecen, son los pilares fundamentales de la hermenéutica. Pero ¡cuántas veces el arqueólogo ha sido engañado por ellas! Los escritores difunden una verdad más alta que la simple realidad, y no se basan sólo en la Historia, sino que toman como modelo la mitología en todas sus formas, y la transforman, adornándola con elementos propios, para que así adquirieran un valor artístico. Éste fue el concepto que se tenía del «historiador de la Antigüedad».

Los escritores, por criterio o por conveniencia práctica, mienten. Pero si entendemos por «mentira» la libertad poética, alejada de toda exactitud científica, los autores antiguos no han «mentido» menos que los modernos. Y fatigosamente, el arqueólogo va buscando el camino a través de la espesa maraña de sus afirmaciones. Por ejemplo, para fijar fecha a la escultura dedicada a Zeus olímpico, la estatua más famosa de Fidias, en oro y marfil, es indispensable saber algo de la muerte de éste. Pero sobre tal particular tenemos las noticias más contradictorias de Éforo, de Diodoro, de Plutarco y de Filocoro. Dícese, por unos, que murió en la cárcel; por otros, que escapó; algunos afirman que fue ejecutado en Elide, así como también se asegura que allí halló un final pacífico para sus días. Un papiro descubierto y publicado en 1910, en Ginebra, confirma el relato de Filocoro.

Esto nos hace imaginar la resistencia que ofrecen los objetos con que ha de enfrentarse al arqueólogo, no sólo a su piqueta, sino también a su inteligencia. Nos excederíamos de los límites de esta obra, que no pretende perder su carácter ameno, si quisiéramos explicar los métodos críticos, la observación científica, el diseño, la descripción, la interpretación por el mito, por los textos literarios, por las inscripciones, monedas y utensilios, la interpretación combinada, a base de otras imágenes del lugar del hallazgo, del emplazamiento de los alrededores…

Sin embargo, para aquellos que gusten de resolver enigmas o probar su sagacidad, como simple diversión les planteamos el problema siguiente: ¿Qué es el pentágono dodecaedro místico?

Añadamos, además, que los arqueólogos más conspicuos no han hallado aún una contestación adecuada.

Se trata de un objeto de bronce; por su forma exterior, geométricamente, es un pentágono inscrito en un dodecaedro. En el centro de cada superficie se halla un hueco redondo de distinto tamaño, y el interior del objeto está hueco. Los puntos donde se han hallado estos ejemplares están al norte de los Alpes y las condiciones del hallazgo hacen suponer un origen romano.

Un interpretador ve en el enigmático objeto un juguete; otro, un juego de dados; un tercero, un instrumento para medir cuerpos cilíndricos; el cuarto, un candelabro.

¿Qué es?

Capítulo IV

EL CUENTO DEL PEQUEÑO MENDIGO QUE HALLÓ UN TESORO

Ahora, un cuento. El del niño mendigo que a los siete años de edad soñó hallar una ciudad y treinta y nueve años después se marchó, muy lejos, buscando y buscando, y no sólo encontró la ciudad sino también un tesoro, un tesoro tan maravilloso como el mundo entero. No se había visto nada igual desde los hallazgos de los conquistadores del Nuevo Continente.

El cuento es la vida de Heinrich Schliemann, una de las figuras más asombrosas no sólo entre los arqueólogos, sino entre los hombres.

La historia comenzó así. Érase un niño pequeño que se hallaba ante una sepultura del cementerio de su pueblo natal, al norte de Alemania, en Mecklemburgo. Allí yacía, enterrado, el malvado Hennig, llamado Bradenkierl, del que se contaba que había asado vivo a un pastor, y además, cuando ya estaba asado, todavía le había dado una patada. Y para purgar tal delito decíase que, todos los años, el pie izquierdo de Bradenkierl, calzado con fina media de seda, aparecía fuera de la tumba.

El niño esperaba ver tal prodigio, pero allí no sucedía nada. Entonces rogó a su padre que cavase, que buscase dónde se quedaba aquel año el famoso pie.

No muy lejos de allí había una colina de la cual se decía, también, que tenía enterrada una cuna dorada. El sacristán y su madrina se lo habían dicho. Y el niño preguntó al padre, un pastor pobre y mal vestido: «Ya que no tienes dinero, ¿por qué no desenterramos la cuna?».

El padre explicaba al niño muchos cuentos y leyendas. Le contaba también, cual viejo humanista, la lucha de los héroes de Homero, de Paris y Helena, de Aquiles y de Héctor, de la fuerte Troya, incendiada y destruida. En la Navidad del año 1829, le regaló la «Historia universal ilustrada», de Jerrers, donde había una lámina en la que se veía a Eneas llevando a su hijo de la mano y a su anciano padre en su espalda, mientras huía del castillo ardiendo. El niño contemplaba aquella lámina, y observaba los recios muros y la gigantesca puerta Escea.

—¿Así era Troya?

El padre asentía con la cabeza.

—¿Y todo esto se ha destruido, destruido completamente? ¿Y nadie sabe dónde estaba emplazada?

—Cierto —contestaba el padre.

—No lo creo —comentaba el niño Heinrich Schliemann—. ¡Cuando sea mayor, yo hallaré Troya, y encontraré el tesoro del rey!

Y el padre se reía.

Esto no es ningún cuento, ni siquiera es una biografía sentimentalmente novelada, como suelen fabricarse cuando los hombres llegan a ser famosos. Lo que Schliemann se proponía hacer a los siete años se convirtió en realidad. Todavía a los sesenta y uno de edad, cuando ya era un excavador mundialmente famoso, pensaba si no tendría que examinar la tumba del malvado Hennig, una vez que por azar volvió a su pueblo nativo.

Y en el prólogo de su libro sobre Ítaca escribía:

«En el año 1832, a los diez años, regalé a mi padre, con motivo de la Navidad, una composición sobre los acontecimientos principales de la guerra de Troya y las aventuras de Ulises y Agamenón, sin sospechar aún que treinta y seis años después ofrecería al público todo un tratado sobre el mismo tema, después de haber tenido la dicha de ver con mis propios ojos el teatro de aquella famosa guerra y la patria de los héroes cuyo nombre inmortalizó Homero».

«Las primeras impresiones que recibe un niño le quedan grabadas para toda la vida». Pero ésta se encargó de alejar de su ánimo estas impresiones suscitadas con relatos de hazañas clásicas. A los catorce años de edad terminó su instrucción escolar y entró de aprendiz en una tienda de ultramarinos de la pequeña ciudad de Fürstenberg. Durante cinco años y medio vendió arenques, aguardiente, leche y sal al por menor, molía patatas para la destilación y fregaba el suelo de la tienda. Y así, desde las cinco de la mañana hasta las once de la noche, todos los días.

Olvidó cuanto había aprendido y lo que su padre le había contado. Pero un día entró en la tienda un molinero borracho que, acercándose al mostrador, se puso a recitar enfáticamente un remedo de epopeya.

Schliemann le escuchaba embobado. No entendía una palabra, pero cuando se enteró de que aquello eran nada menos que versos de Homero, de la
Ilíada
, recurrió a sus ahorros y dio al borracho una copa de aguardiente por cada «recital».

Entonces comenzó para él una vida aventurera. En 1841 marchó a Hamburgo y allí embarcó como grumete en un navío que zarpaba rumbo a Venezuela. Tras un viaje de quince días, se desencadenó una terrible tempestad y, ante la isla de Texel, el barco naufragó, y nuestro hombre, completamente extenuado, dio con sus huesos en un hospital. Por recomendación de un amigo de su familia, consiguió un puesto de escribiente en Ámsterdam. Y aunque no había logrado recorrer vastas regiones geográficas logró, sin embargo, la conquista de amplios terrenos del espíritu.

En una pobre y fría buhardilla empezó a estudiar idiomas modernos. Siguiendo un método completamente desacostumbrado, ideado por él mismo, en un año aprendió el inglés y el francés.

«Aquellos pesados y extremados estudios fortalecieron mi memoria de tal modo, que en un año me pareció luego muy fácil el estudio del holandés, el español, el italiano y el portugués, y no necesitaba ocuparme más de seis semanas con cada uno de estos idiomas para hablarlos y escribirlos con soltura».

Ascendió fácilmente en su empleo y entonces le encargaron de la correspondencia y la teneduría de libros; la empresa donde trabajaba tenía relaciones comerciales con Rusia, por lo cual, en 1844, a los veintidós años, empezó a aprender también el ruso. Nadie, en Ámsterdam, hablaba entonces aquel idioma tan difícil, y lo único que pudo hallar para tal estudio fue una vieja gramática, un diccionario y una mala traducción del «Telémaco».

Así empezaba sus estudios. Hablaba tan alto y declamaba con voz tan tenante su «Telémaco» ruso que se había aprendido de memoria, lanzándoselo a las desnudas paredes de su habitación, que los demás inquilinos se quejaron y tuvo que cambiar de casa por dos veces. Por último, se le ocurrió pensar que un «oyente», al menos, le sentaría bien, y por cuatro francos a la semana requirió los servicios de un pobre judío cuya misión consistía en sentarse en una silla y escucharle el «Telémaco» en ruso, aunque de todo ello no entendiera una palabra.

Por último, al cabo de seis semanas de inauditos esfuerzos, Schliemann se hacía entender bastante bien por los mercaderes rusos que acudían a la subasta de índigo en Ámsterdam.

El mismo éxito que en los estudios, tenía en sus negocios. Desde luego, tuvo suerte; pero preciso es confesar que era de los pocos que saben aprovechar la ocasión que la fortuna nos brinda a todos alguna vez en la vida. Aquel hijo de un pastor, luego aprendiz de tendero, náufrago y escribiente, pero ya joven políglota con ocho idiomas, se convirtió pronto en un comerciante, primero, y luego, en rápido ascenso, en un hombre de porvenir que iba derecho por el camino de la fortuna y de la fama. En 1846, a los veinticuatro años, marchó como agente de su empresa a San Petersburgo, y un año después fundaba una casa por su cuenta.

Todo esto no se hacía sin trabajo ni tiempo. Por esto, nuestro buen Schliemann se lamenta:

«Hasta el año 1854 no me fue posible dedicarme al estudio del sueco y el polaco».

Realizó más viajes. En 1850 estaba en América del Norte, y cuando California se unió a los Estados Unidos adquirió la nacionalidad norteamericana. La pasión por el oro, que se había apoderado de él como de tantos otros, hizo que fundara un banco para el comercio aurífero. Pero entonces ya era un gran señor a quien recibía el presidente de los Estados Unidos.

«A las siete —nos cuenta— fui a ver al presidente de los Estados Unidos y le dije que el deseo de visitar este país magnífico y de conocer a sus grandes dirigentes me había animado a hacer el viaje desde Rusia; por eso consideraba mi primer y más alto deber saludarle. Me recibió muy cordialmente, me presentó a su esposa, a su hijo y a su padre, y se entretuvo hora y media charlando conmigo».

Pero poco después sufrió unas fiebres, y, además, su peligrosa clientela le angustió, y regresó a San Petersburgo. Ya hemos dicho que anduvo buscando oro por estos años, como Ludwig cuenta en la biografía de nuestro hombre.

Pero de las cartas que escribió en aquella época, de sus mismos autógrafos, se desprende que siempre, y en todas partes, seguía acariciando el sueño de su juventud de ver algún día los lejanos parajes de las hazañas homéricas y dedicarse a su exploración. Esta pasión llegó a cohibirle de tal modo, que sentía una vergüenza extraña; él, que probablemente era el mayor genio políglota en su época, sentía siempre miedo de acercarse a la lengua griega, por temor a perderse en su encanto y abandonar sus negocios antes de haber logrado la base indispensable para un trabajo científico libre. Y así, lo iba dilatando. Por fin, en 1856 comenzó el estudio del griego moderno, que logró dominar en seis semanas. Y en otros tres meses, vencía las dificultades del hexámetro homérico. Pero ¡con qué ímpetu lo hizo!

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