—Lo mejor es dejar una franja de arbustos bastante ancha, pero algunos de los granjeros no son muy partidarios...
Simon rio.
—Vaya, ya veo que tengo a Charles totalmente fascinado —dijo.
Lo dijo en un tono amable y creo que nadie le habría dado importancia si Edith no llega a hablar en ese instante.
—Oh, Charles, por amor de Dios, deja de hablar del condenado coto de caza.
Me imagino que lo dijo en plan de broma para que todos nos riéramos, pero le salió mal. Su voz sonó tan desagradable y humillante que provocó un estremecimiento por toda la mesa, sobre todo teniendo en cuenta la presencia de los padres de Charles. Vi cómo Annette miraba a Bob al tiempo que Adela me daba un golpecito con el pie.
Charles levantó la mirada más dolido que enfadado, como un cachorro al que se ha pegado por un pis que él no ha hecho.
—¿Estoy siendo muy aburrido? —preguntó.
Hubo una pausa breve y Eric, bien creyendo erróneamente que era divertido o, más probablemente, con intención de hacer daño, contestó:
—Sí, muy aburrido. Será mejor que bebas un poco más —y se dispuso a llenar la copa de Charles, pero él negó con la cabeza.
—La verdad es que no sé por qué, pero estoy muy cansado. —Dirigió la mirada hacia Bob—. ¿Te importa que me salte el café y me vaya a casa?
Bob ya sabía para aquel momento, mucho antes de sacar la tarjeta de crédito, que la noche había sido un sonado fracaso, así que contestó alegremente:
—¡Por supuesto que no! Vete. No te preocupes por nosotros.
Charles sonrió sin fuerzas y se puso en pie.
—Bueno, pues si no os importa, me voy. Tenemos un montón de coches, ¿verdad? ¿Necesitas algo, querida?
Para todos los presentes estaba más que claro que Edith debería haberse levantado y haber dicho que ella también estaba cansada y se iba con su marido. Y eso sería exactamente lo que habría hecho en condiciones normales, pero aquella noche parecía haberla poseído una especie de espíritu maligno. O tal vez solo fuera lujuria. En cualquier caso, ni se levantó ni dijo nada y fue la voz de Simon la que rompió el silencio.
—No te preocupes por Edith. Yo la llevo a casa.
Charles le miró y durante un segundo hicieron lo que los americanos llaman «retarse con la mirada». Parecería que Charles, siendo rico, noble y no mal parecido dentro de su estilo años treinta, tenía todas las de ganar, y efectivamente las tenía a la larga, pero Simon Russell, que se sentía triunfador, dinámico y tan guapo como pueda ser un hombre, aquella noche brillaba, o más bien deslumbraba, lleno de seguridad carismática. Para todos los asistentes a la cena Charles palidecía ante él y sentí una punzada de lástima por aquel hombre que lo tenía todo. Evidentemente, y viéndolo en perspectiva, Simon poseía la seguridad de un hombre que ama y sabe que es correspondido, y Charles, por el contrario, sentía el miedo del hombre que se enfrenta al fracaso. Pero incluso sin ese conocimiento, la figura de Russell vestido con chaqueta entallada de terciopelo azul, con el pelo y los ojos brillantes, parecía la personificación de una fuerza inconquistable de un cuadro mitológico. Digo esto para que se pueda de alguna manera ser menos duro y más indulgente con Edith. Tras contemplar la escena un instante, fue lady Uckfield quien habló.
—Muy amable por su parte, señor Russell. ¿Está seguro? —Para terminar definitivamente con la situación, se puso de pie forzando al resto de la comitiva a levantarse—. ¿Debo llevarme a las señoras? ¿O en este caso salimos todos juntos?
Incluso en aquel supremo momento de tirantez no pudo resistirse a señalar que aquel sitio le parecía tan excepcional que no lo consideraba regulado por las normas habituales de su existencia. Ya he dicho antes que llegué a admirar mucho a lady Uckfield y fue uno de los momentos que afianzaron mi imagen de ella. Había visto a su hijo quedar como un tonto, había presenciado cómo lo desairaba su esposa, era muy consciente de la amenaza que encerraba el ofrecimiento de Simon y por nada del mundo habría dejado que nada de ello trasluciera. Se habría cortado la lengua antes de dar la impresión de que no le parecía buena idea que Edith volviera a casa en medio de la noche con Simon. Y sin embargo habría dado cien mil libras sin pensarlo dos veces a cambio de que Simon desapareciera de su vista para siempre. Si Edith hubiera tenido el mismo control de sí misma que su suegra, no habría habido ningún escándalo, ni entonces ni nunca.
Una vez de vuelta en el espantoso «gran salón», lady Uckfield me hizo un gesto para que me sentara a su lado. Si se sentía incómoda no lo demostraba de ninguna manera.
—Permíteme que te felicite por tu elección.
—O sea que se alegra por mí.
—Bueno, como amiga me alegro por ti, pero como anfitriona estoy furiosa.
Sonreí porque sabía que era cierto. Me perdonaría la inconveniencia de dejar de ser soltero solo porque el matrimonio era «conveniente».
—¿Cuándo es la boda?
Le expliqué que, a pesar de que tenía motivos para estar seguro del éxito, todavía no estaba todo acordado. Suponía que al cabo de unos cinco o seis meses.
—¿Y qué me dices de tener niños? ¿Os lo habéis planteado ya? Soy una anciana y eso me da derecho a preguntarlo.
Me encogí de hombros.
—La verdad es que no lo sé. Los dos queremos tenerlos pero no puedo evitar pensar que la decisión depende más de la mujer, ¿verdad? Al fin y al cabo, mi participación es bastante fácil.
Lady Uckfield se rio.
—Desde luego que sí. Pero no esperes demasiado. Ojalá Charles y Edith tampoco esperen.
Al decir esto me miró a los ojos porque los dos sabíamos que ya habían esperado demasiado. Si Edith estuviera en aquel momento ocupándose de un rubito en el cuarto de jugar, o simplemente rolliza por el embarazo, no estaríamos viviendo aquella pesadilla amenazadora.
—Estoy completamente de acuerdo.
C
uando Simon se ofreció a llevar a Edith pensé que tal vez su plan se viera frustrado al encontrarse con que tenían que llevar a algunos de los otros, pero en cuanto salí del caserón con Adela vi que no iba a ser ese el caso: el asiento de atrás estaba totalmente ocupado con un par de sillas y lo que parecía ser un surtido de herramientas de jardinería. Noté que lady Uckfield, que estaba a mi lado, pensaba lo mismo que yo. Seguramente había pensado en ir con su nuera en aquel destartalado Cortina, pero si ese era su plan, no iba a poder ser. Les ofrecí a ella y a lord Uckfield un sitio en el Mini de Adela y, después de mirar a Eric, que había traído una especie de Range Rover de juguete, aceptaron. Lady Uckfield y yo nos embutimos en el asiento de atrás, dejando a lord Uckfield y a Adela los asientos delanteros. Eric les hacía gestos de impaciencia, pero con sus modales sublimes lady Uckfield aparentó no darse cuenta. Salimos dejando a Bob y Annette solos ante el peligro de un temerario Eric al volante.
—Espero que no le detengan —dijo lord Uckfield.
Lady Uckfield hizo un ligero mohín con la boca.
—En fin —suspiró.
Durante un rato permanecimos en silencio, imagino que todos pensando en Simon y Edith, cuyo coche no se veía por ninguna parte.
Lady Uckfield volvió a hablar.
—¿Verdad que estos sitios son de lo más extraordinario? ¿Quiénes creéis que los frecuentan?
—¿No son los que llaman
«yuppies»?
—lord Uckfield lo dijo entre comillas, orgulloso de estar tan al día.
—Bueno, no pueden ser solo los
yuppies
. ¿Hay suficientes? No puede haber tantos por aquí. Supongo que también vienen norteamericanos. Qué triste, la verdad.
—No lo sé —dijo Adela—. Prefiero verlas convertidas en hoteles que en edificios oficiales o derribadas.
—Supongo que sí —admitió lady Uckfield insegura. La verdad era que ella prefería verlas ocupadas por la misma gente rica y bien educada que vivía en ellas cien años antes. Incluso aquellas que, como los De Marney, no le gustaban. Para ella los cambios que había traído el siglo XX no tenían ningún interés. El tiempo había nublado su memoria de manera que, al igual que los ancianos solo recuerdan los mejores momentos de su infancia, no recordaba nada malo o difícil en la Inglaterra de sus años mozos. Yo encontraba su percepción muy interesante. Aunque su visión del pasado no fuera ni tan equivocada ni tan ajena a la realidad como la de Jeremy Paxman, las opiniones de lady Uckfield eran sorprendentes para las postrimerías del siglo XX. Tenía una fe ciega en el juicio de los de su clase que no se recordaba desde 1914. Sin duda era algo muy común entre ellos, lo que debía de hacer que la sociedad decimonónica fuera un tiempo muy tranquilo desde el punto de vista filosófico. Si te tocaba ser aristócrata, claro.
• • •
Simon hizo todo un despliegue para sacar las llaves del coche, de manera que los coches de los demás ya se habían marchado cuando puso el motor en marcha. Se volvió para mirar a Edith. Ella se arrebujó en el abrigo y se apoyó contra la ventanilla. Eran dos jugadores con las mismas cartas y por fin se encontraban a solas con sus intenciones. Algo en la brusquedad con que Edith había tratado a Charles y en la soltura con que Simon se había ofrecido a llevarla les había puesto sobre aviso de que la diversión estaba a punto de comenzar. Al ver la sonrisa canalla de Simon, la arruguita ligeramente perversa que se le formaba junto a la boca, donde la barba empezaba a abrirse paso bajo la piel, Edith sintió que un escalofrío de deseo sexual le recorría el cuerpo. Le sorprendió la perentoriedad de su propia lujuria. Había estado con hombres por los que se sentía atraída. Recordaba lo que disfrutaba haciendo el amor con George, y hubo un tiempo, sobre todo antes de la boda, en que deseaba estar a solas con Charles, pero era muy consciente de que aquello era algo muy diferente. Al mirar a los ojos azul oscuro de Simon, supo de una manera muy clara y rotunda que quería estar desnuda a su lado. Deseaba sentir el cuerpo musculoso y desnudo de él pegado al suyo, dentro del suyo. Tenía calor y se sentía un poco incómoda. La excitación aterradora y arrebatadora de sentir que sus principios la abandonaban le encogió el estómago.
—¿No deberíamos irnos ya? —dijo.
Simon la observaba minuciosamente. El pelo rubio le caía por delante de los ojos azul grisáceo y se lo retiró con un gesto un tanto petulante. No cerró los labios al acabar de hablar, sino que los mantuvo húmedos y separados, mostrando los dientes apenas visibles en la oscuridad. Él también estaba excitado, pero no exactamente de la misma manera que ella. Había hecho el amor con un buen número de mujeres hermosas en su momento y no era la idea de los posibles placeres sexuales lo que le estimulaba. Era la certeza incuestionable y confirmada de que Edith se sentía atraída por él.
Él era muy consciente de su propia belleza. Es más, la respetaba y disfrutaba al notar, con gran acierto, que era el núcleo de su poder. Esa sencilla realidad era el epicentro de su encanto seductor. Tenía que obtener alguna respuesta a su atractivo sexual de todo el mundo, fuera amigo o enemigo, hombre o mujer. Solo entonces, arropado por el fulgor de la admiración de los desconocidos, podía relajarse y ser feliz. Cuanto más amenazadora fuera la situación, más necesitaba sentirse deseado, y deseado físicamente. Se pasaba la vida lanzando miradas arrebatadoras, riendo misteriosamente, batiendo sus largas pestañas ante cualquiera solo para asegurarse que era él quien manejaba la situación. No hace falta decir que iba dejando un reguero de víctimas que habían respondido durante semanas, e incluso meses, a señales claras de interés sexual y amoroso para acabar descubriendo, una vez cautivas, que no necesitaba su amor más que el de los árboles del campo.
Su incesante búsqueda de reafirmación no le preocupaba. Sencillamente esperaba que su belleza rompiera todas las barreras, a pesar de que intuyera vagamente que aquel no era el comportamiento de una personalidad segura. En cierto sentido, la falta de fe en sus otras cualidades indicaba que su vanidad estaba firmemente vinculada a una especie de modestia. No sentía ningún respeto real por su intelecto y socialmente, pese al desparpajo que derrochaba, sabía que podía ser terriblemente torpe. Dadas estas razones, probablemente fuera inevitable que su ambición burguesa, unida a la necesidad compulsiva de despertar el deseo, le condujeran hasta Edith. Lo que resultaba irónico era que ella veía en él una especie de escape del estilo de vida de los Broughton, mientras él, por el contrario, la veía a ella como su puerta de entrada en él. Sin embargo, en aquel momento de sus vidas, esas verdades escapaban por completo a su consciencia. En resumen, estaban locos el uno por el otro.
La lujuria, ese estado que conocemos vulgarmente como «estar enamorado», es una especie de locura. Distorsiona la realidad de tal manera que debería capacitarnos para entender las otras formas de demencia con la solidaridad de los que sufren el mismo mal. Y sin embargo, como todos sabemos, es una locura que por feroz que sea, rara vez dura. Y en contra de lo que enseña la sabiduría popular sobre el asunto, tampoco suele dar paso a un «amor más profundo y sereno». Por supuesto, hay excepciones. Algunos cónyuges «aman» para siempre. Pero, por lo general, si la pareja está bien avenida, se convierte en una amistad entrañable y acogedora enriquecida con la atracción física. Si la pareja no está bien constituida, sencillamente cae en el aburrimiento o, si tienen la mala suerte de seguir casados, en puro odio. Pero paradójicamente, por mucho que se sufra y se llore cuando se está enamorado, ninguno nos alegramos al notar que la pasión desaparece. ¿Cuántos de nosotros al reencontrarnos con un antiguo objeto de deseo que en el pasado encendió nuestra llama durante meses o años, cuya voz al otro lado del teléfono despertaba un vuelo de mariposas, cuya mínima expresión hacía repicar las campanas del sexo en nuestras entrañas, buscamos en vano dentro de nosotros algo de atractivo en la cara que tenemos delante? ¿Cuántos de nosotros, después de llorar amargas lágrimas por un amor fracasado, nos sentimos decepcionados al volver a ver al ser amado y descubrir que ha desaparecido hasta la última traza de su irresistible poder? ¿Con qué frecuencia nos hemos negado a admitir la idea liberadora de que nos empieza a irritar porque nos parece la peor traición a nuestros propios sueños? Aunque la mayoría de las personas son más desgraciadas cuando están enamoradas, no deja de ser el estado en el que más desea estar el ser humano.