Al cabo de unos minutos brillaba como las luces del árbol de Navidad de Regent Street. Observé a Edith reír y contestar y retirarse el pelo y reír otra vez, y mientras lo hacía me di cuenta de que Charles, que hablaba con su madre al otro lado del salón, también la observaba. Los dos sabíamos que estábamos viendo a una Edith más animada de lo que la habíamos visto en muchas lunas y pensé que, sobre todo, no debía mirarle a los ojos, porque entonces me convertiría en partícipe de un conocimiento que le iba a reportar una gran desdicha. Cuando dirigió la mirada hacia mí, yo la retiré y me volví hacia Bella que, por supuesto, estaba contando a un fascinado Tigger una anécdota escabrosa sobre una noche que se perdió en un garaje.
Ya en el comedor, la velada pasó relajada y agradablemente. La comida fue excelente, como siempre, y noté que los criados empezaban a mostrar conmigo ese comportamiento ligeramente preferente que es su forma de distinguir a los «habituales». Tras comprobar que uno va a volver, todos los criados que entienden su trabajo como una carrera abandonan el placer (indudablemente delicioso pero inevitablemente temporal) de asumir un aire condescendiente y de ignorarte en beneficio de sus señores. A cambio, adoptan una especie de camaradería respetuosa que les garantiza generosas propinas y una opinión favorable si se habla de ellos. Esta reciprocidad está generalmente aceptada. He conocido a mucha gente que debería pensárselo dos veces antes de sentirse halagados por el trato de favor recibido por parte de los empleados de algún gran señor. Creen que esa intimidad les ofrecerá en el futuro la oportunidad de demostrar su familiaridad con una Gran Casa que a otros invitados se les niega. Disfrutan inmensamente de esos momentos. Bien manejado, ese vínculo puede derivar en una relación de admiración mutua, si bien un tanto servil. Sea como fuere, en aquella ocasión me traicioné a mí mismo y, cuando volvíamos al coche, me sentí favorecido por la deferencia. Bella y yo charlamos todo el camino de vuelta, ambos aliviados de que la noche hubiera acabado y, al mismo tiempo, encantados porque había resultado más fácil de lo que preveíamos. Al llegar a Brook Farm los dos nos quedamos fuera mientras Simon entraba y encendía las luces.
—Así que ya ha hecho otra conquista —dijo Bella.
Yo asentí.
—Gracias a Dios, la verdad —dije—. Después de lo de anoche me veía poniendo paz entre los dos.
—Oh, no creo que vaya a ser ese tu papel —repuso Bella con una media sonrisa.
Levanté un dedo en señal de advertencia.
—No te inventes un escándalo. Todos nos llevamos muy bien y este es un trabajo muy cómodo. No compliquemos las cosas.
Bella se rio.
—Vale. Pero no te has dado cuenta de una cosa.
Levanté una ceja inquisitivamente.
—No ha dicho ni una palabra desde que salimos de la casa.
Tenía razón. Lo había notado pero me negaba a reconocerlo. Porque cuando alguien tan necesitado de aprobación, tan hambriento de prestigio, tan dispuesto a que el mundo sepa de sus aventuras como Simon Russell pasa la noche siendo objeto de atención preferente de una joven y bella condesa y no siente la necesidad de presumir de ello es porque la historia no ha hecho más que empezar.
Y así resulto ser.
T
al vez en este periodo no estuviera tan al tanto de Edith como podría haberlo estado, ya que unos días antes de que empezara el rodaje en Broughton había conocido a la chica con la que me casaría poco después. No desempeña un papel importante en la historia que nos ocupa, así que intentaré ser lo más breve posible. Nuestro encuentro no tuvo nada de particular. Fue en un cóctel que dio en Eaton Terrace un amigo de mi tío, que resultó ser también amigo de su madre, y al que ninguno de los dos teníamos ganas de asistir. Me la presentaron poco después de que llegara (con la mencionada madre) y más o menos de inmediato decidí que sería mi futura mujer. Se llamaba Adela FitzGerald, su padre era un barón irlandés, de
los primeros,
como le gustaba recalcar animadamente de vez en cuando. Era alta, guapa y activa, y yo vi enseguida que era la persona con la que podría ser feliz el resto de mi vida. En consecuencia, los siguientes meses estuve muy ocupado intentando convencerla de esa realidad, que a mí me parecía irrefutablemente evidente, pero que, debo confesar, no era igual de obvia para ella. Por qué uno hace su elección en este campo sigue siendo para mí un misterio tan irresoluble hoy, que estoy felizmente casado, como lo era entonces, cuando iba detrás de una persona que apenas conocía. Había pasado muchos años intentando encontrar la pareja perfecta y fracasando en el intento, y parece algo ilógico que me sintiera satisfecho en un instante, pero así fue. Y no he tenido ningún motivo para arrepentirme de mi decisión después.
Durante algún tiempo no presenté a Adela a mis amigos. Cuando uno se acerca a los cuarenta todo el mundo le da mucha importancia a cualquier amiga con la que se te vea salir más de una vez (los amigos bien intencionados matan muchos amores incipientes), y preferí mantenerlo en secreto hasta que estuviera seguro de que «había algo». Sin embargo, con el tiempo supe que lo había y empecé a presentarla. Mis amigos de la alta sociedad, y mi familia todavía más, se alegraron de que hubiera elegido a una persona de mi antiguo mundo, no del nuevo. Mis amigos del teatro (más generosos aunque por lo general más inconstantes) simplemente se alegraron de que hubiera encontrado a alguien.
Estábamos a punto de terminar el rodaje cuando sugerí que Adela viniese a Sussex un viernes para ver un poco del rodaje y quedarse las dos noches siguientes en la granja. Para gran regocijo de Bella, todo debía arreglarse dentro de la mayor seriedad y yo tenía que cederle mi dormitorio y dormir en el sofá. Adela llegó la noche prevista en su baqueteado Mini verde, fue presentada a los otros dos durante una cena deliciosa, gracias a Bella, y prometió reunirse con nosotros en el rodaje al día siguiente, después de hacer algunas compras.
A la mañana siguiente, antes de que llegara, Edith vino a acosarme. Estábamos rodando en una rosaleda situada en el fondo de un pequeño paso que salía de un lateral de la casa. La secuencia tenía que haberse rodado la primera semana, pero se había ido retrasando una y otra vez, no recuerdo por qué razón, y nos encontrábamos haciéndola a mediados de octubre. No obstante, nuestros (temerosos) productores tuvieron suerte y el día amaneció cálido y luminoso como si estuviéramos a finales de junio. Casi me irritó ver que su falta de previsión recibía semejante recompensa. Era una secuencia larga en la que Elizabeth Gunning (la norteamericana más feroz) y Campbell (Simon) se entregaban a un dúo de amor, interrumpido al final por Creevey (yo). Yo estaba leyendo a la espera de que llegara mi turno al margen de toda actividad y disfrutando del lugar, cuando Edith se presentó ante mí.
—¿Qué es lo que he oído? Es increíble lo reservado que eres. —Asentí admitiendo la acusación—. ¿Va en serio?
Puntualicé que, puesto que ya me había calificado de tipo reservado, si no lo fuera no se habría enterado.
—¿Es actriz?
—Por supuesto que no.
—No hace falta que te pongas tan digno. ¿Por qué no iba a serlo?
—Pues no lo es. Trabaja en Christie’s.
Edith hizo una mueca.
—¿No será una de esas sobrinas de conde de la recepción que se hacen las superiores y no saben nada de lo que les preguntas?
—Exactamente. Solo que no es sobrina de un conde, sino hija de un barón.
—¿Cómo se llama?
—Adela FitzGerald.
—Pues la verdad es que me decepcionas.
Se sentó en el césped junto a mi silla plegable. Había más sillas vacías, así que no me sentí culpable.
—No sé por qué.
—Tú, mi amigo artista, has caído en una pareja conveniente.
—No estoy seguro de estar preparado para oír eso de ti. En todo caso, seguramente la cuestión es si la conveniencia es un detalle incidental o la razón principal.
Edith se ruborizó casi imperceptiblemente y se quedó callada. El ayudante de dirección nos hizo un gesto para que guardáramos silencio y las cámaras empezaron a filmar a Simon y a la explosiva Louanne. Esta adoptó una pose coqueta para robar el mejor sitio en el plano. Todos nos habíamos reconciliado más o menos con Jane Darnell, que interpretaba a lady Coventry. Era una actriz deplorable, pero no tenía malicia, y no parecía tener más confianza en sus dotes para interpretar a una belleza irlandesa del siglo XVIII que los demás. Lo único que le interesaba de verdad era coleccionar antigüedades en latón para llevárselas a su casa de Laurel Canyon. Louanne Peters era otra historia. No solo estaba convencida de que poseía un talento realmente excepcional, sino que su egolatría rayaba en la patología mental. Hablaba sin parar de su éxito y de su belleza, de sus amantes y de lo que ganaba, y siempre sin interesarse lo más mínimo por sus sufridos oyentes. Al principio uno prefería pensar que se trataba de una especie de indescifrable broma y que solo esperaba que la descubriéramos, que rompiéramos reír y, levantando los brazos, dijéramos: «¡Basta! ¡Nos rendimos!». Pero es que no era así. Simon la detestaba, lo que no beneficiaba sus escenas de amor, bastante mal escritas de por sí.
El plano acabó dejando libres a Simon y Louanne en el momento en que Adela se acercaba a nosotros por el paseo. Con sus pantalones de pana, su jersey de pescador, el pelo largo recogido con un pañuelo de seda, era la antítesis de los encantos artificiales de Louanne y, por un momento, hizo palidecer la belleza cuidadosamente maquillada de Edith. Era tan... sana. Claro que, por otro lado, estaba enamorado de ella.
Edith se levantó para saludarla.
—Adela, no sabes cuánto me alegro de conocerte por fin. Soy Edith Broughton.
—¡Yo sí que estoy encantada de conocerte!
Las chicas intercambiaron saludos protocolarios. El que lo fueran se debía a dos motivos principales, ninguno de los cuales tenía que ver con que hubiera la menor rivalidad romántica entre ellas. Edith no estaba interesada en mí, ni entonces ni nunca, en ese sentido. Por su parte se trataba de perder un confidente que le hacía un buen servicio y que, casado, no le sería tan útil como le había sido soltero. Cuando uno se casa a una cierta edad hay muchas personas que piensan esto, por mucho que los que te quieren intenten evitarlo. Hay que añadir que, lo mismo que los amigos felizmente casados nos vuelven locos con su insistencia sobre que su estado es el único posible, los amigos que no son felices en su matrimonio consideran que es su misión alejar a todo el mundo de las puertas de la iglesia. Esa actitud suele utilizarse, medio en broma, para insultar a la pareja en público. «¡Casarte! ¿A quién se le ocurre una idea tan absurda?», se oye a veces en tono jocoso durante una cena de amigos, mientras al otro extremo de la mesa se observa la mirada amarga de una esposa ofendida. Esta era la nefasta postura que Edith estaba adoptando, estoy seguro de que sin ser consciente de ello.
En cuanto a Adela, su reserva era más sutil. Por supuesto que sabía exactamente quién era Edith. Hasta que me conoció tenía un punto de vista contrario a la nueva lady Broughton: que Charles, con el que había coincidido unas cuantas veces en su ambiente, había sido «pescado». Conseguí que, por lo menos, no emitiera juicio alguno, pero en el tono en el que Edith la saludó, Adela había detectado, no sin justificación, una nota de condescendencia. Edith la aristócrata recibiendo a la novia de aquel actorcillo encantador. Estas cosas son difíciles de evaluar en su justa medida, pero es cierto que para entonces Edith había desarrollado unos modales pomposos, así que no era de extrañar que sucumbiera a la tentación de incurrir en aquel peligroso terreno. Es fácil de entender que Adela, a la que yo había aleccionado para que no menospreciara a Edith, no estuviera dispuesta a consentirle que la tratara con arrogancia.
Para acabar de empeorar las cosas, Charles llegó en aquel momento para enterarse de lo que pasaba. Reconoció a Adela y, yo creo que en venganza (aunque ella lo habría negado), ella no tardó en llevarle a una conversación que hacía referencia a varias personas que los dos conocían pero Edith no. En resumen, que utilizó el Intercambio de Nombres que tanto odiaba Edith en su contra. Supongo que debería haberme enfadado con una o con otra, pero estas cosas suelen arreglarse por sí mismas sin ayuda de ajenos y, además, me pareció que Adela tenía razón. Creo que ni siquiera al principio se me ocurrió pensar que fueran a ser grandes amigas. Adela se acercaba demasiado a lo que Edith quería ser (por lo menos en lo que se refería a su pasado), y aunque Adela no era una esnob en términos generales, no le costaba nada poner en su sitio a personas como Edith. Yo lo llamaba su «Actitud Virreina». Total, que me daba cuenta de que lo máximo a lo que podía aspirar era a una tolerancia mutua. Aquella mañana en concreto, Charles se ofreció a enseñar a Adela los establos antes de que las cosas se pusieran difíciles y, con un gesto de despedida, se alejaron de nosotros. Edith se quedó mirándoles.
—Es la persona con la que debió casarse Charles.
—Pues se va a casar conmigo.
—No, quiero decir que es el tipo de mujer que le habría hecho feliz. Entregando premios y dirigiendo el Servicio de Mujeres Voluntarias. ¿No te das cuenta?
—Si hubiera sido ese el tipo de mujer con el que se quería casar, lo habría hecho. Hay mucho donde elegir.
—Lo que acabas de decir no es muy halagador para tu amada.
—Estás hablando de sus características más evidentes que son, como muy bien has observado, las propias de su tiempo y su clase. Sus cualidades menos usuales, de las que no sabes nada, son la base de por qué ha elegido casarse con un actor pobre que vive en un semisótano y no con un conde rico.
—Vaya, parece que hay que tener cuidado con lo que se dice.
No iba a aguantarle aquello.
—No me hagas elegir, querida. Te advierto que si lo haces me quedaré con ella, no contigo.
—¡Au!
—Además, ¿quién dice que Charles se habría casado con nadie más que contigo?
Edith no dijo nada, se recostó y levantó la mirada al cielo.
—Se os ve muy concentrados a los dos —dijo Simon apareciendo sin la casaca bordada, más romántico que nunca con unas holgadas mangas de lino. Se dejó caer en la hierba junto a Edith con una alegre falta de miramientos por su ropa. Vi que, a cierta distancia, su sastra ponía cara de desesperación, pero Simon estaba interpretando a Lord Byron para su Caroline Lamb y no iba a permitir que detalles como unas manchas de verdín le desanimaran—. ¿Dónde está Adela? ¿No estaba con vosotros?