Probablemente Caroline habló por todos (sin duda habló por mí) cuando musitó en voz baja:
—Bueno, ya lo ha conseguido. Solo espero que sepa en lo que se está metiendo.
N
o he participado muy a menudo en un evento que pueda describirse ni remotamente como un Gran Acontecimiento Social. Por lo menos, no en un acto que convocara una gran atención por parte del público. Pero para entonces Edith ya había adquirido categoría de heroína de la prensa sensacionalista y cuando logró su objetivo los periodistas que la habían encumbrado estaban como locos por cobrar su parte de la recompensa. Ellos la habían convertido en noticia y no les había decepcionado. En consecuencia, recibieron ofertas de
Hello!
y de
OK!
—para hilaridad de lady Uckfield— con el fin de obtener la exclusiva y aunque, por supuesto, fueron rechazadas, el nivel de interés se mantuvo alto. No creo que la señora Lavery comprendiera al principio por qué las revistas no podían ser admitidas en el acto. Sospecho que a ella le habría encantado que Edith y Charles aparecieran en la portada de una de esas publicaciones rodeados por la noble prole familiar de Charles, pero cuando se atrevió a medio sugerírselo a lady Uckfield se sintió halagada al ver que esta se volvía a Edith y le decía:
—Tu madre tiene un sentido del humor
perverso
. He estado a punto de picar.
Naturalmente, la señora Lavery rio como loca la ocurrencia de que lady Uckfield hubiera podido creerla, y nunca lo volvió a mencionar. En cualquier caso, y por muchos motivos, me picó la curiosidad y me sentí halagado cuando me pidieron que actuara como testigo en lo que se perfilaba como la Boda del Año, o al menos eso era lo que decían los periódicos.
Recibí la invitación de Charles, que me escribía con su caligrafía redonda y esmerada para preguntarme si querría hacerle el favor. Para un actor es difícil comprometerse con antelación a asistir a un acto social, y la razón principal es esa ley tácita del teatro que dice que si uno concede la menor importancia a cualquier cosa que no sea el trabajo significa que no tiene talento. Supongo que habría rehusado si me hubieran ofrecido el papel protagonista de
Ben Hur
, pero estaba decidido a interpretar mi papel en la Apoteosis de Edith.
Isabel me llamó aquella misma mañana:
—Tengo entendido que vas a ser testigo —dijo—. A David no se lo han pedido.
Contesté, como sabía que era mi deber, que aquello debía de ser un mal trago para él.
—Bueno, tengo que decir que lo es. Está furioso, y no veo que yo pueda hacer nada para arreglarlo.
Le dije que, efectivamente, no había nada que ella pudiera hacer y le recordé que, después de todo, yo era el único amigo de Edith que Charles conocía antes de que empezara su historia de amor.
—¿Y tú qué?
—¿A qué te refieres?
—¿No vas a participar de ninguna manera? Creí que Alice sería damita de honor o algo así.
Alice era la hija mayor de los Easton. Tenía un aspecto bastante vulgar, pero era muy cariñosa.
—No —la voz de Isabel estaba cargada de desencanto—. Edith lo intentó, pero parece que tenía un montón de compromisos anteriores y se ha decidido por llevar sólo a los más pequeños. Mucho más bonito, la verdad —murmuró con desgana. Estaba seguro de que no había acabado—. Estaba pensando en la despedida de soltero de Charles.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Va a hacerla?
—No lo sé. Supongo que sí.
—¿Pero no te han invitado?
—No. ¿Tendrían que haberme invitado?
—Bueno, es que David estaba pensando si él, o vosotros dos, podríais organizar algo... —su voz se perdió.
—Olvídalo. Apenas le conocemos. ¿En qué estabas pensando?
—Creo que tienes razón. —Me pregunté si David estaría a su lado—. Si te invitan, podrías decírnoslo.
El nerviosismo omnipresente de David empezaba a resultar incómodo. Evidentemente, después de toda una vida de utilizar el nombre de Charles, no podía consentir la humillación de ser públicamente excluido de su círculo de íntimos.
—De acuerdo —dije—. Pero estoy seguro de que no me van a invitar.
Al final, un mes más tarde, diez días antes de la boda, me invitaron. Presumiblemente debido a una baja inesperada. Una semana después, justo tres días antes del feliz acontecimiento, un grupo de doce personas volaríamos a París para cenar y pasar la noche en el Ritz. Me mandaron los billetes por mensajero y lo único que tenía que hacer era estar listo para mi recogida a la hora prevista. El vuelo saldría del aeropuerto del centro. En vez de llamar a Isabel, me puse en contacto con Edith.
—Me han invitado a la despedida de Charles.
—Lo sé. Ha sido idea suya. Va a ser muy divertido, ¿no crees? Adoro el Ritz de París.
—Y supongo que David no va.
—No. Es que Henry Cumnor y Peter, el tío de Charles, lo organizan y lo pagan todo, y no pueden llevar a todo el mundo.
—No nos queda más remedio que decírselo a David.
—Ya se lo he dicho a Isabel. —Edith hizo una pausa—. Para ser sincera, creo que están siendo un poco cargantes. Isabel me cae bien, pero se empeñan demasiado en ser «amigos íntimos». Me siento como una heroína de Angela Brazil. Después de todo, no conozco bien a David y Charles apenas le ha visto.
—Querida —dije premonitoriamente—, esto no es más que el principio.
El sábado siguiente, a las tres en punto, un chófer uniformado y con gorra llamó al timbre de mi piso y se hizo cargo de la maleta que tenía preparada para llevar al coche. Me había permitido comprar una nueva en honor a la distinguida compañía con la que iba a compartir el viaje, así que me irritó especialmente que la golpeara contra una esquina de las escaleras y le arrancara un asa. En consecuencia, y a pesar de mi derroche, me sentí como un pobretón todo el fin de semana.
Sic transit gloria mundi
, o debería decir
Sic transit gloria transit
.
Henry Cumnor ya estaba en el coche, ocupando todo el asiento de atrás con su corpulencia que se desbordaba en oleadas de carne enfundada en la tela de su camisa de Turnbull & Asser, dejando una mínima franja de cuero disponible a su lado. Al subir al coche me sentí como Carrie Fisher buscando acomodo junto a Jaba el Hutt. Conocía vagamente a Henry, ya que se daba la circunstancia de que había asistido al mismo colegio que yo, aunque en diferentes años, y eso me garantizaba una ligera protección contra su exclusividad, pero sólo ligera. En cualquier caso, sabía lo que podía esperar, ya que Edith me había contado con mucha gracia su «primera cita» con Charles.
En el asiento delantero había otro pasajero que me fue presentado inmediatamente como Tommy Wainwright y en quien reconocí a un destacado miembro del parlamento, si en aquel momento se hubiera podido calificar de destacado a algún
tory.
Por lo que podía recordar de los perfiles elogiosos de los suplementos dominicales, era el hijo menor de un patricio de la nobleza rural y, por consiguiente, un componente un tanto sorprendente del grupo de la señora Thatcher, poco devota de la aristocracia. Era alto, casi desgarbado, con una cara redonda y agradable y el pelo ralo que le daba un aire de persona conciliadora, aunque, como más tarde descubriría, nada más lejos de la realidad. Se volvió, me dio la mano y sonrió, lo que le dio una ventaja de tres a cero en cortesía respecto a Henry, y partimos.
La conversación durante el trayecto al aeropuerto versó sobre política y me parecieron divertidas las diferencias entre mis dos compañeros. Tommy dio sus razones de por qué los conservadores habían caído tanto. Eran en general razonables y dignas de ser debatidas, pero Cumnor le replicó con una serie de argumentos ridículos, todos ellos autocomplacientes, obsoletos y que parecían heredados sin la menor crítica de su difunto padre (lo mismo que su vestuario). Como tuve la sensación de que debía participar, señalé que el partido conservador no había sido muy imaginativo en su relación con las artes.
Cumnor rotó su masa hacia mí:
—Mi querido amigo, ¿cuánta gente constituye lo que tú llamas «las artes»? Hablamos de miles, no de cientos de miles ni de millones. ¿Sabes con cuántos miembros cuenta la TGWU
[6]
? La cruda realidad, tanto si te gusta como si no, es que tus «artes» no importan nada.
Y se echó para atrás satisfecho de haber dejado claro su punto de vista.
—Cuarenta millones de personas encienden la televisión todas las noches para decidir lo que piensan —dijo Tommy—. ¿Qué podría ser más importante que eso?
El tema no era tan importante para ninguno de nosotros, pero me di cuenta de que a Henry le molestaba que Tommy se hubiera puesto de mi lado, demostrando que compartía la fantasía habitual de los miembros menos inteligentes de su clase que creen que en cualquier tema, desde el oporto a la eutanasia, sólo hay una forma «sensata» de pensar y que basta con enunciarla en voz alta para defender el argumento. Como por lo general hablan con gente que piensa igual que ellos, el argumento es fácil de defender. Al no participar en este juego Tommy Wainwright se arriesgaba a crear en el reblandecido cerebro de Henry la impresión de que en cierto sentido, y puesto que Tommy había entrado en política seria, no era «todo un caballero», la respuesta clásica al pensamiento propio.
Tras llegar al aeropuerto y cumplir todas las formalidades, nos condujeron a una pequeña puerta de embarque donde nos reunimos con los otros nueve componentes de la pandilla. Esta incluía a lord Peter Broughton, el medio hermano de lord Uckfield, mucho más joven que él, y al marido de Caroline, Eric Chase, al que había saludado brevemente en la cena de compromiso. Chase, que personificaba la definición de «yuppie», era un miembro inusitado del clan de los Broughton. Era un «ejecutivo» atildado y beligerante, cuya conversación consistía mayoritariamente en tópicos capitalistas y alusiones a su pertenencia al club Brook’s. Su característica más relevante era una grosería casi patológica que le hacía al mismo tiempo menos patético y más insoportable, aunque, sorprendentemente, a las mujeres les resultaba atractivo. No acierto a comprender por qué, pero con el sexo opuesto (en marcado contraste con el suyo propio) tenía sin duda un éxito considerable. Supongo que era guapo de una forma blanda y sobrealimentada y la satisfacción que le inspiraba su aspecto exterior (además de con su magnífico matrimonio, es de suponer) quedaba patente en un constante cambio de guardarropa. Más tarde supe que su padre había sido jefe de la empresa británica de ferrocarriles. Formaba una extraña pareja con Caroline, porque tanto política como filosóficamente eran radicalmente opuestos. Lo cierto es que él se había acercado a la derecha al casarse con Caroline, mientras que ella se había inclinado a la izquierda al casarse con él. Sin embargo, todo esto no les afectaba, ya que hablaban muy poco cuando se encontraban a solas. De esta manera, algunas parejas consiguen no descubrir que están en franco desacuerdo sobre los temas fundamentales de la vida hasta que han pasado diez o veinte años.
Charles se me acercó con una copa de champán y una cálida sonrisa. En honor a Edith, o tal vez a mí mismo, no estaba dispuesto a dejar que me sintiera ajeno a aquel grupo que (con excepción de Chase) habían jugado juntos desde la guardería y que temía pudiera ser desconsiderado con un actor del que nunca habían oído hablar. Su esfuerzo me conmovió, pero no era necesario. No siempre había sido actor. No solo había ido al colegio con Cumnor, además reconocí a un compañero de juegos de preparatoria, a un amigo de mis años jóvenes y a un conocido de Cambridge entre otros. También sabía que lord Peter había estado en cierto momento prometido con una prima de mi cuñada, o sea que no me sentía fuera de lugar. Así es el mundo que todavía subsiste en un país de sesenta millones de habitantes un siglo después de que los socialistas llegaran por primera vez al poder.
En señal de deferencia añadida, Charles se sentó a mi lado en el pequeño avión que habían contratado para el evento. Un auxiliar de vuelo desaliñado nos trajo más champán y un poco de caviar sobre un
blini
ligeramente duro y nos pusimos cómodos.
—Todo esto está muy bien —dije.
—Me alegro de que hayas podido venir.
—Yo también.
—Fuiste tú quien nos presentó.
Reí.
—En los años venideros sabremos si merezco agradecimientos o reproches.
Charles no estaba para bromas.
—Agradecimiento. Yo diría que agradecimiento —hizo una pausa—. Edith piensa que eres tremendamente inteligente, ¿sabes?
—Es muy gratificante.
Bajó la mirada a su copa.
—Claro, que ella es muy lista. Debes tenerlo en cuenta.
No podía decir que le hubiera dedicado mucho tiempo a aquella idea. Desde luego, Edith no era Gertrude Stein. Su idea de la intelectualidad era leer lo último de John Mortimer. Pero era muy divertida y, por mi experiencia, la gente divertida no suele ser idiota.
—Yo siempre me alegro de verla, que es probablemente lo mismo.
Él sonrió con un punto de escepticismo.
—Bueno, brindo por que siempre se alegre de verme a mí. —Murmuré alguna tontería para tranquilizarle pero no se conformó con dejarlo allí. Tomó una bocanada de aire—. Espero ser digno de ella —añadió.
Contuve el impulso de sonreír al verme atrapado en aquel diálogo que parecía sacado de Frederick Lonsdale. Eran sentimientos algo pedestres para empezar una noche de solteros, pero a pesar de todo, eran sinceros. Charles, como todos los de su clase, no tenía formas personales de expresar los sentimientos y se veía obligado casi invariablemente a recurrir a tópicos cinematográficos para describir el amor, el odio o cualquier otra cosa que no contemplara las normas del Jockey Club. Le dije que estaba seguro de que sería todo lo digno que se puede ser y que la afortunada era Edith, que le estaba haciendo un gran honor, etcétera. Normalmente, suelo ser bueno en estas situaciones, pero esta vez no di en el clavo. Interrumpió mi verborrea alentadora.
—Solo espero ser lo bastante listo para ella. No quiero que se aburra conmigo.
Se rio y levantó las cejas como queriendo que aquello pareciera un chiste, pero me di cuenta de que lo decía en serio, lo mismo que me di cuenta de que tenía cierta razón. Edith no era Einstein, pero ya se me había pasado por la cabeza que podía llegar un momento en que asistir a carreras de caballos con un grupo de gente bien vestida que repetía opiniones manidas no le sería suficiente. Sin embargo, no encontré un comentario útil en aquel momento, puesto que no era procedente felicitarle por su perspicacia.