Al cabo de un rato el coche estaba aparcado y habíamos sacado el almuerzo. Estaba claro que Edith no había participado en él, ya que Isabel y Venetia asumieron el mando, trinchando y mezclando, atareadas y orgullosas, hasta que el banquete desplegó toda su magnificencia ante nuestros ojos mientras los hombres y Edith observábamos a cierta distancia con una copa de champán de plástico en las manos. Como siempre, aquellos preparativos se hicieron con una cierta premura, debido al poco tiempo que quedaba para el consumo de la comida. Apenas habíamos acercado nuestras sillas plegables a la inestable mesa cuando Isabel, tan predecible como las quejas de David por el aparcamiento, miró el reloj:
—Tenemos que darnos prisa. Son las dos menos veinticinco.
David asintió con la cabeza y se sirvió unas fresas. No hacían falta explicaciones. Parte del día, con tantos rituales como una misa, era acceder a las gradas del Recinto a tiempo de ver la llegada de la familia real desde Windsor. Y llegar con tiempo suficiente para asegurarse un sitio con buena visibilidad. Edith me miró y puso los ojos en blanco, pero ambos nos bebimos obedientemente el café de un trago, nos pusimos las acreditaciones y nos dirigimos hacia la pista.
Pasamos ante los guardias de la entrada, entregados a su labor de separar la paja del grano. Acababan de parar a dos desafortunados, aunque no sé si fue porque no llevaban el distintivo oportuno o porque no iban convenientemente vestidos. Edith me apretó el brazo y sonrió.
—¿Has visto algo divertido?
—No —dije, moviendo la cabeza.
—¿Entonces?
—Tengo debilidad por entrar en sitios en los que no dejan entrar a todo el mundo.
Me reí.
—Que la sientas es lícito. Muchos la sienten. Pero admitirlo es muy ruin.
—¡Oh, cielos! Soy un ser humano ruin —declamé—. Espero que eso no me impida la entrada.
—No lo creo.
Lo más interesante de aquella conversación fue su sinceridad. Edith encajaba a la perfección en el prototipo de
Sloane Ranger
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que era, pero yo empezaba a descubrir que exhibía una desconcertante consciencia de la realidad de su vida y su situación cuando por lo general las chicas como ella se esfuerzan en mostrar una fingida ignorancia de esas cosas. Y no es que sus sentimientos la hicieran diferente a los demás. Los ingleses de cualquier clase, que quede claro, son adictos a la exclusividad. Mete a tres ingleses en una habitación y se inventarán una regla para impedir que se les añada un cuarto. Lo que hacía diferente a Edith era que la mayoría de la gente, y los ricachones más que nadie, dedicaban grandes esfuerzos a fingir que no les importaba serlo. El placer de ser invitado a un sitio en el que los demás tienen que pagar la entrada, de tener acceso por la puerta grande, de tener franca la entrada a un espacio en el que se rechaza a la gente, es recibido por los aristócratas (o presuntos aristócratas) con miradas inexpresivas y una estudiada incomprensión. La matrona experimentada probablemente sugerirá con un leve movimiento de cejas que la sola idea denota falta de clase. La falsedad de este comportamiento es, naturalmente, asombrosa pero, como siempre en el caso de esta gente, la disciplina de sus normas inmutables merece cierto respeto.
Debimos de quedarnos atrás, porque los demás ya estaban en las gradas, que se llenaban rápidamente, y nos hacían gestos para que nos reuniéramos con ellos. Un lejano rumor anunció que los carruajes se acercaban y los palafreneros, o los lacayos, o lo que sean, se apresuraron a abrir las verjas de entrada. Edith me dio un codazo y señaló con la cabeza a Isabel cuando el primer coche, que llevaba a su majestad acompañada del atezado primer ministro de algún país rico en petróleo cruzaba la entrada. Como los demás hombres, me quité el sombrero con un entusiasmo absolutamente genuino, pero no pude ignorar el gesto que se dibujaba en la cara de Isabel. Era la expresión abstraída y extasiada del conejo ante la cobra. Estaba hipnotizada, arrebatada. Para que la incluyeran en el grupo real de Ascot, Isabel, como la Pervaneh de
Hassan
, sería capaz de enfrentarse a la más horrible de las muertes. O al menos habría llegado a planteárselo. Supongo que todo esto solo viene a demostrar que, por mucho desprecio que manifiesten las clases privilegiadas por la adoración de las masas a las estrellas, ellas también son sensibles a la fantasía si se les presenta de una forma deseable.
Lo cierto es que aquel año la comitiva fue un tanto decepcionante. El príncipe de Gales, paradigma de la perfección para Isabel, no estaba, y tampoco había ido ninguno de los otros príncipes. La única joven de la realeza presente era Zara Phillips, alegremente ataviada con un revelador modelito playero. Edith no paraba de murmurar irreverentes críticas a mi oído ante la irritación de Isabel y de una señora de pelo azul que estaba a su lado, así que, en vez de seguir aguándoles la fiesta, decidimos retirarnos, cuando oí una voz a mis espaldas que decía:
—Hola, ¿qué tal estáis?
Me di la vuelta y me encontré cara a cara con Charles Broughton. En aquella ocasión no existió el problema de los nombres, ya que lo mejor que tiene el recinto de las carreras es que todo el mundo tiene que llevar su distintivo con el nombre completo. Así no se dan tartamudeos en las presentaciones ni dudas sobre si se conoce a las personas. Una rápida mirada a la solapa o al pecho del otro y se acabó. Ojalá esa costumbre fuera obligatoria en todos los actos sociales. La tarjeta de Charles decía «El conde Broughton» con esa característica caligrafía redonda de las chicas bien de la oficina de Ascot.
—Hola —lo saludé—. ¿Te acuerdas de Edith Lavery? —dije, utilizando la fórmula correcta en inglés para presentar a una persona que uno está casi convencido que no se recuerda. Pero en este caso me equivocaba.
—Por supuesto que me acuerdo de ella. Eres la que no me supone peligro en Londres.
—Bueno, espero no estar tan a salvo como parece —Edith sonrió y, no sé si por propia iniciativa o por indicación de Charles, le agarró del brazo.
Los Easton y los Rattray se nos acercaban a toda prisa y casi podía sentir su aliento cuando sugerí que bajáramos al
paddock
. Es duro de admitir y seguramente revela una profunda inseguridad por mi parte, pero me sentía avergonzado por la vehemencia de la pobre Isabel y por la ambición de David, que casi parecía maligna por su intensidad. Afortunadamente Charles, que era después de todo un tipo muy cortés, saludó a Isabel con un movimiento de cabeza que indicaba que se desentendía de ella pero reconocía al menos que recordaba que habían sido presentados. David, disimulando su enfado, retrocedió, y nosotros tres nos dirigimos al
paddock
donde estaban paseando a los caballos antes de la primera carrera.
Como era de esperar, Charles resultó ser un gran conocedor de los caballos y al poco rato estaba felizmente enzarzado en una documentada conversación sobre sus características que a mí no me interesaba lo más mínimo, pero me entretenía observar a Edith que le escuchaba con una atención fascinada y aduladora. Es una técnica que las mujeres conocen de forma innata. Edith llevaba un traje de lino de color azul pálido, creo que el nombre exacto es
«eau-de-nil»
, con un pequeño sombrero pastillero sobre la frente. Le daba un aire frívolo pero, en contraste con las matronas de Weybridge envueltas en volantes de organza, resultaba práctico y elegante. El conjunto añadía un toque de ingenio y humor a su rostro que resultaba seductor en extremo. Mientras ella estudiaba el programa y tomaba notas junto a los nombres con el lápiz de Charles, observé cómo la miraba él, y quizá fuera en ese momento cuando se me ocurrió por primera vez la posibilidad real de que se sintiera atraído por ella. Y no puedo decir que me sorprendiera. Era guapa e ingeniosa y, como ella misma había dicho, segura. No pertenecía a su círculo, claro, pero vivía y hablaba como si fuera de los suyos. Existe la creencia popular de que hay una gran diferencia de modales y comportamientos entre las clases media alta y alta, cuando lo cierto es que, en el plano de lo cotidiano, son prácticamente idénticas en todo. Por supuesto que el círculo de amistades en la aristocracia es mucho más reducido y con ellos es inevitable tener la sensación de que pertenecen a un club, lo cual tiene como efecto una tendencia a exteriorizar su condición social a través de una despreocupada grosería a la que ellos no dan importancia pero que irrita a casi todos los demás. Pero aparte de eso (y la grosería se aprende con gran facilidad), hay poca diferencia entre sus usos sociales. No. Edith Lavery era claramente la chica para Charles.
Vimos juntos una o dos carreras, pero me daba cuenta de que Edith estaba intentando desembarazarse de mí de la mejor manera posible, así que cuando Charles propuso el inevitable té en White’s, me disculpé y fui a reunirme con los otros. Edith me miró agradecida y los dos se alejaron cogidos del brazo.
Encontré a Isabel y David en una de las barras que había detrás de la tribuna principal, bebiendo Pimm’s tibio. Los camareros se habían quedado sin hielo.
—¿Dónde está Edith?
—Se ha ido a White’s con Charles.
David se puso mohíno. Pobre David. Nunca consiguió que le invitaran al White’s de Ascot, ni en la antigua carpa ni, que yo sepa, en sus nuevas instalaciones más modernas. Habría dado un brazo por ser socio.
—Caramba —dijo con los dientes apretados—. No me habría importado tomar el té.
—Creo que se iban a reunir con el resto de la pandilla de Charles.
—Seguro que sí.
Isabel, por su parte, no dijo nada y siguió dando sorbos a la bebida templada con sus cuatro trozos de pepino flotante.
—Le he dicho que nos encontraríamos en el coche al acabar la penúltima carrera.
—Bien —contestó David sombrío, y todos nos quedamos en silencio. Isabel, hay que decirlo, con la mirada fija en la poco apetecible bebida, seguía pareciendo más interesada que molesta.
Edith ya estaba apoyada en el coche cuando nosotros llegamos y enseguida me di cuenta de que el día había sido todo un éxito.
—¿Dónde está Charles? —le pregunté.
Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la tribuna.
—Ha ido a buscar a la gente con la que se queda esta noche. Va a venir mañana y el viernes.
—Le deseo buena suerte.
—¿No lo has pasado bien?
—Ah, sí —dije—. Pero ni la mitad que tú.
Se rio y no dijo nada. En ese momento llegó David a abrir el coche. No dijo ni una palabra de Charles y estuvo abiertamente hosco con Edith; por eso ella no comentó en voz alta, sino a mí sólo y en un susurro, que Charles le había invitado a cenar el martes siguiente. Mantenerlo en secreto era, naturalmente, más de lo que podía soportar.
E
dith se sentó ante el tocador, recién bañada y perfumada, y se dispuso a aplicarse el maquillaje para salir. No le había dicho a su madre con quién iba a cenar y se preguntaba por qué, ya que saber quién iba a ser su acompañante le habría producido un inmenso placer. Probablemente había sido el temor a ese mismo placer lo que la había empujado a guardar silencio. Además, todavía no había decidido si aquello tenía lo que las revistas llaman «futuro».
Edith Lavery no era en absoluto promiscua, pero tampoco era virgen, por supuesto. Había tenido varios novios, ninguno muy importante, hasta que cumplió los veintitrés años y apareció un corredor de bolsa cinco años mayor que ella y muy guapo, a quién decidió aceptar cuando le propusiera matrimonio. Salieron juntos durante un año más o menos, pasaron juntos muchos fines de semana, compartieron muchas cosas y eran felices en general, o, al menos, tan felices como los demás. Se llamaba Philip, era de buena familia, tenían algo de dinero, suficiente para empezar su vida en Clapham, y todo parecía perfecto. Por eso a nadie le sorprendió más que a Edith cuando una tarde él le explicó, con palabras entrecortadas, que había conocido a otra persona y que todo había acabado entre ellos. A Edith le costó un tiempo entenderlo. En parte porque él eligió San Lorenzo, en Beauchamp Place, para decírselo y donde los comensales de las dos mesas vecinas oyeron hasta la última palabra, y en parte porque no era capaz de imaginar que él tuviera aquella «otra persona» y ella no. Philip y ella se gustaban, eran una pareja hermosa, los dos disfrutaban con los fines de semana en el campo, los dos esquiaban. ¿Cuál era el problema?
Comoquiera que fuese, Philip la dejó y tres meses después Edith recibió la invitación de su boda. Asistió a ella con actitud indulgente y un aspecto deslumbrante (como se había propuesto). La novia, naturalmente, era más corriente que ella e incluso bastante ordinaria, pero cuando Edith la vio mirar a Philip como si fuera Dios en la tierra, tuvo la desagradable sensación de que aquello tenía algo que ver con su ruptura.
Después de Philip había tenido varios escarceos, pero que no pasaron de eso. Uno de ellos, un agente inmobiliario llamado George, duró unos seis meses, pero solo porque era el primer amante competente que había conocido y los placeres que le proporcionaba la cegaban por completo ante sus defectos hasta que un día, en Henley (donde él la había llevado convencido, bastante candorosamente, de que era un acontecimiento elegante), mientras almorzaban en la carpa de unos amigos, le miró desde el otro lado de la mesa, riéndose con su risa escandalosa y ordinaria, y se dio cuenta de lo horroroso que era. Después solo fue cuestión de tiempo.
Sus padres lo sintieron mucho por Philip, que les gustaba, y no lo sintieron en absoluto por George, y de los demás que pasaron brevemente por Elm Park Gardens no se formaron una opinión concreta, pero Edith se dio cuenta de que las alusiones veladas y los comentarios medio en broma, medio en serio de su madre aumentaban de frecuencia después de que cumpliera los veintisiete años. Y por primera vez empezó a escuchar el tenue y remoto eco del pánico. Se puso en el caso, solo por imaginar, de que nadie le pidiera en matrimonio. ¿Qué iba a hacer entonces?
¿Qué
diablos
iba a hacer?
Pero las cosas, pensó mientras se quitaba los rulos calientes y cogía el cepillo de Mason Pearson, cambiaban de un día para otro. Ser mujer no era como ser hombre. Los hombres nacían siendo ricos o pasaban años dedicados a sus profesiones para hacerse ricos, mientras que las mujeres... Las mujeres pueden ser pobres un día y ricas, o al menos casadas con un hombre rico, al siguiente. Puede que no fuera elegante admitirlo pero, incluso en la actualidad, la vida de una mujer puede cambiar radicalmente si se pone en el dedo el anillo adecuado.