Naturalmente, en cuanto dijo «Es magnífico poder recibir a los amigos de nuestra querida Edith» supe que no le gustaba su futura nuera. Tal vez decir que «no le gustaba» no sea la expresión más acertada. Le parecía asombroso que su hijo pensara casarse con alguien que ella no conocía, ni siquiera de oídas. Para ella era sorprendente que los amigos de aquella chica no fueran los hijos de sus amigas. En el fondo, le resultaba extraordinario que Edith hubiera logrado siquiera entrar en la casa. ¿Cómo había ocurrido? A partir de pensamientos como aquellos, y desafortunadamente para Edith, lady Uckfield había llegado a la conclusión de que Charles había sido «cazado» y aunque más tarde (mucho más tarde) matizara aquella impresión, nunca llegó a modificarla del todo. De hecho, no estoy totalmente seguro de que no fuera la verdad.
Isabel y yo nos acercamos a la chimenea.
—Hola, señora Lavery —dije, y la madre de Edith se volvió hacia nosotros adoptando en un instante esa indefectible condescendencia desdeñosa que identifica a la arribista social de éxito. Su comportamiento indica incuestionablemente a sus auténticos iguales que la escalera ha sido retirada y que nunca más volverá a colocarse. La ambiciosa y esnob señora Lavery que conocíamos se había retirado para dar paso a la Reina de las Nieves. Era como si nos hubiéramos metido dentro de
La invasión de los ultracuerpos
y estuviéramos hablando con una vaina. Casi sin ganas, actuando como si supiera tan poco sobre nuestras identidades como lord Uckfield, nos presentó a nuestro anfitrión.
Este nos estrechó la mano con vigor y sin expresión.
—Espléndido —dijo—. ¿Les ha costado mucho llegar hasta aquí?
—Vivimos cerca —contestó Isabel—. En Ringmer.
—¿En serio? —se sorprendió lord Uckfield—. ¿Había mucho tráfico? Las carreteras se llenan estos días de gente que intenta huir de la ciudad si ven la más ligera posibilidad de buen tiempo en el parte. ¿Ha sido difícil la salida?
Isabel estaba a punto de embarcarse en otra larga explicación sobre que no venían de Londres, pero lo impedí.
—He venido en tren —dije.
—Muy sensato —nos dedicó una de sus sonrisas floridas y sociables y nos despachó con un gesto de la cabeza.
El marqués de Uckfield era un hombre aburrido y simple, pero, en términos generales, no era una mala persona. Lo habían malcriado a lo largo de toda su vida y había crecido rodeado de los aduladores que a esa clase de personas les hace sentir cómodas, afianzado por los distantes desvelos de su familia tanto en lo bueno como en lo malo, de manera que no tenía una visión clara de lo estúpido y aburrido que era en realidad. Sus incultas banalidades eran recibidas como si provinieran de Salomón, y sus chistes viejos y tediosos se celebraban con accesos de risa asfixiantes. Si es la experiencia de la vida lo que nos moldea, no es de extrañar que hombres como lord Uckfield sean tan palpablemente deformes. La gente hablaba de su sabiduría y buen juicio no estando él presente, cuando en realidad no poseía ninguna de las dos cosas, pero si lograban convencerse de que realmente poseía aquellas cualidades, no tendrían que admitir que no eran más que aduladores, lo que constituye un poderoso motivo entre los elegantes. Y si alguno de sus conocidos menos íntimos expresaba sus dudas sobre la capacidad intelectual de su señoría siempre podían contestar: «Ah, si le conocieras de verdad no dirías eso», apuntándose al mismo tiempo un tanto como íntimos de una Gran Casa y un segundo punto como personas sinceras. No es que fuera poco generoso; simplemente era vago con esa vagancia consustancial que caracteriza a la mayor parte de las amistades de los privilegiados con un don nadie. Había decidido hacía mucho tiempo que intentar relacionarse con alguien que no fueran los aduladores o los miembros de su propia clase imprescindibles para su buena imagen era un trabajo demasiado duro y había dejado de esforzarse en ello, pero aquella decisión había tenido lugar en su subconsciente y él seguía viéndose como un hombre amable. Lo cierto es que siempre lo fue con Edith. No se puede decir que fuera una persona admirable, pero tampoco era un esnob y además, aparte de otras consideraciones, estaba encantado de que fuera tan guapa.
Vi que el mayordomo buscaba la mirada de lady Uckfield desde la puerta. Ella asintió con la cabeza, recorrió la habitación con su mirada profesional y se acercó a mí.
—Me preguntaba si te importaría acompañar a la mesa a lady Tenby. —Hizo un gesto hacia una mujer robusta de más de sesenta años que ocupaba una silla junto a la chimenea.
Asentí con un balbuceo y lady Uckfield siguió haciendo su ronda. Habíamos sido prácticamente los últimos en llegar y supuse que los demás ya habían recibido instrucciones. Me dirigí hacia mi pareja pensado que tal vez tuviera que ayudarla a ponerse en pie. Ella levantó la mirada y alargó una mano gorda y enjoyada.
—¿Me va a acompañar usted? —dijo. Yo asentí con un gesto—. Googie organiza estas cosas de maravilla. Tendría que haber dirigido una cadena de hoteles. Ayúdeme a levantarme.
Siempre me ha incomodado la ingenua informalidad que lleva implícita la pasión de las clases altas por los apodos. Todo el mundo se llama «Toffee», o «Bobo», o «Snook». Ellos mismos consideran que estos nombres conllevan una cierta despreocupación, una eterna infancia perfumada de recuerdos de su
Nanny
y de pijamas que se calientan junto a la chimenea del cuarto de los niños, pero en realidad son una clara reafirmación de su insularidad, un recordatorio de la historia compartida que excluye a los recién llegados, una forma más de exponer públicamente su recíproca intimidad. En efecto: los apodos son una barrera muy efectiva. El recién llegado puede encontrarse en la situación de conocer a alguien demasiado para seguir llamándole lady Tal y Cual pero no lo suficiente para llamarla «Salchicha», mientras que utilizar el nombre de pila de la aludida dentro de su círculo de amistades es un claro indicio de que no se la conoce en absoluto. Y así, el recién llegado es apartado del desarrollo normal de la intimidad que es habitual entre los conocidos de otras clases sociales.
Anunciaron la cena y mi pareja, que se había puesto de pie con dificultad, se apoyó pesadamente en mí. Me di cuenta de que, al menos para ella, aquella procesión de parejas tomadas del brazo era algo más que una reiteración ostentosa de un ritual arcaico; era un servicio necesario. Dos parejas por delante de nosotros iba lady Uckfield charlando alegremente con un aturdido Kenneth Lavery. Me recordaban a las primeras filas de la cámara de los lores en los discursos de la reina, en los que los ministros
torys
aparecen siempre en los informativos parloteando frenéticamente con su afligido y serio oponente socialista. Detrás de ellos iban Edith y lord Uckfield. Ella llevaba un vestido de terciopelo negro con un profundo escote, mangas largas pegadas y ni una sola joya. El efecto era hermoso y triste como una Julieta de luto. Supongo que pensó que no era de buen gusto parecer demasiado alegre.
Lady Tenby siguió mi mirada.
—Muy guapa. De eso no cabe la menor duda. Pero ¿quién demonios es?
La sonreí.
—Es una buena amiga mía —dije.
—Uy —contestó lady Tenby, y seguimos en silencio.
Más tarde supe que la condesa de Tenby era viuda y madre de cuatro hijas y, como prima segunda de lady Uckfield, siempre había esperado que Charles fuera para una de ellas. No era una ambición infundada. Eran chicas agradables y bastante bonitas. Probablemente cualquiera de ellas le habría hecho feliz. Al final, sólo la mayor, lady Daphne, «casó bien» en opinión de su madre (y eso que él no era un primogénito), dos se casaron con tipos mediocres, y la menor y más guapa se fue a California a vivir con el fundador de una secta bastante siniestra. La cuestión era que lady Tenby no era una mujer ni agresiva ni poco razonable. Había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a sus hijas para recibir lo que debían ser pingües beneficios, y ahora, aquella noche, estaba invitada a presenciar el triunfo de una advenediza, de una desconocida que se había colado en su territorio al abrigo de la oscuridad y se había quedado con el cordero mejor criado de todos. Por supuesto, iba a besarles y a felicitarles sonriente, pero luego iría a casa a contar lo encantadores que habían sido Googie y Tigger, que nadie se había dado cuenta de lo desilusionados que estaban y que, eso sí, la chica era
muy
guapa y parecía tenerle
cariño
a Charles. Y desde entonces, Edith sería considerada como una afortunada intrusa.
La cena fue deliciosa, lo que resultó una sorpresa. Yo me esperaba la típica comida de casa de campo que organizan los miembros de la generación de mis padres, más propia de una escuela secundaria de chicas que de fogones más sofisticados, pero aún no conocía el cuidado de los detalles de lady Uckfield. Tenía a lady Tenby a mi izquierda y pasé el primer plato manteniendo con ella una de esas conversaciones del tipo «O sea que es usted actor. Y ¿en qué puedo haberle visto?», que son tan deprimentes, pero cuando retiraron los platos y pude volverme hacia la invitada de mi derecha, me encontré charlando con una mujer de rasgos duros pero interesante, de mi edad más o menos, que se presentó como Caroline, la hermana de Charles.
—¿Así que eres un viejo amigo de Edith?
—No sé si muy «viejo». Sólo la conozco desde hace año y medio.
—Desde hace más que nosotros —dijo con una risita fresca.
—¿Y tú crees que te va a gustar? —le pregunté.
—No lo sé —contestó Caroline dirigiendo la mirada al otro lado de la mesa, donde Edith coqueteaba inocentemente con su futuro suegro—. La verdad es que creo que sí. Pero ¿a ella le va a gustar Charles? Esa es la cuestión.
Aquella era la cuestión, ciertamente. Seguí la mirada de mi compañera hasta el lugar que ocupaba Charles; su cara grandota y bonachona estaba fruncida por lo que probablemente era una cuestión intelectual sencilla planteada por su vecina. Me pregunté si Edith se habría planteado en serio lo obtuso que realmente era. O, en otro orden de cosas, lo tedioso que puede resultar el campo. Caroline me leyó el pensamiento:
—Esto es terriblemente aburrido, ¿sabes? ¿Crees que Edith está preparada para ello? Exposiciones de flores todo el verano y cañerías congeladas todo el invierno. ¿Le gusta la caza?
—Monta a caballo, así que seguramente le gustará la caza.
—Supongo que no importa demasiado. Teniendo en cuenta que los «antis» se la van a cargar en cualquier momento.
—A lo mejor ella también es de los verdes y está en contra de la caza. Hoy en día uno no puede fiarse.
—Bah, no creo que Edith esté en contra de los deportes sangrientos —reflexionó Caroline con cautela—. A mí me parece bastante carnívora.
—¿Y a ti? ¿Te gusta cazar?
—No, por Dios. Detesto el campo. Ni siquiera voy a Hyde Park si puedo evitarlo.
—¿A qué se dedica tu marido? ¿O es una pregunta ordinaria?
—Lo es, pero la voy a contestar de todas formas. Se dedica sobre todo a la publicidad, pero también organiza actos benéficos.
He pensado a menudo en lo sencillo que debía de ser vivir hace cien años, cuando todos los hombres que se podían conocer pertenecían al ejército, a la marina, a la iglesia o poseían tierras. Estos trabajos inusuales de los que uno oye hablar todos los días, y de los que uno no sabía que existieran, tienen sobre mí un efecto intranquilizador. Que alguien se presente como descubridor de talentos o planificador de futuro, director financiero o de recursos humanos me da la impresión de que está ocultando su actividad real. Tal vez muchos de ellos lo hagan. No se me ocurría ninguna respuesta apropiada.
—¿Se dedica a alguna causa en particular?
—Y ¿cómo conociste a Edith? —dijo Caroline, que evidentemente estaba tan poco interesada en las actividades de su marido como yo.
Le hablé de los Easton.
—Me preguntaba qué pintaban aquí. Es raro que no nos hayamos conocido antes viviendo tan cerca.
Me alegré de que David estuviera lo bastante lejos de nosotros y no pudiera oírlo. Después de aquello pasamos a temas más generales y así supe que lady Caroline Chase era uno de esos vástagos de la nobleza que consiguen negar su linaje con su forma de vida, su filosofía, la pareja que eligen y su nueva dirección, y aun así, logran llevarse su esnobismo absolutamente intacto a su nueva vida. Me caía bien pero, en cierta manera, era tan clasista como su madre, tal vez con la única salvedad de no poseer la armadura de certidumbre moral de lady Uckfield. Para lady Uckfield su posición social era un artículo de fe; para Caroline, un simple hecho.
La comida continuó con una especie de sorbete de manzana como postre; luego vinieron los quesos, y cuando ya esperaba que nuestra anfitriona se llevara a las mujeres y nos dejaran a los hombres solos para discutir de política y beber oporto, me complació ver que llenaban de champán una copa vacía que tenía frente a mí. O sea, que había llegado el momento.
Lord Uckfield se levantó.
—Supongo que todos sabemos para qué estamos aquí esta noche.
Supongo que todos lo sabíamos, aunque hubo una o dos caras de sorpresa. El mismo Kenneth Lavery, sentado junto a lady Uckfield, pareció llevarse una sincera sorpresa.
—Para dar la bienvenida a la familia a una encantadora recién llegada.
Miré a la señora Lavery, que estaba rebosante de satisfacción a la derecha de lord Uckfield. El protocolo se había dejado de lado aquella noche. Creo que nunca la volví a ver sentada en lugar tan preferente.
—Alcemos nuestras copas por Edith y Charles.
Todos nos pusimos de pie acompañados del arrastrar de sillas y cierto jadeo por parte de lady Tenby.
—¡Por Edith y Charles!
Bebimos y nos sentamos mientras el pobre Charles, con la cara escarlata, intentaba corresponder con una voz forzadamente grave.
—La verdad es que no tengo nada que decir. Salvo que creo que soy un hombre con mucha suerte.
—¡Muy bien! ¡Muy bien!
La mesa bullía de galanterías dichas a media voz. Yo observaba a Edith que miraba a Charles con una especie de adoración infantil y cándida que me recordaba a Elizabeth Taylor en
National Velvet
cuando le regalan el caballo. No sabía si era una lección que había aprendido de la novia de su ex novio cuatro años antes o si sencillamente estaba adoptando la expresión más indicada para protegerse de las críticas; o si bien en aquel momento le adoraba. Probablemente era una mezcla de las tres. Giré la cabeza y vi que lady Uckfield me estaba mirando con una sonrisa tierna y perfecta en su hermosa cara de gata. Le devolví la mirada y ella levantó ligeramente las cejas antes de ponerse en pie y hacer que nos levantáramos todos una vez más. No estoy muy seguro de lo que quería decir con aquel misterioso gesto.