Esnobs (12 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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—¿Vas a venir a visitarnos? —me preguntó.

—Si me invitáis.

Nos miramos en silencio un instante.

—Nos vamos una semana a Roma, luego a la casa que tienen Caroline y Eric en Mallorca.

—Parece un buen plan.

—Sí, ¿verdad? Yo no debería saberlo, pero lo sé. Me gusta Roma. Y no conozco Mallorca. Por lo que sé, Caroline alquila una villa todos los años, así que debe de ser que les gusta —volvió a reírse sin muchas ganas.

No parecía que tuviéramos nada más que decirnos, porque yo no estaba dispuesto a comentar su brote de tristeza. Nada me gusta menos que una confesión en el lecho de muerte. En este caso, ella se había preparado el lecho y ya se había tumbado en él. Lo único que faltaba era cerrarle los ojos. Pero bueno, no puedo decir que estuviera preocupado. Muchas novias, y también muchos novios, tienen durante el banquete una ligera sensación de «¿qué he hecho?».

Le di un beso.

—Buena suerte —dije—. Llama cuando vuelvas.

—Todavía no me voy.

—Ya, pero no voy a tener otra oportunidad de hablar contigo.

Y así fue. Charles vino a recogerla para presentarla a más parientes desconocidos y yo me quedé solo otra vez. Entré en el salón del trono que se abría al fondo de la primera sala en la que había entrado. Más rojo, más dorado, en esta ocasión como fondo para un magnífico trono con dosel, y más cuadros con cadenas, aquella vez de Hanovers. Estaba admirando la chimenea cuando el rostro rojizo de un rollizo sesentón me hizo un gesto de saludo. Charlamos un rato sobre un retrato de Jorge IV pintado por Lawrence que colgaba en el salón, sobre si era un original o una copia, cuando se inclinó hacia mí y me dijo en tono conspirador:

—Dígame, ¿es usted amigo de la chica o es uno de los nuestros?

Debo confesar que me quedé momentáneamente sin palabras.

—Espero que ambas cosas —dijo lady Uckfield acercándose a paso ligero.

Le agradecí que me sacara de aquel atolladero y me presentó a mi acompañante, que resultó llamarse sir William Fartley
[9]
, lo que casi hizo que soltara una carcajada. Él se separó de nosotros y lady Uckfield me tomó del brazo y me llevó paseando hacia las ventanas.

—Espero que vuelvas a visitarnos pronto —dijo—. Sé que a Charles le gustaría mucho.

Quería darme a entender que Charles estaba dispuesto a contarme entre sus amigos y también que ellos, la familia, no veían amenaza alguna en mi amistad con Edith. Le di las gracias y le dije que estaría encantado.

—Supongo que no te gusta tirar.

—Lo cierto es que sí.

Pareció sorprenderse.

—¿De verdad? Creía que la gente de teatro no cazaba. Siempre he pensado que eran unos detractores furibundos.

Me encogí de hombros.

—Mejor morir en libertad que en un matadero, eso es lo que pienso.

—¡Qué alivio! Estaba pensando que tendría que buscar algunos escritores e intelectuales para entretenerte. Sé que Edith te considera una persona muy inteligente.

—Qué amable.

—Pero si te gusta tirar no te importará estar con gente normal.

—Como sir William Fartley. Me muero de ganas.

Ella se rio e hizo una mueca.

—Ese viejo tonto... Pero solo vive a tres millas, así que no puedo hacer nada por evitarlo.

Me dije que aquel viejo estúpido vivía más lejos que los Easton, que probablemente había unas doscientas o trescientas personas a una distancia parecida de Broughton que se morirían por ser invitados y nunca lo serían, pero, naturalmente, no dije nada.

Lady Uckfield me dio unas palmaditas en la mano.

—En serio. Tienes que venir. Ya me encargaré yo.

—Me encantará, pero solo si me promete que no habrá ni escritores ni intelectuales. No quiero perder puntos delante de Edith.

Me dedicó otra de sus sonrisas cómplices y se fue a cumplir con sus deberes.

Después todo acabó bastante rápido. La feliz pareja se fue a cambiar y les acompañamos al exterior para ver cómo se alejaban en un landó descubierto. Aquel detalle un tanto hortera había sido iniciativa del padre de Edith, erróneamente convencido de que añadiría
glamour
a la ocasión. De todos modos, cuando nos dimos la vuelta nos encontramos con que las puertas del palacio se habían cerrado a nuestras espaldas. Las autoridades habían decidido que la jornada se había terminado y que no había nada más que hacer allí.

Capítulo 7

P
ara Edith, como para cualquiera que lo supiera, uno de los aspectos más extraños de aquel matrimonio, al menos en el contexto de la década de los noventa, era no haberse acostado con Charles hasta la noche de bodas. Parece algo extremadamente insólito, pero lo cierto es que era así. Al principio Edith se había resistido a sus intentos porque sabía que él era de los que no respetan por la mañana a la conquista fácil de la noche anterior y fueron necesarias varias citas para dejar bien claro que ella era «una chica decente». Eso duró dos o tres meses, pero cuando decidió que ya había llegado el momento de ceder descubrió con sorpresa que Charles parecía haber aceptado las condiciones de su relación y que aparentemente no necesitaba más. La besaba y la abrazaba, por supuesto, pero sin la urgencia que ella esperaba en momentos así. Una vez que estaban tumbados en el sofá del piso de sus padres (Kenneth y Stella estaban pasando el fin de semana en Brighton), ella se atrevió a pasar una mano sobre la bragueta de sus pantalones y, aunque pudo comprobar la existencia de una erección perfectamente satisfactoria por debajo de la tela, el contacto le hizo dar un brinco tan inesperado que no se atrevió a repetirlo. Y después de que le pidiera matrimonio no parecía tener mucho sentido. Después de todo, ella quería casarse con él fueran o no «compatibles» entre las sábanas. Pero si no lo eran, ¿perdería él el interés? Por eso, cuando dos semanas antes de la boda Charles le sugirió que hicieran una escapada de fin de semana juntos, ella le dijo que le parecía mejor esperar, ahora que ya faltaba poco, y «no estropearlo». Charles lo aceptó porque, aunque como hombre de su tiempo había acumulado una considerable experiencia sexual, en su subconsciente seguía creyendo que las novias deben entrar en la cámara nupcial siendo vírgenes. Por supuesto que Edith no era casta en ese sentido, pero había decidido que si le preguntaban haría mención de un «incidente» cuando era muy joven del que prefería no hablar. En realidad nunca tuvo que hacerlo, ya que Charles estaba satisfecho con el hecho de que aquella fuera
su
primera vez juntos y rechazó sensatamente entrar en más indagaciones sobre su pasado.

Habían reservado una habitación en el Hyde Park Hotel de Knightsbridge. Todo el mundo sabe que ese establecimiento ahora forma parte de la cadena de hoteles Mandarin y, técnicamente, el nombre no se mantiene, pero las clases altas son lentas en aceptar los cambios de nomenclatura. Para ellos será el Hyde Park Hotel por lo menos hasta que sus hijos hayan superado la mediana edad. El plan era pasar la noche de bodas allí y salir para Roma a mediodía del día siguiente. Según lo previsto, el landó les llevó por St. James’s, bajando a Piccadilly por delante del Ritz hasta Hyde Park Corner, giró enfrente de la entrada al parque de Bowater House y les dejó en los escalones del hotel. Durante el paseo los viandantes, tanto turistas como nativos, se daban la vuelta para mirarles sonriendo y hasta les saludaban con la mano. Probablemente la conexión entre los carruajes abiertos y las apariciones reales es fuerte en el consciente pauloviano del público. Para no desilusionarles y porque la magnificencia de su nuevo estado le llenaba el cerebro con una nube de luces deslumbrantes, Edith devolvía el saludo tímidamente. Charles por su parte miraba al frente como si su posición de personaje público corriera peligro. Ella entendía por qué. Charles cumplía a rajatabla uno de los artificios más tediosos de la aristocracia inglesa: la necesidad de dar la impresión de que no son conscientes de todos sus privilegios. Mirando al gélido perfil de su acompañante, Edith sospechó que aquella fría indiferencia, tan elegante en teoría y tan aburrida en la práctica, iba a arruinar muchas ocasiones en el futuro de la pareja. Pero al menos por aquella vez el paseo no duró demasiado, y a Edith le pareció a todas luces insuficiente. Apenas quince minutos después de haber salido de la recepción estaban en el vestíbulo del hotel. Todavía eran las cinco y media y Edith no estaba muy segura de lo que iba a pasar a continuación.

Pensó sugerirle que se quedaran en la planta baja y tomaran el té, pero como esto desvelaría una absoluta falta de interés por estar a solas con Charles (algo que empezaba a temer que sentía), desechó la idea. Les acompañaron a la Suite Nupcial, que ellos no habían solicitado pero les habían asignado de todas formas (con la diferencia de precio por cortesía de la dirección siguiendo el antiguo dicho de «A cada cual lo suyo») donde encontraron su equipaje, además de flores y frutas y una prolongación de la interminable provisión de champán. La puerta se cerró y se encontraron a solas. Casados. Se miraron el uno al otro en silencio. Edith sintió un ligero escalofrío de pánico al percibir la realidad de que vería a aquel hombre más o menos todos los días del resto de su vida. ¿De qué diablos iban a hablar?

Charles señaló la botella.

—¿Quieres que la abra? —dijo.

—Sinceramente no creo que pueda beber más. Ya estoy nadando en champán. —Hizo una pausa—. Voy a darme un baño.

Se empezó a desnudar con toda la naturalidad posible mientras Charles la miraba tumbado en la cama, pero los nervios le pudieron en el último momento y, todavía en ropa interior, sacó una bata de la maleta y se fue al baño.

Cuando salió, media hora después, Charles seguía tumbado en la cama leyendo el periódico. Se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata, además de los zapatos y los calcetines, y algo en la estudiada laxitud de su pose le dijo que había llegado la hora. Caminó hasta la cama y se tumbó a su lado, desnuda bajo la bata, y fingió leer el periódico por encima de su hombro.

—¿Feliz? —preguntó él sin levantar la mirada.

—Mmm —contestó Edith preguntándose cuánto iba a tardar en entrar en faena. Ahora que había llegado el momento estaba impaciente. Sentía la necesidad de convencerle de que entre ellos existía atracción física. Después de todo, aquel era el único aspecto de su relación que no tenía nada que ver con la ambición o los intereses comunes y, al menos en aquel momento, estaba segura de que el sexo con Charles iba a ser el único que conociera durante el resto de su vida.

Después de un tiempo que le pareció una eternidad, Charles plegó el periódico y se volvió hacia ella. Con una seriedad impresionante y en absoluto silencio (que mantendría a lo largo de todo el proceso), empezó a besarla mientras le desabrochaba con manos inexpertas la bata. Ella respondió lo mejor que pudo, intentando no tomar la iniciativa. Aquella vez, cuando tocó su pene, aunque volvió a respingar como un potrillo asustado, no se retiró de su alcance. Así estuvieron un rato, tumbados y acariciándose por encima de la ropa, hasta que Charles consideró que había pasado un periodo de tiempo prudencial y se sentó, en silencio absoluto, y se quitó la camisa, los pantalones y la ropa interior. Edith se deslizó fuera del salto de cama. Charles tenía bastante buen tipo, musculado y robusto sin ser gordo, pero su cuerpo era uno de esos cuerpos ingleses, con la piel blanca y ligeramente pecosa, un poco de vello púbico anaranjado en las ingles y nada en el pecho. Su nariz aguileña y su pelo de colegial resultaban un tanto extraños rematando aquel cuerpo desnudo, como si hubiera nacido con traje de chaqueta cruzada y estar desnudo no fuera natural. La verdad es que más que desnudo parecía desollado.

Sin decir una palabra, volvió a su lado con la misma intensidad furiosa reflejada en la cara y, evitando mirarla directamente a los ojos, empezó a besarla mientras le ponía la mano derecha sobre la vagina. Luego comenzó a hacerle un masaje con un movimiento como de bombeo que a ella le hizo pensar en alguien inflando una colchoneta. Gimió un poco con el fin de animarle. Al parecer no necesitaba más, porque de repente se colocó entre sus piernas, se introdujo dentro de ella, dio unos cuantos empujones —no más de seis en el mejor de los casos— y entonces, con un terrorífico estertor que indicaba que
ya
(al que ella respondió con algunos grititos y jadeos propios), se derrumbó sobre ella. Todo el asunto, desde el momento en que Charles plegó el periódico, había durado unos ocho minutos. «Ah», pensó Edith.

—Gracias, querida.

Una de las costumbres más irritantes de Charles consistía en darle las gracias a Edith después del sexo, como si acabara de traerle una taza de té. En aquel momento, por supuesto, ella aún no sabía que sería habitual.

Ella pensó en responder: «No, gracias a
ti»,
pero se le ocurrió que se parecía demasiado a dos personas despidiéndose en la puerta del hotel, así que optó por decir «Querido...» con un tono empalagoso y a besarle en el cuello. Él ya se había separado de ella y sintió un poco de frío allí tumbada, pero moverse no se le antojó muy apropiado ya que parecía ser «un momento muy importante» para Charles y no tenía la menor intención de estropearlo. No se permitió hacer un análisis del acto sexual, si es que era eso lo que acababan de hacer. Después de todo, eran los primeros días y ella empezaba a sospechar que, a pesar de todo su
savoir faire
con los camareros, Charles no tenía la misma seguridad en lo tocante a temas más íntimos. Por lo menos él daba la impresión de haber vivido algo excepcional, aunque su cuerpo no había tenido tiempo de responder, o sea que el episodio podía considerarse más un éxito que un fracaso. Una vez dicho esto, lo cierto es que se descubrió deseando que las cosas mejoraran con la práctica.

Cenaron en el hotel, más para evitar que les vieran y tener que saludar a algunos de sus amigos (que nunca cenan en hoteles salvo con norteamericanos alojados en ellos), que porque sintieran el menor entusiasmo por la
cuisine de la maison
, y se fueron a la cama alrededor de las once. Hicieron una segunda representación de la actuación de la tarde y se dispusieron a dormir. Edith miraba al techo reflexionando en lo rara que es la vida. Allí estaba ella, con aquel hombre al que apenas conocía si se ponía a pensarlo, desnudo y dormido a su lado. Sopesó el hecho fundamental que debía de habérseles ocurrido a muchas novias, desde María Antonieta a Wallis Simpson, de que, por muchas ventajas políticas, sociales o financieras que reporte una buena boda, llega un momento en que todo el mundo abandona la habitación y una se queda a solas con un desconocido que tiene derecho legal a copular contigo. No estaba nada segura de haber pensado seriamente sobre ese particular hasta aquel momento.

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