—¿Sin clase? —aulló la viuda, eligiendo de todos los insultos el único que había conseguido atravesar su coraza—.
¿Maleducada?
Y salió de la casa con aire majestuoso, decidida a no volver a poner un pie en ella. La madre de Charles le había dicho muchas veces que se arrepentía de aquel incidente y que fue para ella un gran alivio que la anciana lady Uckfield, tras dejar clara su posición, decidiera volver a la casa para las celebraciones habituales; aun así, la batalla logró sus objetivos. A partir de aquel momento la joven marquesa tomó las riendas, y a la casa, las tierras y el pueblo no les quedó ninguna duda de quién mandaba.
Por esta y otras muchas razones, más o menos sencillas o complicadas, Charles admiraba a su madre y los principios por los que se regía. Admiraba incluso su forma de convivir con la simpleza de su marido sin hacer la menor referencia a ella o demostrar exasperación. Sabía que tampoco él era muy sagaz, aunque no fuera tan lento como su padre. Su madre le había educado bien sin hacer demasiado hincapié en sus deficiencias, pero él las conocía de todos modos. Por todo esto, a él le habría gustado complacerla a la hora de elegir una compañera. Le habría encantado llegar a una montería en Escocia, o a una fiesta en Londres y conocer exactamente a la chica que su madre quería para él. Habría sido fácil. Seguramente habría sido la hija de algún aristócrata, perteneciente al ámbito viejo y familiar que lady Uckfield conocía y en el que confiaba; una chica elegante y aguda (porque a su madre no le volvían loca las mujeres de campo desaliñadas, con el pelo descuidado y faldas de mercadillo de caridad); una chica que le habría hecho reír y de la que se sentiría orgulloso y seguro y cuya llegada habría cambiado las cosas.
Pero por mucho empeño que pusiera en dar con ella, nunca aparecía. Había conocido a jóvenes agradables que habían hecho lo que podían, pero... ninguna era
ella
. Posiblemente esto se debía a que Charles tenía un principio básico que le guiaba. Era simple pero fuerte, como él mismo. Y era este: si lograba casarse por amor, si pudiera encontrar una pareja que estimulara su inteligencia (porque valoraba las actividades de su inteligencia, por limitadas que fueran) y su cuerpo, la vida que le esperaba sería buena y gratificante. Si, por el contrario, se casaba con una mujer conveniente pero equivocada, no habría redención posible. No creía en el divorcio (al menos para el cabeza de familia de los Broughton) y, por consiguiente, una vez infelizmente casado, así seguiría hasta la tumba. En resumen: que era, mucho más de lo que él creía, un tipo profundamente moral y consecuente. Lo que hacía mucho más inquietante la posibilidad de sentirse atraído por una mujer que, sin ser del todo impresentable, sin ser una estrella del pop o una trapecista traficante de drogas, no era lo que esperaba su madre.
Por eso, cuando un par de días más tarde Charles llamó a Edith para salir con ella otra vez, lo hizo con una nube de melancolía en el corazón.
P
ara mi regocijo, no pasó mucho tiempo antes de que el hecho de que Edith y Charles salieran juntos empezara a llamar la atención. Las columnas de cotilleo que no tenían nada mejor que contar hablaban de ellos, y esos aburridos artículos de
Tatler
y
Harpers
sobre lo que la gente elegante come los fines de semana, lo que llevan en París o lo que hacen en Navidades empezaron a incluir a Edith como novia de Charles. En aquel momento la fascinación por los famosos estaba en pleno auge y puesto que, por definición, nunca hay suficientes famosos para abastecer el mercado (ya en un tiempo mucho menos ávido que la década de los noventa), los periodistas se ven obligados a sacar a sus dichosas «chicas de moda» o ex presentadoras de televisión para llenar huecos. Curiosamente, que Edith fuera del pueblo llano desempeñó un papel importante. Alguien la vio como una Cenicienta de nuestros días, la chica trabajadora que se ve transportada de repente al País de los Sueños, y escribió un artículo en un dominical titulado «El descubrimiento Lavery», en el que incluía varias fotografías grandes a todo color. Después de aquello se puso de moda. Al principio le molestaba que la describieran constantemente como alguien que ha ascendido en la escala social, pero poco a poco, a medida que el interés original de la prensa se desvanecía en una nube de artículos de moda, entregas de premios e invitaciones a programas vespertinos de televisión, Edith empezó a disfrutar de la atención que se le prestaba. Lo más seductor de ser perseguido por los sabuesos de la prensa era que, inevitablemente, se acaba por pensar que, si tanta gente está interesada en tu vida, es que debe de ser interesante, y Edith deseaba creerlo tanto como cualquier otra persona. Por supuesto, y supongo que irremediablemente, al cabo de un tiempo empezó a olvidar que se estaba haciendo famosa por ser famosa y nada más. Asistí a un almuerzo benéfico al que ella estaba invitada para entregar un premio de un periódico sensacionalista y recuerdo que después me comentó lo
espantosos
que eran los demás presentadores, comentaristas de deportes y diseñadores de moda, y que no entendía por qué los habían invitado. Yo le hice notar que incluso un comentarista de deportes de tres al cuarto se había ganado su popularidad, algo que ella no había hecho. Edith sonrió pero me di cuenta de que no me perdonaba aquel comentario. Había empezado a creerse su propia publicidad en una fase peligrosamente prematura.
Aquellos reportajes fotográficos y aquellos centímetros de papel en las columnas de los periódicos hicieron que, de un modo un tanto misterioso, empezara a vestirse mejor y más caro que antes. No estoy muy seguro de cómo lo logró, ya que no creo que Charles corriera con sus gastos en aquel momento. Probablemente llegó a uno de esos acuerdos con los diseñadores para que le dejaran los vestidos que llevaba una noche a cambio de la posibilidad de que aparecieran en la prensa. O tal vez los sufragara la señora Lavery. De haber tenido el dinero no le habría importado lo más mínimo.
Durante aquel tiempo vi mucho menos a Edith. A estas alturas no estoy seguro de que siguiera trabajando en Milner Street, pero lo más seguro es que sí, ya que nunca fue de las que se duermen en los laureles. Sin embargo, debía de estar mucho menos relajada en cuanto a lo que hacer a la hora del almuerzo. Pero una mañana del siguiente mes de marzo, meses después de que empezara a salir con Charles, la vi en un rincón del Australian comiendo un sándwich de atún y, después de comprarme una bebida, me acerqué a su mesa.
—Hola —dije—. ¿Puedo sentarme contigo o estás meditando?
Levantó la mirada con una sonrisa sorprendida.
—Siéntate. Eres justo la persona que necesitaba.
Parecía agobiada y seria y, en general, muy distinta de la rubia impasible a la que me tenía acostumbrado.
—¿Qué hay de nuevo, vieja?
—¿No irás por casualidad a casa de los Easton el fin de semana próximo?
—No. ¿Debería?
—Sería increíblemente oportuno que fueras.
—Bueno, no tengo nada mejor que hacer. Supongo que podría llamarles e invitarme. ¿Por qué?
—La madre de Charles da una cena en Broughton el sábado y me gustaría contar con alguna representación de mis amigos. ¿Crees que Isabel y David podrían ir?
—¿Estás de broma? Matarían por ir a Broughton.
—Pues ya está. Quiero que estés allí para calmarles. A Charles le caes bien.
—Pero si no me conoce.
—Bueno, por lo menos os han presentado.
Sabía lo que le preocupaba. Estaba harta de ser invisible. De estar rodeada todo el tiempo de gente que consideraba sistemáticamente que, si mereciera la pena conocerla, ya la habrían conocido antes. Quería un amigo suyo que no tuviera que presentar a Charles.
—Iré si a Isabel le viene bien tenerme en su casa.
Asintió agradecida.
—Si pudiera, te pediría que te quedaras en Broughton.
—Isabel no me lo perdonaría. ¿Has estado en su casa?
—No —yo puse cara de sorpresa y ella se encogió de hombros—. Sólo he ido a pasar alguna noche suelta y para algo muy concreto, y ya sabes cómo son ellos...
Lo sabía. No necesitaba más que recordar el brillo de los ojos de David en Ascot para saberlo.
—Bueno, y ¿cómo te va todo? No paro de leer sobre ti en las revistas.
Ella se ruborizó.
—Qué tontería, ¿verdad?
—Y te vi en
Esta mañana con Richard y Judy
.
—Dios mío. Tu vida debe de ser muy aburrida.
—Es que he tenido anginas, pero, además, Judy me cae muy bien —dije—. Siempre da la impresión de ser espontánea y sincera. Me gustó mucho cómo estuviste.
—¿De verdad? —parecía sorprendida—. A mí me parece que quedé como una idiota. Las fotografías no me importan, pero en cuanto abro la boca parezco completamente tonta. Estoy segura de que solo me llamaron porque Tara Palmer-Tomkinson les dejó plantados.
—¿Ah, sí?
—No lo sé. Me lo estoy inventando.
—Puede que la solución sea no hablar.
—Eso es lo que dice Charles, pero no cambiaría nada. De todas formas, citan lo que dices.
—Charles y tú hacéis una pareja estupenda. Tu madre debe de estar encantada.
Edith puso los ojos en blanco.
—Está como loca. Tiene miedo de encontrarse con Bobby en la ducha y que todo haya sido un sueño.
—¿Y puede pasar eso?
El rostro de Edith se endureció adquiriendo una expresión más propia de un palco en la
belle époque
que del Australian a la hora de la comida.
—No. Creo que no.
Arqueé las cejas.
—¿Tengo que felicitarte ya?
—Todavía no —dijo con firmeza—, pero prométeme que estarás allí el próximo sábado. A las ocho. De esmoquin.
—Muy bien. Pero tú tienes que decírselo a Isabel. ¿Quieres que escriba a lady Uckfield?
—No, no. Ya me ocupo yo de eso. Preséntate sin más.
Cuando aquella noche llamé a Isabel, Edith ya había hablado con ella y se habían puesto de acuerdo. Y así, unos días después me reunía con los demás en el salón de los Easton para tomar una copa antes de salir. David se mostraba torpe e irritable, intentando ocultar su desenfrenado nerviosismo por haber sido admitido finalmente en la ciudadela. Isabel estaba menos emocionada y, en consecuencia, menos preocupada por que se le notara.
—Bueno, ¿creéis que la cena se debe a algún motivo especial? —preguntó con una risita al verme entrar.
—No lo sé —dije yo—. ¿Tú qué crees?
David me puso una copa en la mano. Sus whiskys siempre estaban templados, lo que era un fastidio. Había leído en alguna parte que los caballeros no ponen hielo a sus bebidas.
—Isabel cree que van a anunciar su compromiso.
Evidentemente aquello se me había pasado por la cabeza, lo que explicaría por qué Edith quería tener a algunos amigos a su lado, pero mi educación me había hecho dudar de lo evidente.
—¿No habrían invitado a los padres de ella?
—Tal vez lo hayan hecho.
Qué idea tan genial. La imagen de Stella Lavery entrando en su habitación y descubriendo que el servicio le había deshecho las maletas y le había preparado el vestido de noche me reconfortaba el corazón. Todo el mundo merece algún momento en que la vida sea Absolutamente Perfecta.
—Bueno, no falta mucho para que lo sepamos.
Isabel miró el reloj.
—¿No deberíamos irnos ya?
—Todavía no. Tenemos tiempo de sobra —David se podía permitir retrasar su momento ahora que estaba asegurado—. ¿Os apetece otra copa?
Pero Isabel se salió con la suya y partimos hacia nuestra primera pero (como todos pensábamos en nuestro fuero interno) probablemente no última visita privada a Broughton Hall.
La casa no parecía menos imponente que en otras ocasiones, pero el hecho de haber penetrado en aquella fortaleza hacía que su frialdad resultara gratificante. De pie ante la puerta que ya conocíamos, llamamos al timbre.
—No sé si tenemos que entrar por esta puerta —dijo Isabel, pero antes de que pudiéramos seguir dudando, la abrió un mayordomo que nos escoltó escaleras arriba hasta el Salón Rojo. Creo que me sorprendió comprobar que, al parecer, la familia utilizaba aquellos salones que se exhibían al público. Me había imaginado que nos conducirían a una salita elegante y apartada del primer piso donde los retratos y el mobiliario Luis XV alternara con sofás mullidos y
chintz
, que era lo normal en estos casos. Más tarde me enteraría de que yo tenía razón y que el hecho de que tomáramos las copas en el Salón Rojo y cenáramos en el Comedor Principal tendría que haber descubierto el juego de inmediato. En cualquier caso, cuando entré y vi a la señora Lavery de pie junto a la chimenea, al lado de la rolliza figura de lord Uckfield, lo supe. Edith lo había logrado y nosotros estábamos allí para ser testigos de su triunfo.
Lady Uckfield se nos acercó. Era una mujer menuda, de esqueleto ligero y que debió de ser increíblemente bella en su juventud; a primera vista parecía muy poco imponente, incluso diría que hospitalaria. Aquella primera impresión siempre me viene a la memoria como la más errada de toda una vida de primeras impresiones equivocadas. Cuando habló lo hizo con una voz ligera y atemperada, y la modulación tremendamente anticuada que uno asocia con los documentales de los tiempos de la guerra.
—Me alegro muchísimo de que hayáis podido venir —dijo en tono brillante con una alegre sonrisa—. Sobre todo tú que vienes desde Londres.
Al decir esto se dirigió a mí. Lo hacía para demostrar que había hecho los deberes y sabía exactamente quiénes éramos.
—Qué amable por su parte habernos invitado.
Conozco el juego y sus respuestas.
—En absoluto. Estamos
encantados
de que estéis aquí.
Lady Uckfield hablaba con una especie de intimismo que impregnaba todo lo que decía, como si siempre te estuviera haciendo partícipe de un chiste privado que solo pudieras entender tú (fuera quien fuese su interlocutor). Hoy en día la recuerdo como la mayor experta en relaciones sociales que haya podido conocer. También tenía una tremenda seguridad en sí misma. Yo sabía que había sido la hija más guapa de un marqués y entonces, siendo yo más joven, creía que bastaba eso para justificar su confianza, pero ahora sé que esas cosas no van necesariamente emparejadas y más tarde supe que, como a todos nosotros, a ella le había tocado sufrir lo suyo. Puede que aquello la hubiera fortalecido, o puede que hubiera nacido fuerte; fuera cual fuese la razón, cuando yo la conocí era una perfeccionista inquebrantable y total. Todas las veladas a las que he asistido como invitado suyo estaban pensadas con el mismo cuidado que un salero de Cellini. Desde la clase de patatas a la colocación de los cojines, no dejaba nada al azar o a la elección de otros.