Esnobs (5 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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Juzgando por esas maquinaciones se podría sacar la falsa impresión de que, en aquel momento de su vida, Edith era una mujer despiadada, interesada solo en el dinero, pero eso sería hacerle una injusticia. Y a ella le habría sorprendido. Si se le hubiera preguntado si era materialista, ella habría contestado que era práctica; si se le hubiera preguntado si era esnob, habría dicho que cosmopolita. Después de todo leía novelas, iba al cine, conocía la existencia de la felicidad, creía en el amor. Pero veía su carrera como algo primordialmente social (¿cómo podría no serlo?), y si iba a ser social, ¿cómo podría llamársele carrera si no iba acompañada de dinero y posición? Bien es verdad que en la década de los noventa semejantes ambiciones se consideraban algo anticuadas, pero Edith no sentía la necesidad de empeñarse en montar una arrolladora cadena de salones de belleza o de editar una nueva revista. En cuanto a una carrera profesional, había perdido la oportunidad diez años atrás, cuando dejó los estudios. Y ya no era degradante querer ser dependiente. Su generación de niñas alimentadas con arroz integral y vestidas con trajes tiroleses había dado paso a un mundo postacherista más implacable y, en cierto sentido, ¿no estaban sus aspiraciones más en sintonía con ese cambio?

Aun así, siendo ambiciosa y hecha a la idea aunque con ciertas reservas de que sería un hombre el que le abriría la verja dorada de la realización personal, no sería exacto decir que Edith era fundamentalmente una esnob. Sobre todo si se la comparaba con su madre. Se decía a sí misma que prefería estar dentro mirando hacia afuera que al revés, pero estaba más interesada en el prestigio (o en el poder, por utilizar su nombre menos dulce) que en la clase. Quería estar en el centro de todo. Quería un ganador, no una corona. Dentro de unos límites, eso sí. No buscaba un comerciante enriquecido, pero tampoco necesitaba un conde. Lo que probablemente explica cómo se hizo con uno.

Clavó la mirada en la imagen que le devolvía el espejo. Se había puesto un vestido negro corto de seda salvaje. Lo que su madre habría llamado «el clásico modelito negro», el eterno recurso de la Dama Londinense. Era un vestido de buen corte, bastante caro y, aparte de un brazalete francés de bisutería, no llevaba ningún adorno. Estaba guapa y elegante, con un ligero toque de severidad que cierta clase de hombres ingleses encuentran intrigante y se dio por satisfecha. No era vanidosa, pero se alegraba de que no le hubiera tocado en suerte una cara poco atractiva. Sonó el timbre.

Había considerado la idea de decirle a Charles que la esperara abajo, pero podría haber pensado que ocultaba algo mucho más comprometedor que un padre bastante aburrido y una madre esnob, así que decidió pedirle que subiera pero presentarle a la manera norteamericana, sólo por el nombre de pila. Una costumbre moderna que ella en particular detestaba, ya que retenía la única parte del nombre que podía dar alguna información. Su madre la derrotó en cuanto saltaron a la arena.

—¿Charles qué? —dijo mientras Kenneth les preparaba unas copas.

—Broughton —contestó Charles con una sonrisa. Edith notó cómo a su madre se le helaba la sangre en las venas, pero de algo tenía que servirle a su madre haber sido una admiradora de Isabel I durante toda su vida. La máscara permaneció sonriente pero inmutable.

—¿Y cómo has conocido a Edith?

—Nos conocimos en Sussex, en casa de mis padres.

—Mientras estaba en casa de Isabel y David.

—Ah, o sea que ¿conoces a los Easton?

Charles asintió y Edith se lo agradeció profundamente. No estaba preparado para decir: «No, no los conozco y no nos presentaron en una fiesta privada. Conocí a su hija porque compró una entrada para ver mi casa». Esa era más o menos la realidad, pero decirlo habría sido iniciar la velada con mal pie. De todos modos, una vez salvado aquel escollo, Edith dio por terminada la conversación antes de arriesgarse a una segunda contingencia. Así que cuando se subieron al brillante Porsche que les esperaba abajo, en vez de sentirse nerviosa se sintió más bien aliviada.

—Había pensado ir a Annabel’s.

—¿Ahora? —le había sorprendido y habló sin pensar.

—¿Te parece bien? No tenemos por qué ir si no quieres —Charles parecía ligeramente ofendido y ella se sintió mal por haber reaccionado impulsivamente a lo que él debía de considerar una deferencia. La idea de que hubiera organizado la velada pensando en ella era muy gratificante.

—Estupendo —sonrió tiernamente ante la cara franca, agradable y algo simple de él—. Es que siempre he ido más tarde. Creo que nunca he cenado allí.

—A mí me gusta bastante.

Arrancó y ambos quedaron en silencio hasta que detuvo el coche delante de la famosa entrada al sótano de Berkeley Square. Charles se apeó y le entregó las llaves al portero. Edith siempre había ido a Annabel’s con jóvenes que aparcaban en la plaza e iban andando hasta el club. Saber que salía con una persona que no necesitaba mirar lo que gastaba le producía una sensación reconfortante. Bajaron los escalones y cruzaron la puerta que había al fondo. Charles se registró en la entrada entre múltiples y variados «buenas noches, milord».

Prácticamente no había nadie en el bar y parecía haber todavía menos gente en el restaurante. La pista de baile vacía resultaba oscura y sombría con los espejos negros reflejando el vacío. Charles pareció desconcertado al principio, y luego avergonzado.

—Tienes razón. Es demasiado pronto. Creo que no se empieza a animar hasta las diez o así. ¿Quieres que vayamos a otro sitio?

—Desde luego que no —dijo ella con una sonrisa amplia mientras se sentaba en la mesa elegida—. Ahora dime qué se puede comer aquí.

Todavía no había decidido qué le parecía Charles, pero de una cosa estaba bien segura: aquella velada iba a ser un éxito aunque le costara la vida. El menú les proporcionó unos minutos de charla de preámbulo. Charles sabía de comida y bebida, y estuvo encantado de tomar el mando, aunque, en realidad, ella solo le había pedido ayuda con el fin de confirmar su papel de muchachita indefensa que encajaba bien con la imagen de chica buena y núbil que era. Lo último que quería era que él empezara a pedir disculpas. Eso lo había aprendido por experiencia. Pero, llegado el momento, Charles eligió acertadamente y la cena fue estupenda.

Charles Broughton no era lo que se dice un hombre guapo. Tenía la nariz demasiado larga y los labios demasiado finos para serlo. Pero a la luz de las velas no resultaba feo. Era lo que Nanny habría calificado de «distinguido». Tenía tal aire de caballero inglés que podría haber sido un actor de Central Casting
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y Edith descubrió que se sentía bastante atraída físicamente por él. Mucho más de lo que había imaginado. Se sorprendió ligeramente al darse cuenta de que estaba deseando que la sacara a bailar.

—¿Pasas mucho tiempo en Londres? —preguntó.

Él negó con la cabeza.

—No, por Dios. Lo menos posible.

—O sea que normalmente estás en Sussex.

—Casi todo el tiempo. También tenemos una casa en Norfolk. Tengo que ir allí de vez en cuando.

—Qué raro. Te consideraba una persona muy sociable.

—¿Yo? Debes de estar de broma —se rio en alto—. ¿Y eso por qué?

—No lo sé.

Lo que sí sabía era que no estaba dispuesta a admitir que había leído cosas sobre él en diversas publicaciones. Puesto que se habían encontrado en Ascot todo parecía corroborar su imagen preconcebida. Era una falsa impresión que duró algún tiempo antes de que fuera tajantemente rectificada.

Lo cierto era que, como la mayor parte del género humano, Charles asistía a fiestas si le invitaban y no se presentaba nada mejor que hacer, pero no tenía demasiados amigos —al menos no había hecho muchos en los últimos años— y se veía como un hombre del campo que ayudaba a su padre a administrar las posesiones y casas que Dios había tenido a bien confiar a su cargo. Ni cuestionaba ni se resistía a su posición, pero tampoco se aprovechaba de ella. Si en alguna ocasión se hubiera planteado asuntos como el patrimonio o el rango, solo habría dicho que se sentía muy afortunado. Pero no lo habría dicho en voz alta.

A pesar de lo que Edith pudiera pensar, no la había llevado a Annabel’s como parte de una estrategia romántica. Lo cierto era que, sin admitirlo en su interior, le gustaba llevar a las chicas a sitios en los que le conocían. Le daba un toque a la cena que el anonimato no tenía.

—¿Has vivido mucho en el campo?

—No mucho, la verdad —Edith se dio cuenta de que aquella respuesta era algo extraña, porque nunca, ni siquiera durante una hora, había «vivido» en el campo. A no ser que contara el internado, que por supuesto no contaba. Pero el campo le gustaba. Había ido mucho de visita. Había ido a cazar. A montar a caballo. No era una mentira total. Matizó—: Por el trabajo de mi padre, ya sabes.

Charles asintió.

—Supongo que tiene que viajar mucho.

—Mucho —dijo Edith encogiéndose de hombros.

Realmente, durante los treinta y dos últimos años, Kenneth Lavery solo había tenido que viajar en metro y a la misma oficina del centro. Había tenido que ir una vez a Nueva York y otra a Rotterdam. Y eso había sido todo. Esta ligera modificación de la realidad nunca fue aclarada. Charles pasó el resto de su vida convencido de que el padre de Edith era una especie de ejecutivo internacional, siempre volando entre Hong Kong y Zúrich. Sin embargo, al crear esta falsa imagen Edith había acertado con Charles. Un hombre de negocios con
jet lag
permanente es mucho menos pequeño burgués que un oficinista con un billete de metro de la Piccadilly Line, dirección norte, y a Charles esas cosas le gustaban.

El tiempo pasaba y el club se iba llenando.

—¡Charlie!

Edith levantó la mirada y vio a una morena guapa con un vestido de cóctel de lentejuelas de buen corte que se dirigía hacia ellos. Iba acompañada de un ballenato, o más bien lo arrastraba. Él vestía un traje que debía de haber necesitado una pieza entera de tela y una inmensa corbata de lunares. Cuando llegaron a su lado, Edith reparó en los regueros de sudor que le caían por detrás de las orejas y sobre su gordo y enrojecido cuello.

—Jane. Henry —Charles se levantó y señaló a Edith—. ¿Conocéis a Edith Lavery? Henry y Jane Cumnor.

Jane estrechó la mano de Edith con un apretón rápido y sin fuerza y se volvió hacia Charles mientras se sentaba a la mesa y se servía una copa de su vino.

—Estoy seca. ¿Cómo estás? ¿Qué te pasó en Ascot?

—No me pasó nada.

—Creía que íbamos a comer todos juntos el jueves. Con los Weatherby. Te buscamos por todas partes antes de rendirnos. Camilla se llevó una gran desilusión.

Le dedicó a Edith una media sonrisa artificial, invitándola ostentosamente a unirse a la broma. Naturalmente, lo que en realidad hacía era excluirla de ella.

—Bueno, pues no tenía por qué. Les dije a ella y a Anne que ese día comía con mis padres.

—Ni que decir tiene que lo olvidaron por completo. En fin, ya no tiene importancia. Por cierto, dime una cosa: ¿vas a ir a casa de Eric y Caroline en agosto? Me han jurado que vas, pero me parecía poco de tu estilo.

—¿Por qué?

Jane se encogió de hombros con un movimiento lánguido y sinuoso.

—No sé. Creí que odiabas el calor.

—Aún no lo he decidido. ¿Vosotros vais a ir?

—No lo sabemos, ¿verdad, querido? —alargó la mano hacia su jadeante marido y masajeó su rolliza mano—. Vamos muy retrasados con todo lo de Royton. Apenas estamos en casa desde que Henry se metió en política. Tengo la siniestra premonición de que vamos a pasar allí todo el verano —una vez más ensanchó la sonrisa para incluir a Edith.

Edith le sonrió a su vez. Conocía muy bien el afán por parte de la clase alta de demostrar que todos se conocen y que hacen lo mismo con la misma gente. Quizá este fuera un ejemplo desusadamente exagerado de mentalidad restrictiva pero, al mirar a lord Cumnor, alias Henry el Motor Verde, no resultaba difícil adivinar que Jane había hecho algunos sacrificios para adquirir la posición que disfrutaba, fuera la que fuese.

—¿Estás muy metido en política? —le preguntó Edith a Henry, que parecía estar recuperándose del esfuerzo que le había supuesto cruzar la sala.

—Sí —dijo él, y se volvió hacia los otros.

Edith había sentido cierta lástima por él, pero enseguida se dio cuenta de que él no se percibía de la misma manera. Estaba feliz de ser quien era. De la misma manera que estaba encantado de demostrar que conocía a Charles y no a Edith. Pero Charles no estaba dispuesto a consentir que los Cumnor fueran groseros con la chica que había invitado a cenar, así que, consciente y deliberadamente, se retomó la conversación con ella.

—Henry se lo toma horriblemente en serio desde que ganó el escaño. ¿Cuál fue tu última causa? ¿Verduras orgánicas para los presos?

—Ja, ja —rio Henry.

Jane salió en ayuda de su marido.

—No seas pelma. Ha hecho mucho en favor de la dieta nacional, ¿verdad, querido?

—Lo que no incluye seguirla, por lo que veo —dijo Charles.

—Ahora te ríes pero ya vendrán a por ti cuando muera tu padre. Ya verás —dijo Jane.

—No lo creo. La próxima vez ganarán los laboristas y eliminarán los títulos hereditarios antes de que puedas decir amén.

—No seas tan pesimista —Jane no quería ni oír que el mundo en el que había cifrado todas sus esperanzas estaba en peligro de extinción—. Además, tardarían años en encontrar una fórmula que funcione mejor que los lores.

Charles se levantó y sacó a bailar a Edith.

Mientras se abrían paso hasta la pista, abarrotada ya de banqueros iraníes con sus amantes, ella lo miró enarcando las cejas, y él sonrió.

—Henry no está mal.

—¿Sois muy amigos?

—Es una especie de primo. Le conozco de toda la vida. Dios mío, qué gordo está, ¿verdad? Está hecho una bola.

—¿Cuánto tiempo llevan casados?

—Cuatro o cinco años, creo.

—¿Tienen niños?

Hizo una mueca divertida con la boca.

—Dos niñas. Pobre Henry. Setchell le atiborra de oporto y queso y sólo Dios sabe de qué más.

—¿Por qué?

—Para tener un niño, naturalmente. Para tener el dichoso niño.

—¿Qué pasaría si no lo tuvieran?

Charles frunció el ceño.

—No tiene hermanos. Creo que el título lo hereda un fulano de Sudáfrica, aunque no sé si los bienes se los quedaría él o las niñas. De todas formas, todavía son jóvenes. Todavía lo seguirán intentando unos cuantos años, creo yo.

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