La señora Lavery, madre de Edith, se consideraba a sí misma un ave de muy diferente plumaje al de su marido, a pesar de lo mucho que lo quería. Su padre no había sido más que coronel del ejército en la India, pero el detalle importante era que la madre
de este
era bisnieta de un
baronet
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dedicado a la banca. Aunque de un modo muy amable, la señora Lavery era esnob hasta un punto que rayaba en el delirio y por eso su frágil conexión con aquel mundo, el más bajo de los títulos hereditarios, le llenaba con la cálida sensación de pertenecer a ese círculo de categoría y privilegio en el que su pobre marido siempre sería un extraño. Esto no era motivo suficiente para que el señor Lavery reprobara a su mujer. Por el contrario, se sentía orgulloso de ella. Después de todo era una mujer alta y de buena presencia que sabía vestir y, en todo caso, encontraba bastante divertida la idea de que la expresión
«noblesse oblige»
(una de las favoritas de la señora Lavery) no tuviera nada que ver con su casa.
Vivían en un espacioso piso de Elm Park Gardens, que estaba casi en los límites de Chelsea, y que no era demasiado del gusto de la señora Lavery. Aun así, no estaba exactamente en Fulham, ni lo que sería todavía peor, en Battersea, nombres que habían empezado a figurar en el mapa mental de la señora Lavery muy recientemente. Seguía sintiendo la emoción de lo desconocido, como un intrépido explorador que se aventura a alejarse más y más de la civilización, cada vez que la invitaban a cenar a casa de alguno de los hijos casados de sus amigas. Escuchaba asombrada las conversaciones sobre la buena compra que había sido la «tostadora» o cómo les gustaba a los niños jugar en aquel pisito diminuto de Marloes Road. A la señora Lavery todo aquello le sonaba a chino. En lo que a ella respectaba, se encontraba en el infierno hasta que regresaba al otro lado del río, su particular laguna Estigia, que siempre dividiría el inframundo de la Vida Real.
Los Lavery no eran ricos pero tampoco pobres y, al no tener más que una hija, nunca pasaron estrecheces. Edith fue a un jardín de infancia de categoría y luego a Benenden («No,
no
porque la princesa asistiera a esa escuela, sino porque nos pareció la mejor opción»). A la señora Lavery le habría gustado que Edith hubiera continuado su educación en la universidad, pero cuando los resultados de los exámenes se mostraron claramente insuficientes, al menos para las instituciones a las que hubieran querido enviarla, la señora Lavery no cedió al desánimo. Su gran ambición siempre había sido presentar a su hija en sociedad.
Ella no había sido presentada en sociedad, de lo que se sentía profundamente avergonzada. Intentaba ocultarlo bajo un cúmulo de divertidas anécdotas sobre lo bien que se lo había pasado cuando era joven y, si alguien la obligaba a dar detalles concretos, contaba con un suspiro que su padre había sufrido un revés en los años treinta (circunstancia que felizmente la relacionaba con el
crash
de Wall Street, con Scott Fitzgerald y Gatsby). En otras ocasiones, tergiversando las fechas, echaba la culpa a la guerra. En cualquier caso, en el mundo menos permisivo socialmente hablando de los años cincuenta existían líneas de división más definidas entre los que pertenecían a la alta sociedad y los que no, hecho que la señora Lavery se había visto obligada a aceptar en lo más hondo de su alma. La familia de Stella Lavery era de las que no pertenecía. Envidiaba secretamente a aquellas de sus amigas que se habían conocido durante su presentación en sociedad, e incluso las odiaba por incluirla en sus recuerdos de Henrietta Tiarks o Miranda Smiley, fingiendo que ella también había sido «presentada en sociedad» cuando sabían perfectamente que no; y ella sabía a su vez que ellas lo sabían. Por esa razón había decidido desde el primer momento que tales carencias no ensombrecieran la vida de su adorada Edith. (Por cierto, el nombre de Edith fue elegido por su fragante evocación de una Inglaterra más apacible y mejor, y tal vez, inconscientemente, para sugerir que era un nombre familiar heredado de una belleza eduardiana, lo cual no era cierto.) En cualquier caso, la chica estaba destinada a entrar en el círculo de los privilegiados. Puesto que en los años noventa la Presentación en la Corte formaba parte del pasado más remoto, lo único que tuvo que hacer la señora Lavery fue convencer a su marido y a su hija de que el tiempo y el dinero que emplearan en darla a conocer sería una inversión rentable.
No necesitó insistir con ninguno de los dos. Edith no tenía planes concretos para su vida de adulta y retrasar un año el momento de toma de decisiones yendo de fiesta en fiesta le pareció una buena idea. En cuanto al señor Lavery, disfrutaba de la visión de su mujer y su hija en el
beau monde
y costeaba sus gastos con gran satisfacción. Los contactos que la señora Lavery había ido atesorando fueron suficientes para que Edith entrara en la lista de Peter Townend de puestas de largo, y su propia belleza le proporcionó un lugar en el desfile de moda de Berkeley. Después de aquello todo fue pan comido. La señora Lavery asistía a los almuerzos de las madres, preparaba los vestidos que su hija llevaba a los bailes de las casas de campo y, en resumen, se lo pasaba en grande. Edith también disfrutó de lo lindo.
A la señora Lavery sólo le quedó una reserva: cuando la Temporada acabó, cuando el último baile benéfico del invierno cerró sus puertas y los recortes del
Tatler
estuvieron almacenados en el álbum junto a las invitaciones, nada parecía haber cambiado. Edith había sido invitada por las hijas de varios nobles —entre los que figuraba un duque, lo que les había parecido particularmente emocionante— y, por supuesto, todas esas chicas habían asistido a la fiesta de Edith en Claridge’s (una de las veladas más felices de la señora Lavery), pero las amigas que permanecieron a su lado una vez acabaron las fiestas eran muy similares a las chicas que traía a casa cuando iba al colegio: hijas de prósperos hombres de negocios de clase media alta. En realidad, exactamente lo que era Edith, pero no por ello fue del agrado de la señora Lavery. Llevaba tanto tiempo atribuyendo su dificultad para alcanzar los peldaños más elevados de la sociedad londinense (a la que ella se refería empleando un tono cómplice como «la Corte») al hecho de haber carecido ella de un lanzamiento adecuado, que esperaba mejores cosas para su hija. Tal vez su entusiasmo le impedía ver una verdad más sencilla: el hecho de que la Temporada hubiera recibido a su hija con los brazos abiertos significaba que en los años ochenta ya no era la institución exclusiva que había sido en la juventud de la señora Lavery.
Edith era consciente de la desilusión de su madre, pero, a pesar de no ser inmune a los encantos de la clase y la fortuna, como descubriría más tarde, no veía muy claro cómo esperaba que lograra entrar en la intimidad de las hijas de las Grandes Casas. Para empezar, ellas parecían conocerse desde la cuna y, por otro lado, no podía evitar pensar que era difícil sumarse a su forma de vida viviendo en un piso de Elm Park Gardens. Al final, acabó manteniendo con las chicas de su año una relación superficial, pero cuando este concluyó volvió a encontrarse en la misma posición que ocupaba al acabar en el colegio.
Me enteré de todo esto al poco tiempo de conocernos en casa de los Easton porque resultó que ella trabajaba atendiendo el teléfono de una inmobiliaria de Milner Street, en la esquina del edificio donde yo tenía mi apartamento en un semisótano. Empecé a encontrármela en Peter Jones, o comiendo un sándwich en el
pub
del barrio, o comprando leche en Partridges y, poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos fuimos haciendo muy amigos. Un día me la encontré saliendo del General Trading Company a la una de la tarde y la invité a comer conmigo.
—¿Has visto a Isabel últimamente? —le pregunté mientras nos acomodábamos en una mesa de uno de esos restaurantes italianos en los que los camareros hablan a gritos.
—Cené con los dos la semana pasada.
—¿Va todo bien?
Todo iba bien, o bastante bien. Estaban embarcados en un drama escolar con su hijo. Isabel había descubierto que el niño tenía dislexia y yo lo sentí por el director del colegio.
—Me preguntó por ti. Le dije que te había visto —dijo Edith.
Comenté que creía que Isabel todavía no me había perdonado por no decirle que conocía Charles Broughton, y Edith se rio. Fue entonces cuando me habló de su madre. Le pregunté si le había contado a la señora Lavery nuestra visita a Broughton. Se daba la circunstancia de que aquella mañana tenía muy presente a Charles porque había visto un artículo sobre solteros deseables en una de esas revistas estúpidas y él encabezaba la lista. Me sonroja decir que me había impresionado bastante la lista de sus posesiones.
—Ni loca. No vaya a ser que empiece a maquinar.
—Debe de ser muy susceptible.
—Lo es, y mucho. Me veo arrastrada por el pasillo central de la iglesia casi sin darme cuenta.
—¿No quieres casarte?
Edith me miró como si estuviera loco.
—Por supuesto que quiero casarme.
—¿No te ves como mujer de carrera? Creía que todas las mujeres de hoy querían tener una carrera.
No sé por qué caí en aquel absurdo antifeminismo que no refleja en absoluto mis ideas.
—Bueno, no quiero pasarme el resto de mi vida contestando al teléfono en una agencia inmobiliaria, si es eso a lo que te refieres.
Una reprimenda bien merecida.
—No era exactamente eso en lo que estaba pensando —aduje.
Edith me miró con condescendencia, como si tuviera que ayudarme a repasar la tabla de multiplicar del tres.
—He cumplido veintisiete años. No tengo ninguna cualificación y, lo que es peor, ningún talento especial. Además tengo gustos que requieren, como mínimo, ochenta mil libras al año. Cuando muera mi padre le dejará todo lo que tiene a mi madre y calculo que ninguno de los dos saldrá de escena mucho antes de 2030. ¿Qué sugieres que haga?
No sé por qué, pero aquel pragmatismo a lo Anita Loos de la muchachita que tenía delante con su diadema y su pulcro traje azul marino me dejó sin palabras.
—O sea ¿que piensas casarte con un hombre rico? —aventuré.
Edith me miró misteriosa. Tal vez pensara que había hablado demasiado, tal vez estuviera intentando adivinar si yo la juzgaba y, de ser así, si salía bien parada. Mirarme debería haberla tranquilizado, porque siempre he pensado que cuanto antes decida uno lo que realmente espera de la vida, más oportunidades tendrá de evitar la inevitable enfermedad moderna de la crisis de la mediana edad.
—No necesariamente —contestó a la defensiva—. Pero es que no me puedo imaginar felizmente casada con un hombre pobre.
—Me hago cargo.
Después de aquel almuerzo no vi a Edith durante algún tiempo. Me dieron un papel en una de esas insufribles mini series norteamericanas y tuve que pasar varios meses entre París y, por desgracia, Varsovia. Aquel trabajo incluía la triste experiencia de pasar la Navidad y el Año Nuevo en un hotel extranjero de esos en los que dan queso para desayunar y donde todo el pan está duro, y para cuando regresé a Londres en mayo, no tenía la sensación de que mi arte hubiera progresado demasiado. Eso sí: estaba un poco mejor económicamente que cuando me fui. Poco después de volver a casa recibí una tarjeta de Isabel en la que me invitaba a asistir con ellos al segundo día de Ascot. Debía de haberme perdonado durante mi ausencia. Creí que tendría que rechazar la invitación, ya que no había renovado mi abono de entrada al Recinto Real, pero resultó que mi madre (que con gestos como aquel demostraba su desafiante negativa a aceptar el trabajo y la vida que yo había elegido) lo había hecho por mí. Hoy, en estos tiempos menos elegantes, no sería posible sacar el abono para otra persona, ni siquiera para un hijo, pero entonces sí se podía. De hecho, ella había asumido aquella responsabilidad anual en mi juventud y se mostraba reacia a abandonarla.
—Te arrepentirás si te lo pierdes —solía decir cuando yo le decía que no tenía intención de asistir a las carreras.
Y, en esta ocasión, mi madre tenía razón. Acepté la invitación de Isabel con la media sonrisa que la perspectiva de un día en Ascot dibuja invariablemente en mis labios.
Como muchas instituciones famosas, la imagen y la realidad del Recinto Real de Ascot guardan muy poca relación, si es que guardan alguna. El solo nombre de «Recinto Real» (por no hablar de la voraz cobertura de la prensa del corazón) sugiere imágenes de príncipes y duquesas, bellezas famosas y millonarios exóticos paseando por céspedes bien recortados con
haute couture
. De esa imagen, yo creo que sólo puedo dar fe de la calidad del césped. La inmensa mayoría de los asistentes al recinto son hombres de negocios de mediana edad vecinos de las urbanizaciones más caras de Londres. Van acompañados de señoras que llevan vestidos totalmente inadecuados para algo así, generalmente de gasa. Sin embargo, lo que hace que esa disparidad entre el sueño y la realidad sea tan chocante y divertida es el apoyo incondicional que prestan a esa fantasía los propios participantes. Incluso los miembros de la alta sociedad, o mejor dicho, de las clases alta y media alta, que sí asisten al evento, disfrutan con deleite vistiéndose y comportándose como si realmente estuvieran en el acontecimiento elegante y exclusivo del que hablan los periódicos. Sus mujeres lucen trajes igualmente inapropiados pero más favorecedores y se pavonean saludándose unas a otras como si estuvieran en una recepción en Ranelagh Gardens a finales del siglo dieciocho. Uno o dos días al año, esa gente trabajadora se permite el lujo de aparentar que pertenecen a una clase ociosa ya desaparecida, de fingir que el mundo que añoran y admiran y al que creen que pertenecerían si aún existiese (aunque, por lo general, no es cierto) está vivito y coleando y reside cerca de Windsor. Son pretensiones frágiles y vulnerables y por eso, al menos para mí, encantadoras. Pasar un día en Ascot siempre me pone de buen humor.
David me recogió en su Volvo de cinco puertas y al subirme a él me encontré con Edith, a quien ya esperaba, y a otra pareja: los Rattray. Simon Rattray trabajaba para Strutt and Parker
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y hablaba sin parar de caza. Su mujer, Venetia, hablaba muy poco de sus hijos y mucho menos de todo lo demás. Elegimos el camino de la M4 y atravesamos Windsor Great Park hasta llegar al hipódromo y a la plaza de aparcamiento de David, que quedaba algo alejada de la entrada. Para él era una permanente causa de irritación no tener acceso al aparcamiento Número Uno y siempre volcaba su frustración en Isabel, que le iba dando las indicaciones para llegar. A mí no me importaba; para mí se había convertido en parte de Ascot (como mi padre haciendo aspavientos por las luces del árbol todas las Navidades, uno de los pocos recuerdos vívidos que guardo de mi infancia).