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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

Esnobs (27 page)

BOOK: Esnobs
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—Creo que depende del éxito que tenga Simon.

Charles movió la cabeza con impaciencia.

—Imagino que no le resultaría difícil vivir con Jude Law, pero este tipo ¿quién es? Yo nunca he oído hablar de él. Edith se ha acostumbrado a vivir a todo tren, ya lo sabes.

Vaya si lo sabía.

—No es fácil saberlo. Ha empezado a hacer algunos papeles importantes. Es probable que le den el protagonista de una serie de televisión, y entonces no habrá quien le pare.

—Pero puede que no.

Eso era absolutamente cierto. Las personas que no pertenecen a este mundillo exterior hablan de los actores «de éxito» refiriéndose a las estrellas que conocen, y consideran «sin éxito» al sesenta por ciento restante que nunca consiguen vivir del espectáculo decentemente. No hace falta ser un genio de las matemáticas para darse cuenta de que entre uno y otro grupo existe una considerable multitud que viven bien, ganan sueldos razonables, son conocidos en la profesión y pueden ser elegidos para un papel en televisión y ver cómo cambia su suerte, como les gusta decir a los periódicos, «de la noche a la mañana». Esa es la trampa del mundo del espectáculo. Es fácil dejar algo cuando no te van bien las cosas, casi imposible cuando el éxito está cerca. Simon Russell estaba en esta categoría.

Gané un poco de tiempo mientras nos servían el segundo plato.

—La cuestión, Charles, es qué argumento puedo utilizar que sirva de algo. Como ya te he dicho, creo que está bastante loca, pero es una mujer adulta. Abandonar todo lo que le has ofrecido para irse a vivir con un actor de talento limitado y medios todavía más limitados me resulta totalmente incomprensible. Pero ella ya lo sabe y no sé qué más puedo añadir que sea de alguna utilidad.

—Supongo que está enamorada de él. Supongo que es por el sexo —dijo la palabra como si la mordiera y dos hombres de la mesa contigua nos miraron fugazmente.

—Puede que sea por el sexo —dije—. Pero no estoy nada seguro de que esté enamorada de él.

Charles frunció el ceño acusador.

—No sé qué quieres decir —dijo, y volvió a raspar con saña los huesos de las chuletas de cordero, como si quisiera arrancarles hasta el último resto de sustancia comestible.

Era evidente que Charles no estaba preparado para aceptar que su mujer diferenciara entre estos dos elementos, que fuera capaz de dar placer a su cuerpo sin que el corazón participara. Eso me hizo tenerle más cariño.

No hablamos mucho más. Lo único que sé es que, para cuando pasé por Piccadilly, bajo la arcada del Ritz en dirección a la estación de metro de Green Park, me había comprometido a llamar a Edith e intentar «razonar» con ella.

Capítulo 15

E
dith estuvo encantada de que nos viéramos «siempre y cuando no vayas a echarme un sermón». No debería haberme sorprendido. Freud tenía una palabra especial para este «afán de descubrirnos» que a todos nos afecta. Edith quería discutir la situación con alguien que conociera a todos los personajes implicados y, dado que además aspiraría a una cierta comprensión por parte del oyente, yo era probablemente el único candidato. Quedamos en un restaurante barato y gracioso de Milner Street, que desgraciadamente ya ha desaparecido víctima de los constructores, al que íbamos algunas veces en los tiempos en que trabajaba en la agencia inmobiliaria. Cuando llegué me la encontré ya sentada en una mesa retirada. Llevaba un pañuelo en la cabeza que le tapaba parte de la frente. Era todo muy emocionante.

—Supongo que Charles te ha obligado a pasar por esto —dijo. Yo asentí porque de alguna manera consideraba que lo había hecho—. ¿Qué tal está?

—¿A ti qué te parece?

—Pobrecito.

—Desde luego.

Arrugó la nariz enfadada.

—No me vayas a hacer quedar como la mala.

—Pero es que creo que eres la mala.

La llegada de una camarera nos interrumpió, tal vez oportunamente. Era incuestionable que Edith estaba disfrutando enormemente de la aventura.

—¿Qué tal Simon? —quise saber.

—Fantástico. Está comiendo con su nueva representante. Al parecer piensa que es el sucesor natural de Simon McCorkindale.

—Y eso es bueno, ¿no?

—Muy bueno —dijo animada mientras me lanzaba una mirada de advertencia—. En cualquier caso es mejor que su representante anterior, que parecía pensar que cada vez que conseguía un papel era por pura suerte.

—¿Está trabajando?

—Está a punto de estrenar una obra en Bromley. Una reposición de
Rebecca
. Dicen que es posible que entren en el West End.

—Edith, el día que una reposición de
Rebecca
estrenada en Bromley entre en el West End las ranas habrán criado pelo.

—Pues eso es lo que le han dicho.

—Dicen esas cosas por dos motivos: uno, para convencerte de que lo hagas, y dos, para que puedas contar a tus amigos algo menos patético cuando te pregunten qué estás haciendo. Recuerda que este es mi mundo.

Ella asintió suavemente.

—Me imagino que por eso te ha elegido Charles para hablar conmigo. Tienes que quitarle la capa dorada que lo cubre y mostrarme la mezquina realidad que oculta. Se ha cansado de recordarme las glorias de Broughton aunque me atrevo a decir que tendré más de eso cuando Googie entre en escena —fingió un estremecimiento de miedo.

Me sentí ofendido.

—No sé por qué no te iba a recordar yo las glorias de Broughton.

Ella se encogió de hombros. De repente me irritaba su aire de displicencia. Yo sabía mejor que la mayoría lo que le había costado atrapar a Charles y no estaba dispuesto a permitir que Edith interpretara conmigo el papel de la aristócrata hastiada que acaba con un matrimonio de conveniencia.

—Venga ya —dije espantando a la camarera que venía a servirnos los primeros platos—. Te encantaba. Te encantó cada momento que pasaste allí. Te encantaban los dependientes serviles y los peluqueros obsequiosos. Todo ese «sí, milady; no, milady». Lo vas a echar de menos, ya verás.

Negó con la cabeza.

—No lo creo. Tú sabes mejor que nadie que no crecí en ese ambiente.

—Precisamente porque no naciste en ese ambiente lo echarás más de menos —suspiré—. Me temo que te enfrentas a un terrible cambio a peor.

—No parece que te preocupe —dijo—. Más bien parece alegrarte. —Dio un sorbo a su Perrier mientras nos ponían los platos delante—. ¿Y si Simon se convierte en una estrella? ¿Entonces qué? ¿No despierta más interés en la gente conocer a una estrella que a un lord aburrido y viejo?

En ese momento me di cuenta de que Edith, en la confusión de algo parecido al amor, había cometido dos tremendos errores de cálculo. En primer lugar, al sopesar los méritos relativos de la aristocracia y el estrellato había asumido que los beneficios que le corresponderían como pareja serían más o menos los mismos. Nada más lejos de la realidad. La mujer de un conde es, después de todo, una auténtica condesa. Cuando la gente la conoce no ve en ella solo una vía de acceso a su marido. Y lo mejor es que si la familia política no ha perdido las posesiones, como era el caso de los Broughton, los terratenientes le ofrecen un pequeño feudo sobre el que reinar como soberana. Por otro lado, la mujer de una estrella es... su mujer. Nada más. Si la gente se acerca a ella por lo general suele ser con el único propósito de acceder a su marido. No tiene territorio sobre el que reinar. El reino de su marido es el estudio o el escenario, en el que ella no tiene cabida y, de hecho, en sus excepcionales visitas, es un estorbo, una desocupada entre los trabajadores. Queda excluida de los chistes que comparten su marido y sus compañeros de trabajo. No tiene el menor interés, ni siquiera para su representante, salvo como medio para controlarle. En las cenas, sus opiniones solo sirven para irritar a los otros profesionales presentes. Y por último, y lo peor de todo, mientras que una aristócrata divorciada puede enfrentarse al mundo con un título, algo deteriorado pero legal, la mujer que se divorcia de una estrella vuelve a empezar desde la primera casilla. Eso lo han tenido que aprender muchas esposas de Hollywood de toda la historia.

El segundo error de Edith era más sencillo. La comparación era falsa. Charles era un lord. Simon no era una estrella. Y en mi opinión, tampoco tenía muchas posibilidades de llegar a serlo. Sentí que me empezaba a poner cáustico.

—¿Qué te hace prever un futuro tan halagüeño para Simon?

—Esta mañana estás muy mordaz. Pero bueno —me miró con una auténtica expresión de desvalimiento y noté que me ablandaba un poco—, el simple hecho de quererle. No sé si se lo merece, puede que no, pero yo le quiero. Y eso es todo. No querrás que me niegue el primer sentimiento verdadero de mi vida, ¿verdad?

Una parte de mí tenía ganas de gritarle que sí al oído, pero estaba claro que no era eso lo que requería el momento. Probablemente tenía razón al decir que la pasión que sentía por Simon era la primera emoción real que había sentido. Por eso precisamente sabía tan poco de lo que le estaba pasando. No podía imaginar que al cabo de un año, por maravilloso que fuera el sexo, no lograría enmascarar la vida que compartirían. Además, yo conocía la fuerza de la ambición que se escondía bajo la plácida apariencia de Edith. La psicología moderna advierte constantemente de los peligros de reprimir la auténtica naturaleza sexual de cada uno. A mí me parece que es igual de peligroso dar rienda suelta a la naturaleza sexual y reprimir las aspiraciones sociales. Edith era en el fondo la hija ambiciosa de una madre ambiciosa. De una manera bastante inconsciente había empezado a justificar su deserción creyendo en un futuro triunfo y riqueza de Simon. En su imaginación ya se veía asistiendo a un estreno vestida con zorros blancos (o su equivalente suntuoso en estos tiempos ecológicos), tirando besos a las multitudes y entrando en una limusina inmensa con escolta motorizada.

—Querida Edith —dije suavizando el tono—, no estoy aquí para echarte un sermón sobre tu moralidad. Solo quiero estar seguro de que entiendes que las posibilidades de que Simon te dé algo que se aproxime a la vida que has conocido desde tu boda es más o menos ninguna.

—Bueno, pues me alegro mucho.

Así se acabó la discusión. Durante el resto de la comida charlamos de diferentes temas. Al entrar en el mundo del espectáculo se había codeado con varias personas que yo conocía y teníamos un nuevo terreno en el que ejercitar nuestra malicia. Cuando nos íbamos me preguntó por Adela. Le dije que estaba bien.

—Y abiertamente en mi contra, supongo.

—No esperarías que estuviera abiertamente a tu favor. ¿Lo está alguien?

—Tenía que haberse casado con Charles. Habría permanecido junto a él a las duras y a las maduras.

—¿Tengo que pensar mal de ella por eso?

Sonrió y me alborotó el pelo.

—Te ganas la vida en el caos y te casas dentro del sistema. Yo he sido prisionera del sistema. ¿Me reprochas que desee un poco de caos?

Nos separamos amistosamente. Llamé a Charles, que me agradeció lo que había hecho. Me pareció que estaba más resignado. De todas formas, al cabo de una semana apareció en los periódicos, así que la posibilidad de arreglarlo todo discretamente quedó anulada. Adela me puso la columna de Nigel Dempster delante de los ojos mientras desayunaba y estudié la figura sonriente y lozana de Edith en la fotografía que había seleccionado. Había otra más sombría de Charles y una de Simon en plan canalla, que debía de ser de algún programa de televisión, absolutamente horrible. Las imágenes y el titular —«La condesa y el comediante»— dejaban muy claro de qué lado se había puesto Dempster. Para ser justo con él, el pragmatismo y la decencia parecían jugar en el mismo equipo (por una vez) y estaba viendo que Edith no iba a tener muchos partidarios.

El artículo en sí era un relato medianamente fiel de lo sucedido en Broughton, con una cita muy oportuna de la ofendida mujer de Simon.

—¡Increíble! —Adela siempre fue sorprendentemente inflexible con este tipo de cosas—. ¡Serán idiotas!

No sé por qué se ofendía tanto cuando la gente permitía que sus corazones gobernaran sobre sus cabezas. Después de todo, ella había decidido casarse conmigo cuando su madre, para empezar, lo consideraba una elección que rayaba en la locura.

—¿Por qué estás tan furiosa? —le pregunté—. A mí me parece bastante triste.

—Triste para Charles y para esa pobre mujer y sus hijos. Para ellos no lo es. Ellos están destrozando las vidas de los demás.

Una vez que Dempster abrió las compuertas, Edith fue machacada, como era de esperar, por los mismos periodistas que se habían esforzado en hacerse amigos suyos durante su noviazgo, tan solo unos meses antes. Las circunstancias tampoco ayudaron. Fue durante el periodo de desencanto con el gobierno de John Major, cuando el nuevo laborismo bailaba la Danza de los Siete Velos ante un electorado cada vez más fascinado, y aquel cuento de corrupción en las altas esferas encajaba a la perfección con las expectativas del público. Hubo columnas críticas firmadas por Lynda Lee-Potter desde la derecha y de desprecio insultante en
Private Eye
desde la izquierda. Edith la triunfadora hecha a sí misma se convirtió en Edith la oportunista social, con unas ambiciones insaciables y mezquinas reflejo de la sociedad implacable creada por la señora Thatcher. Como el escándalo Hamilton o el divorcio Spencer, pronto quedó claro que los hechos y personajes reales habían dejado de tener gran importancia y solo contaba lo que los periódicos defendieran. Para los Uckfield fue una pesadilla, ya que pertenecían sin reservas a esa doctrina que afirma que el nombre de una mujer decente solo aparece en prensa en tres ocasiones: bienvenida, partida y despedida, es decir, cuando nace, cuando se casa y cuando muere. Ver criticada a su hija política en titulares de sociedad era como si los desnudaran y los azotaran en la plaza pública. Y si para ellos era horrible, para Charles era sencillamente insoportable. Un poco ilógico, porque la prensa ya empezaba a prepararse para la «blairocracia» que empezaba a despuntar y Charles, a pesar de ser un inútil aristócrata, era la parte inocente (probablemente porque no había otra forma de contar aquella historia). Aun así, ver el adulterio de su mujer comentado en periódicos y revistas era una especie de martirio para él. Cuanto más telefoneaban a Broughton para animarle a que contara «su versión», más vulnerado e invadido se sentía Charles. Lo cierto es que su miedo al escándalo no era una postura artificial, sino una convicción profundamente arraigada. Se le estaba castigando cuando no había hecho nada malo. Al menos esa era la visión que Charles tenía de aquel asunto y a mí no me parece del todo inexacta.

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