—¿Has invitado a Simon? —me preguntó.
De inmediato entendí que quería evitar una situación violenta y esperaba que yo se lo confirmase.
—No, no le he invitado. No te preocupes —dije con una risita que intentaba convertir aquella odiosa noche en un chiste privado entre los dos.
—¿Podrías invitarle?
La sonrisa se desvaneció en mis labios y perdí toda esperanza.
—No, no puedo —dije tenso.
—¿Por qué no?
—Sabes muy bien por qué no.
Al otro lado de la línea hubo una pausa.
—¿Puedo pedirte un favor? —No contesté porque me inquietaba lo que iba a pedir. La cosa no había acabado—. ¿Sería posible que nos dejaras tu apartamento mientras estáis fuera?
—No.
La voz de Edith se volvió fría y tajante.
—No. Bueno, perdona por haberte molestado.
—Edith, querida —dije. Este es el tipo de cosas que pasan cuando uno está metido hasta el cuello en algún follón ineludible. La noche anterior a un examen crucial es la que, invariablemente, eligen los padres de los amigos para morirse o entrar en la cárcel—. Por supuesto que no puedes verte con Simon en mi casa. ¿Cómo podría hacerle eso a Charles? ¿O a la pobre mujer de Simon, por otro lado? No seas loca, por favor. Te lo suplico.
Pero no quería escuchar. Se despidió con unas frases hechas sin mucho interés y la línea quedó muda.
Se lo conté a Adela y no se sorprendió.
—Simon cree que Edith puede ayudarle a situarse. Que puede abrirle puertas. Es un trepa.
—No sé si le interesan demasiado esas cosas.
—Le interesan. Ese quiere sentarse en la cabecera de la mesa. Ya lo verás.
—Pues no sé si la pobre Edith podrá hacer gran cosa por él.
Adela sonrió, en mi opinión con un punto de frialdad.
—No puede hacer nada. Tendrá suerte si consigue mesa en el St. James’s Club cuando todo esto termine. Maldita loca.
Adela me dio un golpecito para que mirara hacia la puerta cuando, mientras recibíamos a los invitados, el mayordomo anunció en tono pomposo: «El marqués y la marquesa de Uckfield, y el conde Broughton», degustando las palabras con su lengua como si fueran deliciosos caramelos. Los tres hicieron su entrada.
—¿Dónde está Edith? —pregunté.
Charles se encogió de hombros con un gesto vago y lo dejamos correr. Me conmovió de verdad que los Uckfield hubieran hecho el esfuerzo de asistir. Por lo general esta gente suele esperar mucho de la amistad a su favor, pero hacen muy poco por los demás. Sinceramente, no creo que lord Uckfield tuviera la menor idea de por qué se le había obligado a vestirse y sacrificar una tarde maravillosa que podía haber pasado en su palco de las carreras, pero me parece que lady Uckfield me tenía aprecio y sospecho que deseaba establecer una avanzadilla con el único amigo de Edith anterior a su boda que había logrado pasar a su nueva vida. Los Uckfield pasaron a la recepción y nosotros nos giramos hacia la interminable fila de viejas
nannies
y parientes llegados del campo.
Es imposible hablar en condiciones con nadie en la propia boda, al menos en una boda elegante en la que ni siquiera se plantea la posibilidad de hacer algo tan ordinario y tan sensato como sentarse a comer. Los novios van de grupo en grupo, como si fueran una de las bandejas de canapés, y charlan unos instantes con unos y con otros para justificar esos viajes relámpago desde Escocia o los vuelos desde París y Nueva York. Sin embargo, Charles consiguió engancharme un momento.
—¿Podemos comer juntos cuando vuelvas? —me dijo.
Asentí con una sonrisa, pero eludí entrar en detalles porque me parecía que mi boda no era el lugar más indicado para charlar sobre el final de un matrimonio. Confieso que me sentía halagado porque esta vez Charles pensaba en mí como en un amigo suyo, no solo de Edith. Halagado pero también reconocido, porque estaba claramente del lado de Charles, si hubiera que tomar posiciones. Naturalmente, yo sabía que no era uno de los amigos íntimos de Charles, pero tenía la capacidad de hablar de su mujer con cierto conocimiento práctico del tema, cosa que la mayoría de sus amigos no podían hacer puesto que no la habían conocido antes del compromiso.
Adela y yo pasamos quince días maravillosos en Venecia y cuando regresamos a Londres encontramos, junto a otro montón de regalos de Peter Jones y la General Trading Company, una carta de Charles invitándome a reunirme con él en el club el jueves siguiente. Acepté. El club de Charles era, inevitablemente, White’s y, según habíamos acordado, a la una en punto del día señalado me encontraba en su inconfundible entrada.
Estoy seguro de que mucha gente estará de acuerdo en que de los tres selectos clubes cuyas encantadoras fachadas dominan St. James’s, White’s es el más elegante. Incluso entre sus socios más recientes se encuentran muy pocos arribistas de la City, tal vez porque todavía queda suficiente
gratin
para seguir cubriendo sus necesidades, o tal vez porque su aire es demasiado puro para que lo respiren los mortales inferiores, no vaya a ser que después de una o dos visitas decidan probar algo menos distinguido. Una vez dicho esto, debo decir que siempre me ha gustado White’s. No tengo más interés en pertenecer al club como socio de lo que me interesaría patrocinar un equipo de polo, pero una de las virtudes de la clase alta inglesa (y me parece justo declararlo, ya que me fijo mucho en sus vicios) es que cuando se reúnen en ambientes familiares y acogedores, son una panda de lo más relajada y agradable. Se conocen unos a otros desde que abrieron los ojos y, cuando no hay nadie cerca que los pueda criticar por ello, disfrutan de la intimidad de esta familia complementaria. En ese ambiente, a solas y en un «entorno seguro», son educados y abiertos, una combinación fascinante.
Di mi nombre y pregunté por Charles en el mostrador de caoba de la entrada, pero «su señoría» no había llegado todavía, así que me invitaron a que tomara asiento y le esperara. Allí no se permitía que un desconocido entrara tranquilamente en los
santa sanctorum
del interior. Pero apenas tuve tiempo de leer los últimos boletines del teletipo (desgraciadamente desaparecido en la actualidad) antes de que Charles me diera en el hombro.
—Mi querido amigo, perdóname. He pillado un atasco.
Pasamos delante de las escaleras para dirigirnos al diminuto bar donde Charles pidió jerez para los dos. Comprobé con alegría que había recuperado en gran medida su aspecto de siempre, bien vestido y escrupulosamente peinado. Su pelo rubio y crespo ordenado en suaves ondas Marcel, al cuello la corbata de alguna institución educativa o militar.
—Bueno, ¿qué tal estás? Espero que muy ocupado.
No lo estaba tanto, la verdad, pero permanecía a la espera de que salieran un par de cosas, así que todavía no había alcanzado el estado de desesperación que supone el tener que recurrir al subsidio de desempleo. Le hablé un poco de Adela, del piso, de Venecia y de otras insignificancias, pero Charles estaba deseando atacar la cuestión.
—¿Cómo te van las cosas a ti? —le pregunté.
A modo de respuesta dejó la copa.
—Vamos a pedir una mesa —murmuró, y nos dispusimos a subir las escaleras.
El comedor del club es un salón enorme que no decepciona, con altos techos dorados y ventanas altas que dan a St. James’s. Sobre las paredes recubiertas de damasco cuelgan retratos de cuerpo entero de antiguos socios prominentes, todos ellos emanando esa solidez aristocrática que Charles consideraba, inconsciente pero correctamente, la pura esencia tanto de su personalidad como de su forma de vida. Ordenamos lo que íbamos a comer al entrar y encontramos una mesa para dos en la pared opuesta a las ventanas.
—Creo que Edith me ha abandonado.
La frase era tan rotunda que pensé que había oído mal.
—¿Qué quieres decir con que «crees»?
No entendía cómo se podía no estar seguro de una cosa así. Él se aclaró la garganta.
—Bueno, quizá debería decir que es ella la que cree que me ha abandonado —aclaró, levantando las cejas. Supongo que la única manera de tener aquella conversación era distanciándose del tema. Como si estuviéramos cotilleando de otros—. Me ha llamado esta mañana. Ha alquilado un piso en Ebury Street. Parece ser que piensan irse a vivir juntos allí.
Creo que la frase que se suele utilizar en estos casos es «el mundo se estremeció». Mi primera reacción, bastante inútil, fue no creer que Edith pudiera hacer algo tan estúpido antes de que el escándalo la obligara.
—¿Qué te dijo exactamente?
—Que están enamorados. Que ha sido muy desdichada. Que no es culpa de nadie, bla, bla, bla... Ya sabes. Lo de siempre.
En aquel momento llegó mi paté de gambas, y el aguacate de Charles no tardó en seguirlas. Intenté utilizar la interrupción para poner en orden mis pensamientos, pero no se me ocurría nada sensato que decir ni a tiros. Hice una mala elección.
—¿Quién más lo sabe?
—Hablas como mi madre.
Al oír nombrar a lady Uckfield deseé que ella agarrara el timón y nos sacara a todos de aquella borrascosa situación. Ella nunca habría caído en un piso alquilado de Ebury Street con un actor casado, por muy joven que hubiera sido.
—¿Lo sabe tu madre?
—No conoce todos los detalles. Edith me llamó hace unos días. Cuando te mandé la nota. Desde entonces he estado bastante incomunicado. Creo que no tiene mucho sentido enfrentarse a la tormenta cuando se puede eludir.
En mi imaginación ya veía los artículos que aparecerían en las mismas páginas que habían encumbrado a Edith como prometida de Charles y contado la boda con tanto detalle almibarado y zalamero dos años antes. Conozco demasiado bien el elevado tono moral que les gusta adoptar a esos insufribles periodistas alcohólicos cuando tratan de las bajas pasiones de la alta sociedad. Y como Edith se había convertido voluntariamente en su creación, había consentido ser un juguete de los columnistas, les daba licencia para destrozarla llegado el momento.
—¿Se puede evitar?
—No lo sé. Para eso necesito tu ayuda.
Como es de suponer, el corazón me dio un vuelco al oír aquellas palabras. Todo aquello me estaba afectando demasiado. Hasta tal punto que deseaba regresar al círculo menos íntimo de aquella familia. Cuánto se equivocan los norteamericanos cuando desechan el trato con simples conocidos en favor de una amistad plena y verdadera. Es en el trato con conocidos, con lo que supone de deliciosas cenas, relajados fines de semana, cotilleos en parajes pintorescos, pero sin auténtica intimidad, sin responsabilidad, donde reside el mayor encanto de las relaciones sociales. Yo soy un observador. Me agobia que me obliguen a adoptar el papel de participante.
—¿Tú aceptarías que volviera?
Chales me miró como si no entendiera la pregunta.
—¿Qué quieres decir? Es mi mujer.
Es difícil de explicar por qué aquellas palabras me parecieron tan conmovedoras, pero así fue. Resulta extraño escribir esto en nuestro tiempo prosaico, pero en aquel momento supe que estaba delante de un buen hombre, un hombre en cuyos valores se podía confiar, un hombre cuya moral era algo más que una pose. ¿Qué podía haber encontrado Edith en los brazos de un amante de opereta que fuera mejor que aquel compromiso sólido e incondicional? Charles casi parecía abochornado por su noble declaración.
—Solo quiero que hables con ella.
—Bueno, ya suponía que no querrías que la secuestrara —dejé la copa—. Pero, ¿qué puedo decirle? A mí me parece que está muy loca —Charles sonrió—. Pero no creo que el decírselo cambie mucho las cosas si no os ha escuchado a tu madre y a ti.
¡Pobre señora Lavery! La noticia la obligaría a hacerse el
hara kiri
.
—Ya lo sé, pero... —Charles hizo una pausa—. En fin, tú conoces el mundo en el que se mueve ese Simon. No quiero resultar grosero, pero, ¿tú crees que a Edith le gustará esa forma de vida? ¿Ha pensado en eso?
Aquella sí que era una pregunta difícil. Mucho más de lo que creía Charles. Nadie sabe a quién le va a gustar el mundo del teatro. Adela se adaptó a él como pez en el agua y nunca tuvo la menor complicación para compatibilizarlo con su otro grupo social, más tradicional. Descubrió que le gustaba la mentalidad extremista e inestable que dominaba en ese ambiente. A otros, por ejemplo mi suegra, las gentes del teatro les parecen sencillamente horribles, una caterva de gandules que se acuestan con cualquiera y se emborrachan en los restaurantes. Y hay una gran dosis de verdad en esta descripción. Charles pertenecía a esa última categoría. Le divertía tener un trato cordial con un actor, pero no era casual que el único que trataba hubiera nacido en circunstancias bastante tradicionales. Si venía a casa a tomar una copa le divertía ver a personas que reconocía de varias series de televisión, pero no tenía el menor interés en entablar amistad con ellas. Esa fue una de las principales dificultades que tuvo en aquel asunto. Le resultaba imposible de entender que Edith, después de conocer su mundo desde dentro, un mundo que, por lo menos, es elegante y tiene lugar en ambientes encantadores, pudiera renunciar voluntariamente a este por otro que para él era tan atractivo como una chabola de cartón.
Claro que el peligro del mundo del teatro es que, incluso para aquellos que inicialmente sienten la atracción de su brillo, siempre existe el riesgo de que te hartes de él. La cara oculta del alegre colorido son unos tonos menos atractivos en términos de drama cotidiano, y para muchos llega un momento en que los llantos en el camerino, las diatribas contra el director, las llamadas de media noche para que se les tranquilice, se convierten en un fastidio adolescente. Algunos actores combaten esta sensación de vacío creciente con el descubrimiento de una «causa» y tratan de poner su necesidad diaria de lucha y vehemencia al servicio de algo útil. No hay nada más fácil que congregar una muchedumbre furibunda de actores para que protesten por prácticamente cualquier cosa. Pero no todos comparten el gusto por las causas, y menos que nadie los pragmáticos. Además existe un peligro, en el que caen algunos nombres muy conocidos de la profesión, de abrazar tantas nobles luchas contra la injusticia que, al final, el peso de la contribución de uno acaba por ser bastante imperceptible. Con todo, el antídoto más efectivo contra los decadentes placeres del cotilleo escénico es tener mucho éxito. Entonces el dinero y el estatus que aporta la fama son lo bastante satisfactorios en sí mismos y llevan a una vida más rica sin el menor esfuerzo. Ese pensamiento me hizo volver a la pregunta sobre la adaptación de Edith a su nueva existencia. Me propuse responder con sinceridad.