Y no es que Edith viera a Simon como una parte inamovible de su vida futura, por muy deslumbrada que estuviera. Pero ya había olvidado la irritación que despertaba en ella su verborrea galante y ahora le encantaba escuchar sus problemas, sus esperanzas y sus sueños (sobre todo porque le encantaba ver cómo movía la boca), y además, con lo guapo que era, le hacía sentirse una mujer deseada y atractiva. Le gustaba su proximidad física, notar que su brazo le rozaba una manga, que la mano de él acariciara la suya, pero no pensaba en ir más allá. O no lo había pensado hasta ese momento. Desgraciadamente para ella, Simon había llegado a su vida en una etapa de aburrimiento mortal. Antes de la boda, bostezando junto al teléfono de la inmobiliaria, soñaba con la variedad que su nueva vida le reportaría, pero no había previsto que al cabo de unos meses aquella nueva vida adquiriría su propia rutina. Estaba aburrida y, como solo esperaba encontrar diversión y variedad al satisfacer sus aspiraciones sociales, el aburrimiento le parecía más terrible todavía.
Lenta pero inexorablemente había dejado que el afecto residual que sentía por Charles desapareciera por culpa de la incapacidad de este para despertar su interés. Aunque en el fondo de su alma Edith sabía que no tenía por qué haber sido así. Si hubiera afrontado y admitido las limitaciones de su marido, como antes había hecho su suegra, podía haber surgido entre ellos el cariño. Si hubiera dejado de esperar de él que la entretuviera, podía haber confiado en que le diera solo lo que le podía dar: lealtad, seguridad, incluso amor a su manera tan poco imaginativa. Pero, del mismo modo que nunca había admitido en su fuero interno que se casaba con un hombre al que no amaba por su posición, tampoco podía aceptar la responsabilidad de estar viviendo con un hombre más tonto y aburrido que ella. Para Edith era culpa de Charles lo insípida que era su vida, era culpa de Charles que no tuvieran una animada vida social en Londres, era culpa de Charles que temiera más las horas que tenía que pasar junto a él que las que pasaba sola. Y a esto se añadía que ya había caído en la peligrosa posición a la que solo pueden optar aquellos que disfrutan de una vida «pública» y visible: representar el papel de esposa feliz y complaciente ante un público devoto, un papel que debe cumplir la misión de proporcionar un alivio sincero a la frígida inercia de su vida doméstica. Era tan popular con los lugareños, en sus comités benéficos, con los trabajadores de la finca, que había empezado a creerse que aquella mujer elegante y feliz que veía reflejada en sus ojos (y en la prensa local) existía de verdad, y que debía ser culpa de Charles si no le correspondía con la misma adoración que sus provincianos y entusiastas admiradores.
Edith no sentía una especial inclinación hacia el peligro. Aceptó la oferta de Simon de llevarle a casa en gran medida para irritar a su madre política. En todo caso, más que nada le sorprendió la fuerza de la atracción física que sintió hacia él al encontrarse por primera vez juntos y solos en la oscuridad. Pero lo que le pilló más desprevenida fue la efervescente sensación de exaltación y aquella embriagadora fragancia de lo inexplorado que la acompañaba. Con un inesperado fogonazo revelador, se dio cuenta de que aquello era precisamente lo que más echaba de menos desde su boda. Llevaba meses con la sensación de que su existencia era una trampa sin escapatoria. Todas las decisiones estaban tomadas y solo le quedaba vivir de acuerdo a ellas. Y sin embargo, allí estaba, mirando la pana de los pantalones de Simon tensarse sobre los músculos de sus muslos y sintiendo la deliciosa consciencia de que entre ella y la muerte todavía existían posibilidades sin explorar.
• • •
Los Uckfield nos invitaron a una copa cuando llegamos a Broughton. Yo creo que habrían preferido que nos fuéramos a casa, pero aceptamos en parte por educación, pero también por esa morbosa curiosidad que todos sentimos cuando creemos que la velada todavía no ha concluido. Sentíamos curiosidad (o más bien la sentía yo) por saber si Charles se había ido realmente a la cama, cuánto tardarían Simon y Edith en llegar, cómo se comportaría lady Uckfield, en fin, cualquier detalle de los diferentes aspectos del caso que aún quedaban por revelar.
Charles estaba en la sala de estar. Apenas había tocado el whisky que tenía en la mesita colocada junto a su sillón y sospecho que tenía la mirada perdida hasta que oyó nuestros pasos. Sea como fuere, la revista femenina que había agarrado apresuradamente al vernos parecía desconcertarle enormemente. Preparó un whisky para su padre y otro para mí y un vaso de agua para Adela (su habitual refresco nocturno, un tanto falto de
glamour)
y todos tomamos asiento. No llevábamos mucho rato allí cuando los inconfundibles pasos de Eric en la escalera nos indicaron que el Range Rover había llegado por fin. Los cuatro entraron en la sala.
—¿Dónde está Edith? —preguntó Eric jovial, encantado de ver que no había llegado y que, por consiguiente, podía quitarle algunos puntos.
—Espero que no hayan tenido una avería —dijo Adela con firmeza.
—Ay, Dios mío. ¿Crees que es posible? —preguntó lady Uckfield.
Siguiendo las instrucciones silenciosas de Adela, yo asentí.
—El coche de Simon es una ruina total. Espero que no les haya pasado nada.
Lady Uckfield reconoció de inmediato que aquella era una balsa que podía amarrar a su puerto en caso de necesidad, aunque no se sintió exactamente agradecida. Para sentir gratitud primero tendría que admitir que algo iba mal. Pero estuvo particularmente cariñosa cuando se sentó en el sofá al lado de Adela y empezó a preguntarle por su tía.
Eric volvió a la carga.
—Han tardado un siglo en poner el coche en marcha —dijo—. Ya estábamos todos en el coche y habíamos cruzado la verja antes de que se oyera su motor.
Pero sus intenciones se quedaron en nada. Cuanto más tardaba la pareja errante, más se refugiaba la familia en el temor a una avería o un accidente. Cualquier otra posible razón para justificar su retraso se obvió así tranquilamente.
Cuando la conversación adoptó un tono más general y todos se fueron sentando en los diferentes sillones y sofás de la sala, Charles se acercó a mí y me pidió que le acompañara a su despacho. No recuerdo la excusa; creo que un libro o un cuadro que quería enseñarme, lo típico, pero ambos sabíamos que sencillamente quería hablar con alguien a solas. Asentí y salí detrás de él, dolorosamente consciente de la sonrisa taimada de Chase, y giramos por el pasillo a la izquierda. No me apetecía nada aquella conversación, ya que me empezaba a sentir responsable del desbarajuste que en aquel momento apenas comenzaba a admitir que podía amenazarnos. Después de todo, yo les había presentado a Simon. Si yo no hubiera estado en el reparto de la película estoy seguro de que nunca habría atravesado el círculo mágico de la familia.
El despacho de Charles, con uno de esos rótulos de «Privado» en la puerta que tanto placer produce contradecir, era un cuarto pequeño que hacía esquina a cierta distancia de la sala y el comedor de la familia. Era un anexo de la biblioteca principal del primer piso y, como le correspondía, tenía unas molduras y unas puertas preciosas, y, de día, unas vistas maravillosas del jardín a través de sus dos inmensas ventanas. Un par de puertas dobles lo unían a la estancia principal cuando estaban abiertas, lo que rara vez ocurría, debido a que la biblioteca formaba parte del recorrido turístico. La chimenea era un delicado trabajo de mármol rosado y las paredes estaban tapizadas de damasco granate desde el zócalo hasta el techo y, apoyadas en ella, estanterías acristaladas que parecían hechas a medida para la habitación. El retrato de una antepasada vestida para un baile de máscaras colgaba sobre la chimenea. El marco sobredorado y el dintel de mármol eran un conglomerado de invitaciones, fotos, notas y tarjetas: el caos de papeles habitual con que las clases privilegiadas demuestran el desprecio que sienten por sus elegantes entornos.
—Esto es muy bonito —dije—. ¿Dónde está el saloncito de Edith? ¿En la puerta de al lado?
Charles negó con la cabeza.
—Arriba —susurró—. Muy cerca de nuestro dormitorio.
Me miró en silencio y yo, en vez de devolverle su angustiada mirada, me puse a repasar los lomos de los libros que contenían las estanterías.
¿Puedes perdonarla?
de Trollope me llamó la atención y me arrancó una sonrisa desleal.
Él tenía razón
, del mismo autor, me volvió a la realidad. No sé si en aquel entonces yo tenía un concepto real de la capacidad de Charles para sentir celos, porque desconocía por completo su capacidad emocional. El hecho de que alguien no sea especialmente inteligente no significa nada en este sentido. Una persona puede ser estúpida y extremadamente sensible, lo mismo que se puede ser muy listo e incapaz de tener un sentimiento profundo.
—¿Qué te parece? —le oí decir, y por un momento pensé que me preguntaba mi opinión sobre algún libro raro, pero al ver la expresión de su cara pensé que no era ese el caso.
Solo para asegurarme, le contesté con una pregunta:
—¿A qué te refieres?
—¿Qué están tramando?
Su tono era seco y orgulloso, y me di cuenta de que nos estábamos embarcando en lo que se conoce como una conversación «de hombre a hombre». La idea me produjo un estremecimiento. Aparte de todo lo demás, soy un firme defensor de la escuela de armonía conyugal basada en el «cuanto menos se hable, mejor», un credo, dicho sea de paso, refrendado por el propio matrimonio.
—Vamos, Charles —dije cariñosamente, dando a entender que no era posible que estuvieran «tramando» nada. No estoy muy seguro de que adoptar aquella postura fuera deshonesto. Creo que no. Parece algo ingenuo pero, aunque viéndolo con perspectiva resulta evidente que Edith y Simon se sintieron atraídos desde el segundo día, creo que yo no había sido consciente de aquella atracción hasta esa misma noche.
—No, vamos tú —contestó Charles con más dureza de la habitual.
—Mira —respondí, conciliador—, si me estás preguntando si sé algo, no sé nada. Si me estás preguntando si creo que hay algo, tampoco lo creo. O no mucho. Creo que se gustan y nada más. ¿Es tan terrible? ¿Es que tú no has tenido ganas de flirtear con nadie desde que te casaste?
—No —dijo Charles sentándose en una silla Chippendale y apoyando los codos en un precioso y desordenado escritorio. Dejó caer la cabeza sobre las manos y comenzó a pasarse los dedos entre el pelo. Era el modelo perfecto para un monumento a la desesperación. Sentí que me había equivocado al creer que sería suficiente con ofrecerle un apoyo amistoso, pero yo no quería llevar las cosas a un nivel superior de intimidad que Charles, al que todavía no conocía demasiado bien, podría tomar por impertinencia. Lo sentía por él y deseaba encontrar el medio de aligerar su carga, no de aumentarla. Mis cavilaciones se vieron interrumpidas por un suspiro procedente del escritorio.
—No me quiere, esa es la verdad —le dijo a un montón de papeles que tenía debajo de la cara, pero como el comentario estaba presuntamente dirigido a mí, intenté calibrar el nivel correcto de la respuesta.
Claro que lo que lo complicaba doblemente era que el comentario de Charles, por muy duro que pareciera, era esencialmente verdad. En mi cabeza no existía la menor duda de que Edith no le amaba. No le deseaba (aunque entonces sólo lo suponía), no disfrutaba de su compañía, no compartía sus intereses y no le gustaban la mayoría de sus amigos. No creo que, ni entonces ni nunca, llegara a desagradarle del todo, pero no podía decir eso como respuesta al grito de dolor de Charles. Me quedé callado, lo que supongo que fue como decirle tácitamente que estaba de acuerdo con él, y Charles levantó la mirada. No puedo explicar cuánto me conmovió el terrible sufrimiento que reflejaba su sencillo y noble rostro. Sus ojos contraídos estaban enrojecidos por las lágrimas que ya empezaban a descender por su larga y afilada nariz. Su pelo, que normalmente llevaba tan compuesto como un anuncio de fijador de 1930, estaba revuelto y descuidado, y se levantaba en pequeños mechones puntiagudos. Las bellezas pueden llevan un dolor intenso con mucha elegancia, y he presenciado grandes dosis de dignidad en los funerales a los que he asistido, pero la experiencia me demuestra que cuando el sufrimiento es favorecedor, también es sospechoso. La auténtica desdicha es fea, desgarradora y deja marcas en el alma. Me sonrojo al recordar que Charles, el encantador y campechano Charles, con su coto de caza, sus setos y sus perros, tenía un corazón que podía romperse. Pero así era y yo estaba allí para ser testigo de ello.
Antes de que pudiera decir nada, se oyó un ruido en el pasillo.
—¿Charles?
Era lady Uckfield. Incluso en un momento de tensión emocional como aquel, antes que cometer el disparate social de llamar a la puerta de un sala de estar (una acción que, llevada a cabo por mayordomos de guante blanco juega un importante papel en las series de televisión mal ambientadas), prefirió forcejear con el picaporte como si hubiera sido más fácil abrir el Arca de la Alianza. En cualquier caso, después de darnos tiempo para vestirnos, si lo hubiéramos necesitado, y, por supuesto, de secarnos las lágrimas, abrió la puerta y entró en el cuarto.
—Ah, Charles —sonrió abiertamente a su hijo ignorando la caída del Imperio Romano que se leía en ella—, Edith ha llegado. Se han quedado atascados al salir del pueblo. Qué faena. Tu amigo se ha ido directamente a la granja —me dijo a mí.
Charles agradeció la información con un cabeceo como de sonámbulo y encaminó sus pasos hacia la sala de estar. Le habría seguido, pero lady Uckfield me retuvo con una casi imperceptible presión en el brazo.
—Será mejor que nosotros nos vayamos también —dije—. ¿Dónde está Bob? Quiero agradecerle la cena.
—Se ha ido a la cama —contestó—. Tu encantadora Adela ya le ha dado las gracias.
Nos quedamos en silencio. Ella, de pie junto a la chimenea, jugueteaba con los rectángulos de cartulina que invitaban a su hijo a diversas celebraciones. Sólo había una luz en el extremo más lejano de la estancia, una lámpara de sobremesa de cristal y latón que arrojaba sombras alargadas a su alrededor y tallaba cruelmente sus rasgos. Por una vez aparentaba los años que tenía. El elegante velo de sus modales había sido retirado por un instante y bajo él aparecía una mujer madura cansada y preocupada.
—Parece que tenemos un bonito follón entre manos —dijo sin levantar la mirada de una invitación de boda en la que pude ver una marca y un «Acep.» en la letra ágil de Edith.