—¿Y?
—Quieren agilizar el divorcio. —Hizo una pausa al percibir la inquietud de Simon—. Han pensado implicarte.
—¡Dios!
Simon no sabía qué decir. Una parte de él se alegraba. En su cabeza parpadeaban visiones de más páginas en el
Daily Mail,
pero junto a ellas le llegaban distantes ecos de un pánico indefinible. Era como si viajara a toda velocidad en un vagón de metro que se adentraba sin control en lo desconocido.
—¿Lo dice en serio?
—Creo que sí, pero puedes estar tranquilo. Se equivocan. Estoy más que segura de que no harán falta citaciones. La cuestión es que quieren solucionarlo ya.
—¿Qué les has dicho?
Edith examinó al hombre tan hermoso que tenía delante. Había abandonado su habitual estilo coqueto y seductor y, aunque no lo supiera, estaba mucho mejor así. Un poco de seriedad les añadía encanto a sus ojos azules y a los mechones de pelo rubio que caían velándolos.
—Les he dicho que tengo que pensarlo.
—¿No puedes evitarlo?
—Si quiero, sí.
—¿Cómo?
—Diciendo a Charles que siga adelante con el procedimiento.
Simon se rio.
—¿Y eso sería suficiente?
Edith le observó fríamente. ¡Qué provinciano era! ¡Qué poco comprendía a los hombres como Charles!
—Sí, eso sería suficiente.
Simon ya no reía pero, de repente, parecía tener algo insoportablemente irritante. No tenía ganas de embarcarse en la consabida conversación sobre lo malos que eran todos los actores de la película que estaba viendo, lo celosos que eran sus compañeros de reparto, lo estúpido que era el cámara.
—Me voy a dar un baño —dijo Edith librándose de su abrazo.
Simon se volvió a tirar en el sofá, clavando otra vez la mirada en la pantalla.
—Estás muy gruñona —dijo—. Voy a ser caritativo y a echarle la culpa a esos días del mes.
Ella no contestó y se limitó a bajar al baño que había en su pequeño y oscuro dormitorio de la planta baja. Habían intentado alegrar las dos habitaciones con espejos y un empapelado de amapolas enormes, que solo conseguían realzar su oscuridad. Se daba cuenta de que, desde que había entrado en el parque, se encontraba en un estado mental extraño y reflexivo. Se sentía intensamente consciente de cada movimiento de sus miembros, de cada reguero de agua sobre su piel. Se notaba aturdida, como si estuviera borracha, a pesar de que apenas había bebido en la comida. Una vaga sensación de aprensión le agarrotaba el estómago y las terminaciones nerviosas de todo su cuerpo parecían estar alerta. Pero entonces, por fin, cayó en la cuenta de qué era aquello que no acababa de descifrar. Simon lo había dicho sin saberlo. Le tocaban esos días del mes. Era puntual como un reloj.
Y llevaba cinco días de retraso.
A
la mañana siguiente de mi comida con Edith el timbre de la puerta sonó poco después de las ocho y cuarto.
—¡Dios! —dijo Adela—. ¿Quién demonios es?
Estábamos en nuestro minúsculo dormitorio que daba a la calle. Como la puerta principal quedaba fuera de su campo de visión, resultaba imposible ver quién era nuestro visitante pero, en cualquier caso, a aquella hora de la mañana, supuse que era el cartero y no me preocupé especialmente de mi aspecto mientras gritaba que ya iba. Cuando abrí la puerta en ropa interior y con el pelo revuelto, me encontré con que no era el cartero, que debe de estar acostumbrado a ese tipo de visiones, sino Edith Broughton.
—Hola —dije con un tono algo sorprendido.
Edith pasó por delante de mí y entró en la casa.
—Tengo que hablar contigo.
Se derrumbó en el sofá que separaba el pequeño espacio de estar del pequeño espacio de comer de la exigua sala.
—¿Puedo vestirme antes?
Ella asintió con un gesto y yo corrí al dormitorio para informar a una asombrada Adela que peleaba denodadamente con la ropa de la identidad de nuestra madrugadora visita.
Ella estuvo arreglada antes que yo y cuando volvía a la sala Edith ya tenía una taza de café en la mano y una tostada delante.
—¿Y bien? —le pregunté.
No tenía mucho sentido aparentar que aquello era una situación normal. Edith miró a Adela, que se levantó de un brinco.
—Será mejor que me vaya, ¿verdad? No os preocupéis. Tengo un montón de cosas que hacer...
Edith le hizo un gesto para que ocupara de nuevo su asiento.
—Quédate. No es un secreto. Además —recorrió con la mirada nuestro diminuto domicilio—, me imagino que fueras donde fueras nos oirías.
Adela se sentó y los dos esperamos.
—Quiero ver a Charles.
Lo anunció con una voz bastante neutra, pero nosotros estábamos tremendamente interesados por lo que decía. Yo no acababa de entender por qué había sentido la necesidad de venir a comunicárnoslo al amanecer, pero no dejaba de resultar fascinante. No tardaría en enterarme de cuál iba a ser mi participación.
—Quiero que lo organices —añadió.
Adela me miró e hizo un imperceptible movimiento de negación con la cabeza. Ella le tenía a este tipo de cosas todo el horror que tienen los de su clase. Sea cual sea el resultado, siempre sales malparado. Además, como me contaría más tarde, tampoco quería arriesgarse a enemistarse con lady Uckfield y sospechaba que esa sería la inevitable consecuencia del plan de ataque que se nos proponía. Naturalmente, hay que recordar que Adela estaba incondicionalmente del lado de lady Uckfield, y no del de Edith.
—¿Para qué me necesitas? —inquirí con pocos ánimos.
—Anoche llamé a Broughton. Pregunté por Charles, pero se puso Googie. Me dijo que no estaba en casa, pero estoy segura de que sí que estaba. Llamé a Londres y a Feltham y allí me dijeron que estaba en Broughton. Sé que estaba allí. Googie no quiere que hable con él.
Todo aquello venía a confirmar las sospechas de Adela respecto a que se nos pedía de algún modo que tomáramos partido.
—No acabo de ver qué puedo hacer yo.
—A ti te dejarán hablar con él. Di que quieres invitarle a comer o algo por el estilo y cuando se ponga al teléfono, dile que quiero verle.
—Creo que no puedo hacer eso. No me importa llamarle —eso era mentira—, pero si lady Uckfield me pregunta lo que le voy a decir, le diré la verdad. Ya se imaginará que no puede impedir para siempre que os veáis.
—No, para siempre, no. Pero sí lo suficiente.
—No lo creo —aduje, aunque sí lo creía.
En el fondo, yo también estaba bastante seguro de contarme entre los partidarios de lady Uckfield si me ponía a pensarlo. Los hechos eran muy simples: Edith se había casado con Charles sin amor, y con la idea de ascender en la escala social. Luego había fracasado estrepitosamente en dicha posición, la había abandonado traicionando la confianza de Charles, había provocado un espectacular escándalo y le había causado un gran dolor. Ahora lady Uckfield estaba deseando quitársela de encima de una vez por todas. ¿Quién podría reprochárselo?
—¿Crees que Charles querrá verte? —preguntó Adela—. Puede que fuera él quien se negara a ponerse al teléfono.
Sin duda era una posibilidad digna de tenerse en cuenta.
—Si es así, quiero que me lo diga él mismo.
Los tres nos quedamos en silencio un rato. Adela tomó un bocado de su tostada y se puso a leer la columna de Nigel Dempster.
—¿Hay algo? —pregunté.
—La hermana de Sarah Carter se casa con un pintor y los Langwell se van a divorciar, lo que nosotros ya sabíamos desde el pasado octubre.
—¿Lo harás? —dijo Edith.
Adela y yo nos miramos pero rechacé el mensaje que me transmitían sus ojos. En última instancia, y por mucho que me hubiera gustado, no me parecía bien abandonar a Edith a su destino y abrazar la causa de los Broughton. A pesar de lo que pensara que estaba bien o mal en aquel asunto, habría sido una decisión ruin. En primer lugar, y antes que nada, yo era amigo de Edith, como hasta la misma lady Uckfield me había recordado.
—Lo haré —dije—. Pero no será ni a esta hora de la mañana, ni contigo escuchando. Vete a casa y ya te llamaré.
Edith asintió y, después de terminar su café, se marchó.
—Va a pasar algo —dijo Adela.
Llamé a las diez y media y pregunté por Charles. Pese a lo que había dicho Edith, me sorprendió mucho que lady Uckfield se pusiera al teléfono.
—Hola —dijo—. ¿Qué tal estás?
—Estoy intentando localizar a Charles.
Hablaba con calma y dejando claro que iba cuatro pasos por delante de mí.
—Lo siento, pero no está aquí. ¿Quieres que le dé algún recado?
Consideré la posibilidad de mentir, pero era evidente que sabía a la perfección para qué llamaba y me pareció que era una manera estúpida de arrinconarme a mí mismo.
—Me temo que esta llamada es para trasmitir un recado. Y no estoy muy seguro de que vaya a ser de su agrado.
—Inténtalo.
Su voz había pasado de reservada a glacial.
—Es de Edith. Quiere ver a Charles.
—¿Por qué?
—Eso no lo sé.
Y era cierto.
—¿Qué sentido tiene?
—No sé si tiene sentido o no, pero lo que sí sé es que no va a dar una respuesta definitiva respecto a la propuesta que le ha hecho sobre el divorcio hasta que consiga verle.
—¿O sea que se lo has preguntado?
—Se lo he preguntado y ha dicho que quiere pensárselo. Deduzco que una parte de esa reflexión tiene que hacerse en presencia de Charles.
Hubo un silencio durante el que pude oír el eco fantasmal de otras conversaciones, fragmentos anónimos y extraños de vidas que tenían lugar a miles de kilómetros.
—¿Estás libre esta tarde? ¿Puedes venir a tomar el té conmigo?
—Nada me gustaría más, pero en este caso no creo que pueda añadir nada más a lo que ya le he contado.
—Estaré en el Ritz. A las cuatro.
Me intrigó que no quisiera que fuera a verla a su piso de Cadogan Square.
—Puede que Tigger vaya con ella. O puede que esté Charles —dijo Adela, y yo estuve a punto de olvidarme de todo aquel lío. Pero lo pensé mejor y decidí que primero podía ser interesante escuchar lo que lady Uckfield tenía que decirme.
Sin embargo, sí llamé a Edith.
—¿Qué le vas a decir?
—No lo sé. Que pierde el tiempo intentando separaros a los dos, supongo. Si eso es lo que pretende.
—Claro que es lo que pretende.
—Quiero decir sin el consentimiento de Charles. —Edith no dijo nada—. En cualquier caso, te llamaré esta noche.
Y colgué.
Pregunté solo a título informativo si había llegado lady Uckfield, pero el
maitre
no era de los que dejan pasar ese tipo de oportunidades.
—El caballero va a la mesa de la marquesa de Uckfield —le dijo en voz alta a un camarero que pasaba por su lado, y que me escoltó eficazmente entre las cabezas que se giraban hasta donde me esperaba. Ocupaba una mesa en el Salón de Mármol, a la derecha de la gran fuente dorada. Sonrió y me saludó con su pequeña mano y, según me acercaba, se levantó para recibirme con sus pulcros movimientos como de pájaro. El camarero trajo el té con profusión de «miladys», que ella agradeció con elegancia y serenidad. Luego rio alegremente.
—Esto es un lujo, ¿verdad?
—Para mí sí lo es.
Su comportamiento se volvió, si no exactamente más serio, sin duda más directo. Hablaba sin aquella secreta urgencia y, recordando aquella escena en su sala de estar de Broughton, supe que me iba a hacer partícipe de una intimidad real, en contraposición con las habituales.
—Quiero serte muy sincera porque creo que puedes ayudarnos.
—Me siento halagado y perplejo al mismo tiempo —contesté.
—No quiero que Charles tenga que ver a Edith.
—Ya me había dado cuenta.
—No es mi intención ser injusta con ella, en serio, pero es que considero que Charles está muy confuso y no quiero que se líe todavía más.
—Lady Uckfield —dije—, entiendo muy bien por qué le parece que no sea buena idea. A mí tampoco me lo parece. Usted cree que este matrimonio fue un error y prefiere no alargarlo. Estoy de acuerdo. Pero el hecho es que, en este momento, Edith sigue siendo la mujer de Charles y si quiere verle y, como sospecho, él también quiere verla a ella, ¿no será mejor que nos quitemos de en medio?
Un momentáneo destello de irritación brilló en su gesto.
—¿Por qué supones que él quiere verla?
—Porque todavía está enamorado de ella.
Durante unos instantes no dijo nada, sino que rebuscó entre los sándwiches hasta que encontró uno de huevo que mordisqueó con exagerado placer.
—¡Qué
ricos
están! —susurró en voz baja, como si quisiera evitar a toda costa que la oyeran, y luego me miró con sus penetrantes ojos felinos—. Piensas que he sido injusta con Edith.
Negué con la cabeza.
—No. Creo que no le gusta, pero no creo que haya sido especialmente injusta con ella.
Agradeció mi comentario con un movimiento de cabeza.
—No me gusta. Eso es verdad. Sin embargo, esa no es la cuestión.
—¿Cuál es la cuestión?
—La cuestión es que no puede hacer feliz a Charles. Que me guste a mí o no tiene ninguna importancia. Yo odiaba a mi suegra y eso no me impidió reconocer con qué habilidad dirigía Broughton y al pobre padre de Tigger. Tardé veinte años en enterrar su recuerdo. ¿Crees que para mí tenía alguna importancia si me gustaba o no? No soy una colegiala.
—No —dije, y tomé un sorbo de té.
Aquello sí que era halagador. Por alguna razón, lady Uckfield había decidido retirar el velo que habitualmente ocultaba sus pensamientos íntimos para hablar conmigo. Y todavía no había acabado.
—Permíteme que te hable de mi hijo. Charles es un hombre amable, bueno y sencillo. Es mucho más encantador que yo, ¿sabes? Pero es menos... —titubeó, buscando el adjetivo justo que encajara en sus necesidades.
—¿Inteligente? —aventuré.
Puesto que ya lo había dicho, lo dejó pasar.
—Necesita una mujer que no solo lo valore a él, sino lo que es, lo que hace y la vida que lleva. No está preparado para dar cabida en su hogar a una filosofía diferente. No podría casarse con una cantante de ópera socialista y respetar sus puntos de vista. No está en su naturaleza.
—Tampoco creo que esté en la de ella —repliqué.
—Edith se casó con una idea de la vida que se había hecho a través de novelas y revistas. Creía que todo era viajar, asistir a desfiles de moda y conocer a Mick Jagger. Se veía dando fiestas en las islas Mauricio para la princesa Michael... —se encogió de hombros. Me impresionó que hubiera oído hablar de Mick Jagger—. No sé si hay gente que vive así. Lo que sí sé es que esa nunca será la vida de Charles. Toda su existencia gira alrededor del calendario agrícola. Durante los próximos cincuenta años irá de caza y se ocupará de la granja, se ocupará de la granja e irá de caza, y viajará al extranjero tres semanas en julio. Se preocupará por los arrendatarios, se peleará con el vicario e intentará que el gobierno colabore en las obras de restauración del ala este. Y sus amigos, con muy escasas excepciones, serán también gente que se ocupa de arreglar los techos de sus casas, que caza y cuida la granja, y que intenta sacarle al gobierno ayudas y desgravaciones. Ese es su futuro.