Esnobs (38 page)

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Authors: Julian Fellowes

Tags: #Relato

BOOK: Esnobs
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—No lo dudo, pero hasta las parejas casadas pueden tener diferente opinión de vez en cuando. ¿O no crees que eso sea posible?

—Claro que lo creo —dijo Adela ásperamente—, pero no entiendo cómo ha consentido Arabella que la invitaran.

Naturalmente, la respuesta que no podía dar en aquel momento pero que pude proporcionarle más tarde era que Arabella no había dado tal consentimiento.

La fiesta daba sus últimos coletazos. Algunos de nosotros estábamos invitados a cenar y pasábamos por ese incómodo aunque familiar momento en que casi todos los que no están invitados se han ido, pero siempre hay una pareja que no se da cuenta de que está entorpeciendo el progreso natural de la velada. Por lo general, la anfitriona baja la guardia y les dice: «Quedaos a comer algo si os apetece». Para el oído avezado esto significa «Por favor, marchaos. Tenemos hambre y no estáis invitados». Llegado este punto, el veterano de los circuitos sociales mira alrededor, se sonroja y se marcha enseguida, balbuceando que le esperan en cualquier otro sitio. Pero siempre existe el riesgo de que el moroso sea inexperto en estos rituales, o cabezota, o sencillamente estúpido, y en ese caso puede que acepte la fingida oferta de hospitalidad. En esta ocasión, Arabella Wainwright no estaba dispuesta a correr el riesgo de tener que ser la anfitriona de Edith el resto de la noche, así que no le dijo nada. Pero Edith no se iba. Me acerqué a ella.

—Supongo que vais a cenar aquí —dijo.

—Así es. Y me imagino que también más o menos toda la gente que queda.

Echó una mirada por la habitación. Cuando habló, en su voz había un desamparo que casi me hizo llorar.

—He venido completamente decidida. Ni se me pasó por la cabeza que no fuera a venir. Su madre debe de haberse enterado y lo habrá impedido.

—No sé cómo. Tommy no me había dicho que fueras a venir y no me lo imagino contándoselo a nadie más.

No se quedó mucho más tiempo. Cuando Arabella salió de la minúscula cocina con una pila de platos y los dejó ruidosamente en la mesa del comedor junto a unos manteles individuales, a Edith no le quedó más remedio que admitir la derrota.

—Tengo que irme —le dijo a la anfitriona distante y rígida—. Gracias. Me he alegrado mucho de volver a veros.

Arabella asintió en silencio, encantada de librarse de ella, pero Tommy la acompañó a la puerta.

—No sé qué ha pasado —dijo—. Lo siento.

Edith le sonrió con tristeza.

—En fin... Tal vez sea nuestro destino.

Le dio un beso y se fue. Pero a pesar de su simulada aceptación del destino, siguió pensando que alguien había saboteado sus planes. Y tenía mucha razón.

Aquella misma noche, mucho más tarde y en una desusada contradicción con mi tradición personal, estaba ayudando a recoger los platos cuando oí un breve fragmento de conversación que salía de detrás de la puerta de la cocina.

—¿Qué quieres decir? —decía un exasperado Tommy.

—Exactamente lo que he dicho. Me parecía injusto tenderle una emboscada cuando se supone que somos amigos.

—Si era eso lo que pensabas, ¿por qué no se lo dijiste a Charles y dejaste que tomara su propia decisión?

—Yo podría hacerte la misma pregunta.

Tommy estaba muy acalorado.

—Porque no estoy seguro de que sepa tomar sus propias decisiones.

Cuando Arabella volvió a hablar no era fácil distinguir la menor traza de reproche.

—Precisamente. Y por eso yo se lo dije a su madre.

—Eres una cerda.

—Es posible. Dentro de seis meses me dirás si estaba en lo cierto o no. Ahora llévate la crema y no la tires.

Ya no podía seguir aparentando que recolocaba los platos sucios durante más tiempo, así que empujé la puerta de la cocina y cuando entré no hallé ningún indicio de disputa.

—Eres muy amable —dijo Arabella librándome delicadamente de mi peso.

Mientras volvíamos a casa, mi mujer se resistió a dejarse convencer.

—A mí ni se te ocurra hacerme una cosa así —dijo, y estuve de acuerdo con ella. No criticaba la actuación de Tommy. En realidad pensaba que se había comportado como un verdadero amigo pero, tal vez por cobardía, no era una situación en la que quisiera encontrarme yo. No le comenté lo que había dicho Arabella de los seis meses porque, ni siquiera en aquel momento, quería creerlo.

• • •

Unos días más tarde Edith se despertó vomitando en la taza del retrete. Debía de haber llegado hasta allí tambaleándose medio dormida y solo el acto de devolver la había devuelto la consciencia plena. Cuando por fin le pareció que había descargado en la taza hasta el mismo forro de su estómago, se detuvo, tomó una bocanada de aire y se sentó. Simon apareció en la puerta tapando con la mano el micrófono del inalámbrico. Dormía desnudo y normalmente la visión de su buena figura la infundía una sensación de bienestar, pero aquella mañana sus musculosos encantos no le afectaban.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó fútilmente.

—Creo que han sido aquellas dichosas gambas —dijo ella recordando perfectamente que él había pedido la sopa.

—Pobre. Es mejor echarlo todo fuera. —Sonrió levantando el aparato y vocalizando sin sonido «Es tu madre» con una mueca divertida. Edith hizo un gesto de asentimiento y alargó la mano para coger el teléfono—. Voy a hacer café —dijo Simon, y salió en dirección a la cocina.

Edith se limpió la boca y ordenó sus ideas.

—¿Mamá? No, estaba en el cuarto de baño.

—¿Eras tú la que vomitaba? —dijo la señora Lavery al otro lado de la línea.

—No sé quién más podría ser.

—¿Estás bien?

—Claro que estoy bien. Anoche fuimos a un sitio horrible de Earl’s Court que ha abierto un actor fracasado que conoce Simon. Comí marisco. Debía de estar loca.

—Pero es que cuando te vi el otro día me pareció que tenías muy mala cara. —Edith había acompañado a su madre a la infructuosa búsqueda de un sombrero la semana anterior. Eso ya era suficiente motivo para que cualquiera tuviera mala cara, pero no dijo nada—. ¿O sea que no estás mala?

—Por supuesto que no.

—Si pasara... algo, me lo contarías, ¿verdad?

Edith sabía muy bien que tendría mucho cuidado antes de decirle a su madre incluso la hora, pero en aquel momento no tenía sentido entrar en ese tema.

—Claro que sí —dijo.

Hubo una pausa.

—Y me imagino que no hay novedades. De... ningún tipo...

—No.

—Oh, querida. —Aunque le irritara, Edith no podía evitar sentir lástima por su madre. Por muy superficiales que fueran sus valores, tenía que admitir que la señora Lavery estaba experimentando algunas emociones verdaderamente reales. Sobre todo, sufrimiento—. No darás ningún paso... del que luego te puedas arrepentir, ¿verdad?

—¿Qué paso?

—Quiero decir que... no quemes las naves hasta que estés segura...

Edith estaba acostumbrada al interminable repertorio de lugares comunes de su madre, así que no necesitaba traductor para explicarle de qué estaban hablando. Curiosamente, a pesar de la parquedad de vocabulario de su madre, la pregunta había logrado centrar sus pensamientos en el tema. Cuando acabaron de hablar y colgó el teléfono supo que había llegado el momento de entrar en acción.

Era sábado, un día que solía ser tranquilo y agradable para ellos, con periódicos, almuerzo en algún restaurante, tal vez un cine o posiblemente cena con amigos en una cocina de Wandsworth, pero mientras se vestía, Edith sabía que a ella no le esperaba un día así. Eligió su ropa con considerable cuidado, ropa informal y de campo, de chica bien, discreta, exactamente el tipo de falda y jersey a los que había renunciado con fervor religioso hacía muy poco tiempo. Como cuando elegía qué ropa ponerse para asistir al desfile de modelos, volvió a ser consciente de que sus dos vidas reclamaban dos vestuarios diferentes. A la hija de un duque podía perdonársele que asistiera a una comida en Shropshire con un modelo urbano y probablemente le alabarían la excentricidad, pero a ella, a Edith, nunca le consentirían semejante licencia. Si se hubiera atrevido a llevar ropa de Londres en el campo solo habría conseguido confirmar la idea que tenía el círculo de Charles sobre su falta de clase. Cuando entró en la cocina Simon levantó la mirada sorprendido.

—¡Dios! Parece que vas a hacer una audición para
Fiebre de heno
.

—Me siento fatal. Le prometí a mi madre que hoy la acompañaría a una comida y se me había olvidado por completo. Por eso ha llamado. ¿Podrás perdonarme?

—¿Una comida con quién?

—Unas primas que viven en el campo.

—No tienes primas en el campo. ¿No era ese el problema?

Al decir esto Simon demostraba uno de sus raros destellos de perspicacia. Exactamente, ese era el problema.

—Las tengo, pero nunca hablamos de ellas. Son demasiado aburridas para tenerlas en cuenta.

—Lo que significa que no quieres que vaya contigo. —Simon detestaba que se le excluyera de cualquier cosa. O por lo menos, si lo hacía, tenía que decidirlo él mismo. No le importaba que sus ocupaciones le impidieran asistir, de hecho, lo disfrutaba mucho, pero la idea de que la gente no deseara su compañía (aunque solo fuera para ir al buzón) le parecía un anatema.

Edith sonrió con expresión contrariada, como diciendo «me encantaría que vinieras».

—Ojalá. Pero hace tiempo que insisten en que pasemos un rato juntas. Supongo que quieren que hablemos de todo —estas palabras fueron acompañadas de un ligero encogimiento de hombros que no dejaba lugar a discusión.

—Bueno, pero no me critiquéis demasiado.

Ella le dedicó una sonrisa de cariño y apoyo, sabiendo que en el fondo estaba maquinando su caída, y bajó al dormitorio a recoger la chaqueta. No quería contarle a Simon dónde iba porque habría provocado una escena y no estaba nada segura de cuál iba a ser el resultado de la jornada. Lo último que quería era que él volviera con su mujer con las orejas gachas y ella se viera obligada a regresar a un piso vacío.

Lo cierto era que aquella misma mañana, mientras miraba fijamente su propio vómito, había decidido que no iba a consentir que le dieran esquinazo ni un día más. Iba a ir en coche hasta Broughton y enfrentarse al león (o más bien al cachorro de la leona) en su cubil. Mientras recorría a toda velocidad la A22 no era capaz de entender por qué había tardado tanto en tomar aquella decisión. Era su marido y, después de todo, iba a su hogar conyugal. Nadie podía discutírselo.

Al llegar le esperaba una desagradable sorpresa, ya que había olvidado que en verano los sábados la casa estaba abierta al público. Aquel detalle se había escapado de sus cálculos y ahora se encontraba en la posición, ligeramente ridícula, de tener que elegir entre dejar el coche en el patio y entrar por la puerta de la familia o entrar por la puerta del público y pasar a la casa rodeada de turistas y amas de casa de Brighton. Tomó la osada decisión de seguir esta última ruta. Pensó que si llamaba al timbre de la puerta familiar tendrían tiempo de sobra para cortarle el paso y ella contaba con que Charles estuviera en el despacho, que estaba al lado de la biblioteca. Solo sería cuestión de un momento cruzar el cordón y abrir la puerta, porque suponía que ninguno de los guías tendrían el valor de detenerla. De hecho, se tomó la molestia de pararse a saludar a una amable mujer vestida con un recio traje de campo que recogía las entradas.

—Hola, señora Curley, ¿qué tal está? ¿Puedo pasar por aquí? ¿No le importa?

Edith había aprendido a dominar este truco del ambiente de su marido: pedir como favor algo que no se puede negar. «Oh, señora Tal o Cual, ¿podría
soportar
esperar despierta hasta que volvamos a casa? ¿Sería
demasiado
esfuerzo para usted?». Por supuesto, la pobre mujer a la que se le habla (lo mismo que su patrona) sabe que en realidad esas palabras significan «Le prohibo que se vaya a la cama hasta que regresemos», pero es una manera mucho más dignificante de dar una orden. Todo forma parte de la premeditada imagen que se ha creado la aristocracia. Les encanta jactarse de «tratar maravillosamente al servicio», lo que suele significar pedir cosas imposibles con el tono de voz más encantador posible.

La señora Curley se mostró claramente incómoda ante aquella petición, pero como Edith había previsto, no pudo hacer nada para evitarlo.

—Por supuesto, milady —dijo con una leve inclinación de cabeza, y marcó el número privado de la familia en cuanto Edith cruzó la puerta.

• • •

Charles Broughton se encontraba efectivamente en su despacho, o en la Pequeña Biblioteca, como le gustaba llamarlo a lady Uckfield. Estaba contestando cartas sin demasiadas ganas, aparentando hallarse más ocupado de lo que realmente estaba. Su madre había elegido los invitados del fin de semana y, como siempre, los amigos que había seleccionado no congeniaban con su alma dolorida. Encontraba a Diana Bohun fría y demasiado pagada de sí misma para resultar interesante, mientras que su marido estaba muy cerca de la locura. Clarissa no estaba entre los invitados. Por fin había logrado convencer a su madre de que se equivocaba de candidata, pero si no era Clarissa... ¿quién podía ser?

Se había enterado de la presencia de Edith en casa de Tommy Wainwright. Este se lo había contado al día siguiente, tal vez queriendo evitar que se enterara por otro lado. Al principio Charles se enfadó mucho, no con Tommy sino con su madre. La tarde en cuestión le había pedido que la llevara al hospital a visitar a no sé qué amiga, una misión que le describió como algo crucial, pero que no era más que una mala excusa, como ahora sabía, para impedir que fuera a casa de los Wainwright. Pero después, cuando se calmó un poco, se preguntó por enésima vez de qué habría servido su encuentro. A pesar de lo que sus amigos dijeran del extraño comportamiento de Edith, él entendía por qué le había abandonado. Era aburrido. Sabía que era cierto porque, desgraciadamente para él, tenía la inteligencia justa como para darse cuenta de ese hecho. Sabía que no iba a ser buena compañía para ella una vez hubiera pasado el deslumbramiento de su ascenso. Si era sincero, la mitad de las veces verdaderamente no sabía de qué estaba hablando su mujer. Cuando se cuestionaba la política de la oposición o se empeñaba en valorar los beneficios y los perjuicios de la intervención en Oriente Próximo... Charles sabía que existían puntos de vista contrapuestos en estos temas, pero no entendía por qué se le pedía a él que los expresara. Mientras siguiera votando a los conservadores y dijera lo espantosos que le parecían los laboristas, ¿no era suficiente? Era más de lo que la mayoría de sus camaradas de White’s esperaban de él. Bueno, pues para Edith parecía no ser suficiente. Incluso él había empezado a sospechar que tal vez ella estuviera pensando en volver, o que al menos quería hablar de ello, pero ¿había cambiado algo? ¿No volvería a cansarse de él en cuestión de unos meses, si no de semanas? ¿No sería mejor para los dos aceptar la derrota? Porque eso era lo que había empezado a pensar de su matrimonio: que era una derrota, sin lugar a dudas, pero una derrota que ahora había que afrontar y superar. Que era exactamente lo que lady Uckfield pretendía. En nuestros tiempos existe una tendencia a creer que cualquier injerencia en las vidas privadas de los hijos solo conduce al fracaso, pero no es cierto. Los padres listos, que no juegan sus bazas demasiado precipitadamente, pueden lograr sus objetivos. Y la marquesa de Uckfield era más lista que la mayoría.

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